Historia del Ajedrez
Al cabo de pocas horas, el monarca, que
había aprendido con rapidez todas las reglas del juego, lograba ya derrotar a
sus visires en una partida impecable.
Sessa intervenía respetuoso de cuando en
cuando para aclarar una duda o sugerir un nuevo plan de ataque o de defensa. En
un momento dado observó el rey, con gran sorpresa, que la posición de las
piezas, tras las combinaciones resultantes de los diversos lances, parecía
reproducir exactamente la batalla de Dacsina.
Observad,
le dijo el inteligente brahmán, que para obtener la victoria resulta indispensable
el sacrificio de este visir... E indicó precisamente la pieza que el rey Iadava
había estado a lo largo de la partida defendiendo o preservando con mayor
empeño.
El juicioso Sessa demostraba así que el
sacrificio de un príncipe viene a veces impuesto por la fatalidad para que de
él resulten la paz y la libertad de un pueblo. Al oír tales palabras, el rey
ladava, sin ocultar el entusiasmo que embargaba su espíritu, dijo:
¡No creo que el ingenio humano pueda
producir una maravilla comparable a este juego tan interesante e instructivo!
Moviendo estas piezas tan sencillas, acabo de aprender que un rey nada vale sin
el auxilio y la dedicación constante de sus súbditos, y que a veces, el
sacrificio de un simple peón vale tanto como la pérdida de una poderosa pieza
para obtener la victoria. Y dirigiéndose al joven brahmán, le dijo:
Quiero recompensarte, amigo mío, por este
maravilloso regalo que tanto me ha servido para el alivio de mis viejas
angustias. Dime, pues, qué es lo que deseas, dentro de lo que yo pueda darte, a
fin de demostrar cuán agradecido soy a quienes se muestran dignos de
recompensa. Las palabras con que el rey expresó su generoso ofrecimiento
dejaron a Sessa imperturbable. Su fisonomía serena no reveló la menor
agitación, la más insignificante muestra de alegría o de sorpresa. Los visires
le miraban atónitos y pasmados ante la apatía del brahmán.
¡Poderoso señor!, replicó el joven mesuradamente,
pero con orgullo. No deseo más recompensa por el presente que os he traído, que
la satisfacción de haber proporcionado un pasatiempo al señor de Taligana a fin
de que con él alivie las horas prolongadas de la infinita melancolía. Estoy
pues sobradamente recompensado, y cualquier otro premio sería excesivo.
Sonrió desdeñosamente el buen soberano al
oír aquella respuesta que reflejaba un desinterés tan raro entre los ambiciosos
hindúes, y no creyendo en la sinceridad de las palabras de Sessa, insistió: -Me
causa asombro tanto desdén y desamor a los bienes materiales, ¡oh joven! La
modestia, cuando es excesiva, es como el viento que apaga la antorcha y ciega
al viajero en las tinieblas de una noche interminable. Para que pueda el hombre
vencer los múltiples obstáculos que la vida le presenta, es preciso tener el
espíritu preso en las raíces de una ambición que lo impulse a una meta. Exijo,
por tanto, que escojas sin demora una recompensa digna de tu valioso obsequio.
¿Quieres una bolsa llena de oro? ¿Quieres un arca repleta de joyas? ¿Deseas un
palacio? ¿Aceptarías la administración de una provincia? ¡Aguardo tu respuesta
y queda la promesa ligada a mi palabra!
Rechazar vuestro ofrecimiento tras lo que acabo de oír, respondió Sessa, sería menos descortesía que desobediencia. Aceptaré pues la recompensa que ofrecéis por el juego que inventé. La recompensa habrá de corresponder a vuestra generosidad. No deseo, sin embargo, ni oro, ni tierras, ni palacios. Deseo mi recompensa en granos de trigo. - ¿Granos de trigo?, exclamó el rey sin ocultar su sorpresa ante tan insólita petición. ¿Cómo voy a pagarte con tan insignificante moneda?
Nada más sencillo, explicó Sessa. Me daréis
un grano de trigo para la primera casilla del tablero; dos para la segunda;
cuatro para la tercera; ocho para la cuarta; y así, doblando sucesivamente
hasta la sexagésima y última casilla del tablero. Os ruego, ¡oh rey!, de
acuerdo con vuestra magnánima oferta, que autoricéis el pago en granos de trigo
tal como he indicado…
No solo el rey sino también los visires,
los brahmanes, todos los presentes se echaron a reír estrepitosamente al oír
tan extraña petición. El desprendimiento que había dictado tal demanda era en
verdad como para causar asombro a quien menos apego tuviera a los lucros
materiales de la vida. El joven brahmán, que bien había podido lograr del rey
un palacio o el gobierno de una provincia, se contentaba con granos de trigo.
¡Insensato!, exclamó el rey. ¿Dónde
aprendiste tan necio desamor a la fortuna? La recompensa que me pides es
ridícula. Bien sabes que en un puñado de trigo hay un número incontable de
granos. Con dos o tres medidas te voy a pagar sobradamente, según tu petición
de ir doblando el número de granos a cada casilla del tablero. Esta recompensa
que pretendes no llegará ni para distraer durante unos días el hambre del
último paria de mi reino. Pero, en fin, mi palabra fue dada y voy a hacer que
te hagan el pago inmediatamente de acuerdo con tu deseo. Mandó el rey llamar a
los algebristas más hábiles de la corte y ordenó que calcularan la porción de
trigo que Sessa pretendía.
Los sabios calculadores, al cabo de unas
horas de profundos estudios, volvieron al salón para someter al rey el
resultado completo de sus cálculos.
El rey les preguntó, interrumpiendo la
partida que estaba jugando: -¿Con cuántos granos de trigo voy a poder al fin
corresponder a la promesa que hice al joven Sessa?
¡Rey magnánimo!, declaró el más sabio de
los matemáticos. Calculamos el número de granos de trigo y obtuvimos un número
cuya magnitud es inconcebible para la imaginación humana. Calculamos en seguida
con el mayor rigor cuántas ceiras correspondían a ese número total de granos y
llegamos a la siguiente conclusión: el trigo que habrá que darle a Lahur Sessa
equivale a una montaña que teniendo por base la ciudad de Taligana se alce cien
veces más alta que el Himalaya. Sembrados todos los campos de la India, no
darían en dos mil siglos la cantidad de trigo que según vuestra promesa
corresponde en derecho al joven Sessa.
¿Cómo describir aquí la sorpresa y el
asombro que estas palabras causaron al rey Iadava y a sus dignos visires? El
soberano hindú se veía por primera vez ante la imposibilidad de cumplir la
palabra dada.
Lahur Sessa –dicen las crónicas de aquel
tiempo- como buen súbdito no quiso afligir más a su soberano. Después de
declarar públicamente que olvidaba la petición que había hecho y liberaba al
rey de la obligación de pago conforme a la palabra dada, se dirigió respetuosamente
al monarca y habló así:
Meditad, ¡oh rey!, sobre la gran verdad que
los brahmanes prudentes tantas veces dicen y repiten; los hombres más
inteligentes se obcecan a veces no solo ante la apariencia engañosa de los
números sino también con la falsa modestia de los ambiciosos. Infeliz aquel que
toma sobre sus hombros el compromiso de una deuda cuya magnitud no puede
valorar con la tabla de cálculo de su propia inteligencia. ¡Más inteligente es
quien mucho alaba y poco promete! Y tras ligera pausa, añadió:
¡Menos aprendemos con la ciencia vana de
los brahmanes que con la experiencia directa de la vida y de sus lecciones
constantes, tantas veces desdeñadas! El hombre que más vive, más sujeto está a
las inquietudes morales, aunque no las quiera. Se encontrará ahora triste,
luego alegre, hoy fervoroso, mañana tibio; ora activo, ora perezoso; la
compostura alternará con la liviandad. Sólo el verdadero sabio instruido en las
reglas espirituales se eleva por encima de esas vicisitudes y por encima de
todas las alternativas.
Estas inesperadas y tan sabias palabras
penetraron profundamente en el espíritu del rey. Olvidando la montaña de trigo
que sin querer había prometido al joven brahmán, le nombró primer visir.
Y Lahur Sessa, distrayendo al rey con
ingeniosas partidas e ajedrez y orientándolo con sabios y prudentes consejos,
prestó los más señalados beneficios al pueblo y al país, para mayor seguridad
del trono y mayor gloria de su patria.
Encantado quedó el califa Al-Motacén cuando
Beremiz concluyó la historia de ajedrez. Llamó al jefe de los
escribas y determinó que la leyenda de Sessa fuera escrita en hojas especiales
de algodón y conservada en valioso cofre de plata. Y seguidamente el generoso
soberano deliberó acerca de si entregaría al Calculador un manto de honor o
cien cequíes de oro.
“Dios habla al mundo por mano de los
generosos”. A todos causó gran alegría el acto de magnanimidad del soberano de
Bagdad. Los cortesanos que permanecían en el salón eran amigos del visir Maluf
y del poeta Iezid. Oyeron pues con simpatía las palabras del hombre que
Calculaba. Beremiz, después de agradecer al soberano se retiró del salón.
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