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FILOSOFÍA DEL HOMBRE III

 FUNDAMENTOS DE ANTROPOSOFÍA METAFÍSICA. Se trata de examinar la apertura que abarca todos los principios particulares del ser, del conocer y del obrar del hombre. A partir de este primer principio de la dui-unidad (unidad de dos) contra puntual del ser contingente del hombre, queda fundamentada su existencia. 

Pero como nuestra investigación -exclusivamente filosófica- no toma pie en los datos de la revelación -no se trata de una antroposofía revelada- sino que se circunscribe al orden de la razón natural, agregamos a la palabra antroposofía la palabra metafísica, para indicar que nos interesa el estudio del ser último del hombre, despojado de su fenomenicidad.
Como el hombre no sólo tiene conflictos, sino que ya de por sí es un conflicto por su naturaleza dual: alma y cuerpo, bruto y ángel, tiempo y eternidad, una filosofía del hombre tiene que ser, en este sentido, dualista. En el ens contingens que es el hombre hay un desfiladero hacia la nada y una escala hacia lo absoluto. Somos los humanos una misteriosa amalgama de nada y de eternidad, de biología (determinismo del cuerpo) y espíritu (libertad del alma). 
El hombre aspira a la plenitud subsistencial y quiere protegerse contra su desamparo ontológico. Sin embargo, su «ser-en-el-mundo» transcurre más bien en invisible alianza con el desamparo que con la 
plenitud. La vida humana, en su sentido integral, manifiesta la insoslayable dialéctica entre desamparo ontológico y afán de plenitud subsistencial.   
Amamos lo ordenado, lo perfecto, pese a las diarias discordancias de nuestro ser y del mundo que nos rodea. Estamos ordenándonos y ordenando nuestro mundo, porque la vida nos deshace a cada rato nuestras construcciones. Hay un elemento imprevisible, que no podemos eludir, suficiente para quebrantar todos nuestros cálculos. Y, sin embargo, nuestro esfuerzo por trascender la incertidumbre nunca es del todo vencido.
Mientras el animal tiene un desamparo ontológico objetivo y menor, el hombre tiene un desamparo ontológico objetivo, subjetivo -puesto que lo conoce y lo siente- y de mayor grado. El animal -al fin pura naturaleza- se deja conducir necesariamente por sus instintos. Le es imposible transgredir el orden natural. El hombre, en cambio, es un ente bifronte, anfibio. Vive en dos mundos -que en él se encuentran- sin poder vivir bien en ninguno de los dos. Es natura y es cultura. Está parcialmente determinado por su animalidad y es, a la vez, libertad. Aunque no es pura posibilidad -tiene dimensiones constantes-, cuenta con infinitas posibilidades. Mientras el animal viene definido, el hombre viene tan sólo bosquejado. Su desequilibrio proviene de la tensión constante entre su desamparo ontológico y su afán de plenitud subsistencial. Como es un ser que vive siempre en camino, con una determinación ilimitada, nunca puede gozar de la comodidad animal de fijarse y amurallarse. Por su conciencia, por su interioridad objetiva está permanentemente abierto al ser. Vive en circunstancia, pero no es, como el animal, un esclavo de su contorno. El uso de la razón da testimonio de su interioridad ilimitada. La intranquilidad de su espíritu tiene su origen en la tensión entre carne y alma, en la fluctuación que supone el equilibrio inestable de un espíritu encarnado.
Cuando nuestra alma se abre hacia el ser y hacia la verdad, en un abismo de amor, se acaba todo egoísmo y sentimos una simpatía originaria hacia todo lo objetivo. Nuestra decisión vital descansa en nuestra razón moral. Y toda decisión implica peligro. Conscientes de nuestra más profunda peligrosidad, caemos en la cuenta, no obstante, de que la vida nos ha dado, como precioso regalo natural, la esperanza. Nos descubrimos, en el más íntimo núcleo de nuestro ser, como desamparados, como carentes, como indigentes, y como plenitud incumplida, pero, a la vez, tenemos la esperanza de llegar a ser la plenitud que no somos. 
Si fuésemos ya plenitud nuestra vida no sería peligrosa. Pero como somos un desamparo que puede llegar, por decisiones existenciales, a la plenitud que apunta, nuestra vida está en constante peligro. 
Se ha dicho, con evidente exageración, que «el hombre no tiene naturaleza, sino historia». Dícese también que la posibilidad es la categoría fundamental de lo humano. Es cierto que la vida del hombre no viene hecha, sino que se va haciendo. Pero no es menos cierto que la vida humana no puede reducirse a mero proyecto, porque los proyectos se hacen sobre la base de ser ya algo quien los formule. Y un proyecto no merecerá nuestra adhesión si no concuerda con nuestro peculiar modo de ser. La posibilidad es posibilidad de un ser actual. La historia es historia de una naturaleza. Lo que no quiere decir, por supuesto, que estas constantes universales de lo humano impidan hablar de la radical singularidad intransferible de cada persona
Para conocer al hombre partimos de una posición realista metódica. Tenemos la certeza de que antes de la verdad sobre el hombre existe el verdadero hombre; antes de la adecuación del juicio y de lo real humano, se da la adecuación vivida del entendimiento mismo con la realidad humana. Y esta adecuación del entendimiento con la realidad humana es lo que le capacita para concebir su esencia. El ser es la condición del conocer. Estoy convencido de que mi único deber es ponerme de acuerdo conmigo mismo y con la realidad humana. En el vacío y en la ausencia de convicciones en que vivimos ha sentido el hombre, por fortuna, horror a ese vacío, y ya retorna con su cansancio y su melancolía letal a regiones donde «súbitamente, con la gracia intacta de una casta virgen, emerge a sotavento el acantilado de la divinidad...».
Soy de los convencidos de que no es en la erudición -cuyo exceso mata la vena creadora- en donde se engendra y se cultiva la filosofía, sino en la meditación y en la soledad que todo ser humano tiene el deber de frecuentar. Un encararse personal y desnudamente con la problemática filosófica, debe darse siempre en todo auténtico filosofar.
No es una gratuita y vana curiosidad la que me lleva a conocer la estructura del hombre, sino un movimiento vital que busca su más íntima contextura. Yo me siento vivir. Mi yo se extiende en la duración, permaneciendo el mismo en mi devenir psíquico. ¿Cómo conciliar en el yo la incesante transformación psíquica con la permanencia en la mismidad? ¿A qué criterio acudir para distinguir el yo del no yo? ¿Cómo explicar que el hombre se sitúe frente a la naturaleza, si su ser estuviese implicado en la evolución material del cosmos? Al decir lo que las cosas son, ¿no escapa el hombre, en cierto modo, al flujo temporal? ¿Qué sentido tiene el descubrimiento de la verdad? ¿Podremos llegar por la interioridad a la trascendencia? ¿Qué es el hombre, en definitiva? Si somos materia, ¿por qué pretendemos evadirnos de las leyes materiales? Si somos personas espirituales, ¿por qué sentimos gravitar sobre nosotros el peso material y la duración temporal? ¿Cómo se unen el espíritu y el organismo para integrar el compuesto humano












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