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CONCEPTO DE FE: EN KANT Y FICHTE

 Fundamentos de la concepción de Dios en Kant y Fichte. Respecto del primero se afirma que la relación de la fe con el sentimiento y la esperanza constituyen el nudo central del postulado de Dios. Respecto del segundo se afirma que, en razón de la necesaria coherencia del sistema kantiano, Dios se debe identificar absolutamente con la misma ley moral.  

Es sabido que, para Kant, Dios es un postulado de la razón práctica; pero, ¿qué significa que desde la conciencia de la moralidad, fundada en la autopresencia inmediata de un imperativo que manda incondicionadamente. La “experiencia” moral constituye una suerte de factum, la conciencia moral consiste simplemente en la misma experiencia del deber. Sólo que la auténtica moralidad viviría ese deber, no respecto de un fin, sino como autocontenido, esto es, vuelto absolutamente sobre sí mismo. Así, pues, la voluntad sólo se quiere propiamente a sí misma, quiere su propia perfección, la que se alcanza en la medida que es absolutamente inmanente. En este sentido, se puede aplicar, ahora a la voluntad, el carácter inmanente que tenía el acto del Dios de Aristóteles. En ambos casos la perfección consiste en una suerte de intrascendencia radical, mismidad absoluta, no obstante que el deber manda una acción, de modo que esta “intrascendencia” debe ser entendida como autocontención de sí. Por otra parte, esto en Kant significa, también, una paradójica desvinculación de todas las demás facultades del sujeto, no sólo de la sensibilidad, sino también de la dimensión especulativa de la razón.
En el juicio moral, ciertamente intervienen elementos sensibles e inteligibles, pero éstos sólo cumplen la función de establecer el status questionis; el juicio mismo debe realizarlo la razón práctica en completa soledad. En esa soledad, sin embargo, ocurre una escisión en el sujeto que, de alguna manera se corresponde con la escisión entre el sujeto trascendental y el sujeto empírico. “Todo hombre tiene conciencia moral y un juez interno le observa, le amenaza, le mantiene en el respeto (respeto unido al 
miedo), y este poder, que vela en él por las leyes, no es algo que él se forja (arbitrariamente) sino que está incorporado a su ser. Le sigue como una sombra cuando piensa escapar. Él puede ciertamente aturdirse con placeres y diversiones, pero no puede evitar volver en sí o despertar tan pronto como oye su terrible voz. El hombre puede llegar a su extrema depravación hasta no hacerle ningún caso, sin 
embargo, no puede dejar de oírla”. Se trata en los mismos términos de Kant de “un doble de sí mismo”, pero que no es otro que el Yo, más aún, ese es el verdadero Yo, por cuanto, cuando se alcanza la identificación total con ese doble, el sujeto hace lo que verdaderamente quiere y, en esa misma medida, sigue su recta voluntad.
Por otra parte, el cumplimiento de la ley moral significa la asunción de sí mismo desde una radical universalidad, y esta universalidad es lo que manda, precisamente, el imperativo categórico. De modo que el acto por el que el sujeto reconoce cabalmente su condición de tal, se lleva a cabo al precio de renunciar a la individualidad (empírica); y es esta renuncia lo que constituye al acto práctico como 
moralmente bueno. Su peculiar versión existencial es, entonces sólo un “caso” de una norma que manda absolutamente en virtud de su universalidad de la fe.
La capacidad de realizar una acción que se sustrae a todo apetito sensible, a toda determinación, cualquiera sea su naturaleza, exterior a la misma conciencia, abre al sujeto a una dimensión que no puede ser aprehendida bajo las categorías de la analítica ni de la dialéctica trascendentales. Se podría decir, como Aristóteles respecto del nous, que, si hay algo divino en el ser humano, esto es esa conciencia identificada con el mandato; y, al igual que el nous, parece exigir una eternidad en razón de su radical desprendimiento. 
Estrictamente, aquí debería terminar la fundamentación del acto moral, sin embargo, Kant da un paso más allá, y afirma que en la intimidad de esa conciencia comparece lo absoluto bajo la forma de legislador moral. Ciertamente esta es una debilidad connatural al ser humano, cuya sensibilidad persigue su interés propio. De modo que la conciencia moral debe ser representada “como el principio subjetivo de la responsabilidad de los propios actos ante Dios”. Esta representación no significa que se tenga que admitir a Dios como algo necesariamente “real”.
El mandato no es obligatorio porque provenga de la divinidad, sino que su naturaleza obligatoria, que además reclama una adhesión incondicionada, pone de manifiesto o, más bien, reclama, un respeto que debe llegar a la veneración. En realidad, no es tanto el mismo carácter obligatorio, ni tampoco su
incondicionalidad, sino la veneración espontánea que la aprehensión del mandato produce en el sujeto, una vez que éste se ha percatado de su radical profundidad, lo que hace que se lo remita a Dios. De modo que, en definitiva, Dios surge de un sentimiento y es este sentimiento el verdadero principio motor de la voluntad; la dignidad ante sí mismo, el autorespeto, constituyen un sentimiento que torna al ser humano hacia una dimensión trascendente.
Sin embargo, ciertamente el propósito explícito de Kant es fundar una fe en la racionalidad y para ello acuña el concepto de creencia racional, fe de razón. En primer lugar, Kant ha desechado el conocimiento intelectual como vía de acceso a la divinidad; el fundamento de la religión, por lo tanto, es la fe y no el conocimiento de Dios. Esta creencia racional no se fundaría en otros datos que los que están contenidos como tales en la pura razón”, y es una “exigencia de la razón en su uso práctico. De modo que su carácter racional provendría no tanto de su formalidad propia, como de su origen, esta fe surge de una exigencia subjetiva de la razón. Pero, ¿en qué consiste esta exigencia?
Kant afirma que “la virtud y la felicidad se conciben como necesariamente unidas, de suerte que la una no puede ser admitida por la razón pura práctica sin que la otra le siga también”. Así, pues, esta unidad es una concepción de la razón, por cuanto la consistencia del acto moral consigo mismo la exige. La
 razón práctica exige un principio que garantice la posibilidad misma de que se pueda alcanzar el fin último; sin esta garantía, la voluntad de un ser finito carecería de eficacia. “La objetividad adquirida por la idea de Dios consiste en la correspondencia con un objeto en función de la voluntad, en la capacidad de producir la realidad de aquello a que se refiere, es decir, la intención de la voluntad. La fe en Dios es verdadera, pues, en cuanto determina eficazmente a la voluntad y produce un buen comportamiento moral”. Llama la atención la referencia de la verdad a la eficacia, pero en este caso se trata del ámbito práctico y, por decirlo así, la verdad se verifica en la acción moral.
Cada vez que el sujeto humano sigue rectamente el imperativo moral, queda desde sí mismo referido a Dios y, pese a que esa referencia es puramente subjetiva, en la conciencia comparece la divinidad como juez y dador de sentido. Aunque estos dos papeles son esenciales a la divinidad, sin embargo, el segundo es el que propiamente “determina eficazmente a la voluntad”. “Con todo... en la prosecución del soberano bien, postúlase una tal conexión como necesaria [la conexión entre moralidad y felicidad]: debemos buscar de realizar el soberano bien (que, por lo tanto, debe ser posible). Así, postúlase también la existencia de una causa de toda la naturaleza, distinta de la naturaleza, y conteniendo el principio de 
esta conexión, es decir, de la armonía exacta de felicidad y moralidad... El soberano bien no es pues posible en el mundo, sino en cuanto se admite una causa suprema de la naturaleza que tenga una causalidad conforme a la intención moral.” La armonía entre virtud y felicidad constituye el horizonte necesario de la acción moral, pero esa necesidad, que, según Kant, es una exigencia de la razón y, por lo tanto, da lugar a una “fe de razón”, supone que la razón no puede caer en el sin sentido de una acción que pretende algo imposible: el supremo bien. De modo que más que una “fe de razón” se trata de una fe en la razón, en la coherencia última de la razón que encontraría su realización plena en el ámbito práctico.
La armonía entre virtud y felicidad es el objeto de la fe como confianza, si bien el objeto propio de la fe es Dios, sin embargo, esa fe se funda en la esperanza, porque no puede tratarse en ningún caso de una
certeza, esperanza de una justicia final que asigne la debida proporción de felicidad o de bienaventuranza a las virtudes. La fe pertenece propiamente al orden del entendimiento y éste puede llegar sólo a establecer la posibilidad o, incluso, la necesidad subjetiva de un principio trascendente, pero en ningún caso puede, desde sí mismo, establecer tal principio como tal ni tampoco asignarle el carácter de motivante de la voluntad. Lo que mueve efectivamente a la voluntad es una esperanza; se trata de un principio que opera teleológicamente, respecto del cual se carece de certeza, pero que, no obstante, conmueve la afectividad.
Pero la esperanza tiene su raíz en un sentimiento, de modo que, en última instancia, la moralidad, tal como Kant la entiende, queda sostenida en la afectividad. Kant realiza, pues, implícitamente una sustitución de la fe por la esperanza, y del entendimiento por la afectividad en lo que respecta al fundamento del acto moral “La razón no siente, nota su carencia y produce merced al impulso cognoscitivo el sentimiento de la exigencia” Sin embargo, por cierto, Kant teme dejar librada a la afectividad el fundamento de la creencia en Dios, eso sería, en su opinión, abrir “ancho portón a todo delirio, a toda superstición”. Ciertamente la esperanza entraña necesariamente una racionalidad en lo que se espera, pero no es que se tenga esperanza porque se tiene fe, como ocurre en la perspectiva clásica, sino que se tiene fe porque se tiene esperanza; en este caso, la fe es consecuencia de la esperanza.
A este respecto, Fichte, del mismo modo como descarta la cosa en sí por ser una inconsecuencia del sistema kantiano, intentará mantener la fe efectivamente al interior de los límites de la mera razón.
Fichte es de hecho exonerado de la Universidad de Jena a raíz de un artículo titulado Acerca del fundamento de nuestra creencia en una Divina Providencia.
Todas las demostraciones cosmológicas son necesariamente metafísicas, más aún, para Kant el dogmatismo metafísico culmina necesariamente en una prueba cosmológica porque necesita cerrar el orden de la razón especulativa que se confunde con el orden «real» del mundo. Sin embargo, el único punto de convergencia entre «realidad» y orden es el sujeto trascendental, de modo que la prueba cosmológica no consiste más que en una suerte de deificación del sujeto trascendental y desembocaría, por lo tanto, como dirá Fichte más adelante, en una forma de idolatría. La «realidad» surge, propiamente, como una necesidad lógica de la razón misma, ya que sería absurdo pensar en un fenómeno sin que algo aparezca en él. 
Sin embargo, Kant, al sostener que Dios es un postulado necesario de la razón práctica, afirma su realidad en un orden suprasensible, con lo cual pretende haber salvado todas las objeciones propias de una demostración dogmática. De este modo, como veíamos, Dios aparece en el horizonte del deber moral como su fundamento y sustento de sentido, se trata de un Dios providente que restablece la justicia al equilibrar mérito y felicidad. Fichte dará, a este respecto, un paso más al sostener que la misma convicción de nuestra determinación moral se deriva ya de nuestra disposición moral, y ella es fe; por ello “la fe que acabamos de deducir es simultáneamente también toda fe. 
El intento de comprender el mundo como causado u ordenado por una providencia divina significa confundir dos órdenes que son absolutamente diversos, uno corresponde exclusivamente a la ciencia natural, el otro corresponde al orden suprasensible. Ahora bien, la forma propia de actuar de un Dios, que es inteligencia, sobre el mundo real es sólo por intermediación del ser humano en la determinación moral de su actuar. La acción providente de Dios en el mundo, entonces, ocurre sólo en virtud de la acción moral del ser humano.
La fe, desde esta perspectiva, no constituye una mera creencia en algo, lo cual cabe aceptar o rechazar; se trata de una certeza absoluta. Descartes descubre que lo indudable se caracteriza no tanto por una presunta evidencia, como por el carácter autosustentado de una proposición que debe ser, en realidad, una “experiencia”, y, para que sea capaz de cumplir la función de principio, esta proposición no debe ser tautológica, y no puede serlo en la medida que constituya efectivamente una experiencia. La pretensión de Fichte, en este sentido, es, por decirlo así, aplicar el criterio de certeza de Descartes a la fe, con lo cual, libera a la fe de su contenido de incertidumbre. 
El problema estriba en que para Fichte un Dios efectivamente corpóreo, encarnado, sería una contradicción en los términos; por ello lo único que propiamente tendría sentido como revelación son las enseñanzas morales de Cristo.
 En Kant, sin embargo, como vimos, si se trata del principio motivante de la voluntad, ésta no puede ser movida por ninguna forma de conocimiento trascendente, ni siquiera por alguna convicción subjetiva, sólo puede serlo por la misma “representación” de un futuro no demostrable ni intuible: esperanza. Fichte, en cambio, desconfía radicalmente de esta representación de un futuro porque tiene demasiado el aspecto de una forma larvada de eudaimonismo. Hacer depender la fe de una esperanza, por lo tanto, es signo inequívoco de que se pertenece a una determinada “clase de hombres”, Fichte, pues, en lugar de apelar a la esperanza, apela a la propia dignidad humana, propone, de este modo, una fe, por decirlo así, intrascendente, y que termina por glorificar al hombre mismo. 







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