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EL TIEMPO Y NUESTROS TIEMPOS 2

 la posibilidad de un tiempo real. La percepción del orden entre el ser y no ser de las cosas es la idea del tiempo. Si bien es cierto que sin la experiencia no se conocerían los cambios o modificaciones y, por consiguiente, el entendimiento no percibiría en ellas el orden de ser y no ser, en que consiste la esencia del tiempo, no es menos verídico que la idea del mismo no dimana propiamente de la experiencia -aunque ésta le sirva de excitante-, sino de la intuición primordial del ser y el no ser.

Sumergido en la temporalidad, el hombre se encuentra, al mismo tiempo, superando esta temporalidad. No sólo tenemos los humanos una idea de la eternidad, sino que tenemos también una aspiración de plenitud subsistencial. La idea y la aspiración se completan.
Con bella y certera imagen, los neoplatónicos solían decir: el hombre no está en el tiempo ni en la eternidad, sino en el horizonte en que ambos se juntan.
5. El hombre en el tiempo y para el tiempo
Ante lo temporal, el hombre puede asumir vivir en el tiempo y para el tiempo, 
El hombre que vive para el tiempo tiene una característica invariable: repudia y combate el pasado por sistema, y acepta el presente diciéndose moderno y empeñándose en serlo. No sólo tiene el gusto por el tiempo actual, sino que pretende imponer un nuevo estilo colectivo de vivir y de ser.
Creando un verdadero abismo entre el pasado y el presente, el hombre moderno no sólo piensa en el tiempo, sino que todo lo ve en función del tiempo, del «antes» y del «después». Su mentalidad temporal le lleva a una invariable problemática tripartita del tema sujeto a estudio: 1) los orígenes; 2) el estado actual, y 3) las posibilidades futuras. Colocado en el devenir, en el flujo constante del ser y no ser, el hombre temporal se aferra a un presente que parece monopolizar la vida, instaurando el dogma de la superioridad del «ahora» sobre el «antes».
Con la misma inconsciencia con que se coloca en pleno temporalismo, el hombre moderno se coloca en pleno naturalismo. La naturaleza es única, distinta e indivisible como su propio «yo». Lo que sobrepasa a la naturaleza, lo sobrenatural, repugna a su mente. Y sintiéndose de «paso» por todo, y confundiendo el todo con la transitoriedad, es natural que se atribuya a los medios el valor del fin. Lo importante está en el modo de hacer las cosas, en el método. 
Si se preocupa por la «técnica» es por su creencia de que un buen método llegará seguramente a un buen fin. Interesa más, al hombre que vive para el tiempo, el esfuerzo para llegar a la verdad, que la verdad misma. Esta dislocación de lo absoluto hacia lo relativo le lleva a la afirmación absoluta del «punto de vista»: no existen seres ni valores absolutos, sólo existe la categoría de lo absoluto al servicio de mi relatividad. «El hombre -como solía decir Protágoras- es la medida de todas las cosas, de las que existen, por la manera como son; de las que no existen, por la manera como no son». Esta sola frase ha dado pauta a un cúmulo de interpretaciones que van desde el subjetivismo hasta el relativismo.
Para el hombre representativo de nuestros días, el tiempo no es sólo una condición de vida, sino también un criterio de valor. De ahí su amor exaltado por lo concreto, por lo tangible, que le hace invertir el orden real de la certeza, haciendo del mundo actual el paraíso de la opinión.
El predominio de la vida instintiva sobre la vida racional conduce -ineludiblemente- al gusto por lo sensual, por lo aventurado, por lo terrenal.
El tiempo es duración. Pero una duración sin algo que dure sería una idea absurda. Y esto es, precisamente, lo que olvida el hombre que vive para el tiempo: que en sí mismo el tiempo no es; carece de existencia propia. La temporalidad existe en los seres y no es posible desgajarla de ellos sin anonadarla. En este sentido, vivir para el tiempo es vivir para la nada.
6. El hombre en el tiempo y para la eternidad
Entre el pasado y el presente no existe ningún abismo. Nada de lo que ha sido «antes» se pierde «ahora» por completo. En este sentido, el hombre es -por lo menos en parte- su propia historia. Y así como en el «ahora» pervive el «antes», así también en el antes preexistía el «ahora». «Pero el pasado -como observa agudamente Zubiri- no pervive bajo forma de realidad subyacente. En cuanto realidad, el pasado se pierde inexorablemente. Pero no se reduce a la nada. El pasado se desrealiza. Sólo es futuro aquello que aún no es, pero para cuya realidad están ya actualmente dadas en un presente todas sus posibilidades».
Mientras que la concepción agnóstica de la vida enfoca a ésta sub specie temporalitatis, nuestra metafísica de la existencia no puede renunciar a la visión sub specie aeternitatis. Consiguientemente, la historia no es, para nosotros, la ciencia rectora. Más allá de sus posiciones temporales, las cosas y los seres se conocen por sus razones últimas. De ahí que sea la metafísica la scientia rectrix.
El propio hombre que vive en el tiempo y para el tiempo no niega, ni puede negar, que haya en él una serie de elementos que no varían con relación al hombre antiguo o al hombre del Medioevo. Lo que él niega es que esos elementos deban prevalecer sobre las cualidades temporales, singulares, personalísimas e irreductibles. Si el hombre tiene que estar frente a las cosas y convivir con ellas, es porque es una parte del universo y no un ser desligado del mismo o subordinado a él. Pero el hombre no se explica por sí mismo, ni el universo en sí explica al hombre. De ahí los dos marcos fundamentales de toda vida humana: el origen y el destino en Dios.
Uno de los que con mayor profundidad ha descrito el elemento de unión entre el hombre y Dios como constitutivo del ser humano mismo es Xavier Zubiri. Vamos a transcribir los párrafos centrales del capítulo «En Torno al Problema de Dios» que concretan el elemento existencial de lo absoluto en el ser humano: «El hombre se encuentra enviado a la existencia, o mejor, la existencia le está enviada. El hombre, no sólo tiene que hacer su ser con las cosas, sino que, para ello, se encuentra apoyado a tergo en algo, de donde le viene la vida misma. Estamos obligados a existir porque previamente, estamos religados a lo que nos hace existir. En la religación estamos más que sometidos porque nos hallamos vinculados a algo que previamente nos hace ser. En su virtud, la religación nos hace patente y actual lo que pudiéramos llamar la fundamentalidad de la existencia humana. Fundamento es, primariamente, aquello que es raíz y apoyo a la vez. La existencia humana, pues, no solamente está arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz. La religación -religatum esse, religio, religión, en sentido primario- es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia. Por tanto, la religación o religión no es algo que simplemente se tiene o no se tiene. En la religión no sentimos profundamente una ayuda para obrar, sino un fundamento para ser. Sin compromiso ulterior, es, por lo pronto, lo que todos designamos con el vocablo Dios, aquello a que estamos religados en nuestro ser entero... creo poder atreverme a llamar a Dios, tal como le es patente al hombre en su constitutiva religación ens fundamentale o fundamentante. El atributo primario, quoad nos, de la Divinidad es la fundamentalidad. Cuanto digamos de Dios, incluso su propia negación (en el ateísmo), supone haberlo descubierto antes en nuestra dimensión religada».
La teoría de Zubiri sobre la religación o fundamentalidad de la existencia es, a no dudarlo, una de las más preciadas joyas de la filosofía de nuestro tiempo. Sus afirmaciones, hechas en el orden metafísico, no cabe trasplantarlas, sin confundirlas, al orden noético. En el plano metafísico, es un hecho que el hombre en su realidad está religado a Dios y de Dios depende. Pero en el orden del conocimiento, primero se conocen los efectos que mediante la prueba racional de la causalidad llevan a afirmar la existencia de Dios, y sólo entonces nos sabemos religados a la divinidad. Dicho de otro modo: la realidad de Dios, anterior a la de las creaturas en el orden óntico, como creador que es de ellas, les es posterior en el orden lógico, pues sólo por ellas llegamos a conocerle.
7. El hombre en el tiempo y para la felicidad suprema
Compendiando la naturaleza de todas las creaturas, pero sobrepasándolas por una diferencia radical que no cabe confundir con un proceso evolutivo, el hombre -unión sustancial de alma y cuerpo- da lugar a intersecciones, a discordancias y armonías, a influencias mutuas. Tenemos, anatómica y fisiológicamente, analogías con los animales. Pero tenemos también, ya lo hemos comprobado, un alma inmortal rectora de nuestra vida.
Un mandato insoslayable de perfección traducido por la tendencia irrefrenable al bien comanda al hombre desde que empieza a tener uso de razón. Mientras el animal carece de ideales, el ser humano ensaya y proyecta, promete y se arrepiente, analiza y domina sus estados de ánimo, desea y renuncia, piensa y abstrae.
El hombre es un animal entre otros mil, pero es un animal creador de historia. Su vida se proyecta más allá del área biopsíquica, orienta su actividad hacia la consecución de bienes esencialmente inaccesibles en esta existencia, que realiza parcialmente y cristalizan en forma de cultura
Estamos en el escenario de una aventura trascendental. Nuestra vida entera sobrepasa su inmanencia y se proyecta hacia un más allá que la reclama y le impone acatamiento, orden y consagración, a cambio de una felicidad perdurable. El hombre -expresa magistralmente Joaquín Xirau- «vive constantemente sin vivir en sí», en perenne donación de sí mismo. De ahí «su miseria y su grandeza» y la estrecha y profunda correlación entre una y otra
El pleno acabamiento, la perfección o el bien perfecto es el último fin de un ser. Y si ese ser es racional porque tiene conciencia de lo que es y de lo que tiene, este fin último, si es conseguido, será conseguido conscientemente y con gozo. En su famosa definición, Boecio expresa que la felicidad es el estado de perfección debido a la posesión en junto de todo cuanto nos conviene, reposo consciente del bien que sacia todas nuestras tendencias (Status omnium bonorum aggregatione perfectus).
Todo hombre, como afirmaba Pascal, «quiere ser feliz, no quiere ser sino feliz y no puede dejar de quererlo». Riquezas, honores, ciencia, virtud o cualquier otro bien creado, no proporcionan al hombre la felicidad completa ni pueden ser el último fin. Su limitación, su fugacidad y su frecuente incompatibilidad, les impide ser ese fin último objetivo.
Plenamente felices, sólo lo podemos ser con Dios. Es imposible que la felicidad suprema del hombre se encuentre en ningún bien creado. «La beatitud es, en efecto -afirma Santo Tomás de Aquino-, un bien perfecto, y que apacigua totalmente el deseo, pues no sería ella el fin último si después de ella quedase aún algo que desear. Por otra parte, el objeto de la voluntad, que es la forma humana del apetito, es el bien universal, lo mismo que el objeto del intelecto es la verdad universal, de donde resulta evidentemente que nada puede apaciguar la voluntad del hombre si no es el bien universal. Ahora, este bien no se encuentra en nada de lo creado, sino solamente en Dios, porque toda creatura no posee más que una bondad participada. Por esto Dios solamente puede colmar la voluntad del hombre».














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