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FILOSOFÍA DEL HOMBRE II

El amor por la verdad, el tiempo y la muerte incitan a franquear las definiciones. Muchas cosas habrá, quizá, de ser llevadas a su cabal desarrollo. Pero la estructura fundamental queda ya preparada. 

El amor por la verdad, el tiempo y la muerte incitan a franquear las definiciones. Muchas cosas habrá, quizá, de ser llevadas a su cabal desarrollo. Pero la estructura fundamental queda ya preparada.
Dentro de la extensa unidad de la naturaleza humana, cada uno de los hombres es de características tan originales que muerto un hombre desaparece una interpretación original de todo el universo. Porque no somos intercambiables con los demás, ni uno de tantos; Suárez pensaba que «cada entidad es por sí misma principio de individuación de sí misma». (Disputationes metaphysicas). Diferimos de los demás porque nuestra unidad interior es única, original, irrepetible.
En mi antroposofía metafísica está empeñado todo el hombre, porque todo el hombre se interesa por su ser religado y por su ser teleológico. La función del sentimiento en la conciencia filosófica no es directiva, sino contemplativa; consiguientemente, en constante e íntima dependencia del anterior juicio del intelecto. Sobre una base racional, el sentimiento se acerca a los espíritus de una manera firme. La razón presenta el hecho, pero el sentimiento lo penetra en sus estratos más profundos. Para que se pueda operar una unión existencial entre el sujeto y el objeto, entre el conocido y el cognoscente, es preciso que la emoción haga brotar la vida íntima de las esencias, su calor llameante. La misma palabra filosofía -que etimológicamente significa «amor a la sabiduría»- nos está inclinando, un tanto emotivamente, en dirección a un conocimiento típico. 
Nuestros actos individuales, especiales, concretos, están respaldados, sustentados, mantenidos próximamente por un universo en bloque. Pero este universo en bloque, ¿por quién y cómo está 
respaldado, sustentado y mantenido? No basta comprobar el hecho bruto de la existencia; es preciso explicarlo, tratar de encontrarle su sentido. No basta tampoco caer de repente en cuenta de que no tenemos más remedio que estar en un mundo que nosotros no hemos hecho, que no hemos elegido y que no podemos dejar cuando queramos. ¿Quién hizo el mundo? ¿Quién nos eligió? ¿Por qué no lo podemos dejar cuando queramos?
El mundo no es ningún a priori, sino una casa para el hombre -mejor sería decir hospedaje o paradero- que centra a la vida humana con tono familiar. Los mundos personales no se crean ni se destruyen a voluntad, se construyen con materiales y circunstancias de un universo preexistente y dispuesto para servir a los diversos mundos personales según tipos de vida. Me preocupo por hacer mi mundo, mi vida, porque las cosas se me aparecen, mudas, indiferentes y a veces hasta hostiles. Y, al hacer mi mundo, me voy haciendo a mí mismo. Pero esta faena es insegura porque se hace en camino; en camino de una muerte que no pienso ni quiero que sea más que un tránsito a una vida en plenitud. Tiemblo por mi ser porque es inseguro, contingente, pero a la vez aspiro a trascender, en alguna forma, esa inseguridad, esa contingencia. Todo esto es cosa de conciencia ontológica. Por esta misma conciencia me percato de que mi ser de hombre está proyectado en el tiempo, en el presente. Esta conciencia de finitud presupone ya una infinitud. El hombre advierte que el orden entero de su ser en el mundo es delimitado, estrecho, finito, precisamente porque aspira ineludiblemente a ser, de alguna manera proporcionada a su entidad, infinito, pleno. Y con respecto a ese afán de plenitud subsistencial, somos deudores insolventes de nosotros mismos. Por eso nos sentimos desamparados, miserables. Esta humildad ontológica, vivida en la misma carne y en los mismos huesos, nos pone frente al problema de la creación, de la creación de todo y de nosotros mismos. ¿Por qué existe el mundo, y yo en el mundo? ¿Quién nos ha sacado de la nada? Si pude no haber sido, ¿por qué soy?
Tengo un sentido de mí mismo porque tengo autoconciencia. Por esta autoconciencia tomo contacto con la patencia del ser, con la verdad que reconozco como inmutable, eterna, trascendente. Mi afán de plenitud subsistencial es estimulado por la verdad inagotable a la cual está abierto mi ser. Habito en la finitud, pero me siento llamado por una verdad y una vida infinitas que me fundan y me trascienden. No se trata de una verdad inmanente, sino presente con «interioridad objetiva», como diría Sciacca. Los caracteres inmutables y absolutos de esa verdad me están diciendo a las claras que no puede originarse en los seres exteriores y contingentes. La legalidad misma de los juicios está cimentada en la verdad absoluta.
En mi presente está mi posibilidad de morir. Como nuestra existencia es simplemente de hecho, estamos -irremediablemente- en continuo trance de muerte entitativa.
Explicar al hombre es explicitar su ser latente, decir lo que es cuando no aparece e independientemente de que aparezca o no, de toda posición o actitud subjetiva. La razón, «la gris y la fría razón», descoyunta y tritura al hombre. No obstante, la razón, aunque fría y gris, es la razón, y no es posible que un ser racional renuncie a ella. Ciencia -según Santo Tomás- es tener juicio cierto de las cosas por sus causas. 
Con el cristianismo penetra, en el ámbito de la cultura occidental, la realidad viva y palpitante de la vida interior. El espíritu impregna la totalidad de nuestro ser y del ser de las cosas entre las cuales vivimos. Por el amor somos dioses, afirma San Pablo, imagen y semejanza de Dios. Porque la fuente de todo amor está en Dios. Por el amor de Dios son las cosas lo que son y participan en la comunidad amorosa. El amor presupone la exuberancia, la plenitud. Sólo es capaz de dar quien rebosa vida espiritual. El amor divino eleva las cosas todas a un plano luminoso en donde reverberan sus esencias. «La mirada amorosa -dice Joaquín Xirau- ve en las personas y en las cosas, cualidades y valores que permanecen ocultos a la mirada indiferente o rencorosa... El amor es, por tanto, claridad y luz. Ilumina en el ser amado sus recónditas perfecciones y percibe en unidad el volumen de sus valores actuales y virtuales. Amor es iluminación, contemplación y estimación de las excelencias de un ser, atracción y tendencia vehemente a compartirlas y gozarlas, decisión y anhelo de llevarlas a su más alto grado de perfección».
En la vida del espíritu, expresa Santo Tomás, todo lo relativo al amor es particularmente misterioso y muchas veces carece de nombre, porque la inteligencia conoce aún más imperfectamente lo propio de las otras facultades que lo que es propio de ella misma, y porque el amor tiende hacia el bien, que reside en las cosas y no en el espíritu; esta tendencia, así como todo lo que aún permanece indeterminado, no es plenamente inteligible. 
Una antroposofía metafísica auténtica es, cabalmente, transfiguración del estado pasional, superación del momento psicológico en la objetividad del problema que, como tal, no resulta en absoluto menos íntimo a la conciencia, ni menos personal y doloroso. Querer reducir toda la realidad del espíritu a un momento de la existencia es como pretender cubrir el mundo con una gota de agua. El existencialismo inmanentista reduce el arte, la moral y la religión a pura existencialidad. Todo se hunde en lo finito de la existencia y desaparece la posibilidad de fundar valores objetivos. Por este camino -como bien lo apunta Michele Federico Sciacca- llegamos a la negación del ser y de las cosas, de la vida espiritual en lo que ésta tiene de universal y de objetiva, de Dios; desembocamos en la negación de la existencia misma, que es la razón de ser del existencialismo. Afanándose hasta el encarnizamiento por exaltar el acontecimiento concreto y la singularidad, la insuficiencia y la finitud, los existencialistas concluyen matando al hombre de carne y hueso para darnos, en su lugar, una de tantas abstracciones contra las que habían combatido.
El propósito fundamental ha sido el de ofrecer las bases y las líneas directrices de una metafísica del hombre -tarea primerísima, requerida por nuestro tiempo- concebida como prolegómeno de toda fenomenología existentiva. Abundan los análisis fenomenológicos -agudos y penetrantes- sobre el hombre, pero echase de menos una antroposofía metafísica que pueda servirles de fundamento y de guía. Si no se emprende la tarea de determinar la esencia y estructura del ser del hombre en su dui-unidad e integridad, hay el peligro de perderse en un mar de confusiones. No basta señalar el puesto del hombre en el universo; menester es precisar su relación con la realidad última metafísica y buscar el sentido a su existencia. Y esta existencia no es sólo la individual, sino también la histórica y la social.
Al considerar al hombre integralmente -como estructura total- y al intentar caracterizarlo esencialmente, no se puede dejar de estudiar su efectivo acontecer en la historia y en la cultura. Condenado como estamos a la muerte me he apresurado con inquebrantable voluntad y sin descanso a dar mi mensaje antes de pasar a aquel estadio en donde tenemos la certeza -los creyentes- de que sobran los mensajes porque todo está a la vista, en su más prístina patencia. Posiblemente nunca llegará el hombre a resolver el problema del hombre. Un saber plenario sobre el hombre supone la facultad de crearlo. Y la verdad es que no hemos creado al hombre, sino que nos encontramos siendo hombres, permeados de humanidad, y sin habernos dado el ser. Toda metafísica del hombre se topará, al final de cuentas, con el misterio. Que nos quede, al menos, la satisfacción de plantear los problemas y trazar las directrices, con cierto rigor y pulcritud. 













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