La teodicea es un campo de la filosofía cuyo propósito es demostrar la racionalidad de su esencia y existencia de Dios, así como la explicación similar de su naturaleza y características. Según su etimología, teodicea significa “la justificación de Dios”
Este término fue desarrollado por el filósofo y teólogo Gottfried Leibniz, quien en una de sus obras hizo mención de esta palabra, en este ensayo al cual llamó “ensayo de Teodicea”, pretendía explicar que el mal si existe y que la bondad de Dios es justificable.
La existencia de la maldad es algo más que evidente. Sin embargo, para aquellos que creen en Dios esta realidad puede resultar algo problemática, ya que la existencia de Dios no parece compaginar con la existencia del mal. Es decir, el mal siempre ha provocado sufrimiento y si Dios es absolutamente toda bondad, entonces no debería permitir que el ser humano sufriera por causa del mal.
Ante este cuestionamiento Leibniz afirma lo siguiente: la vía que conduce hacia el mal se encuentra sujeta totalmente a la libertad del hombre. Es decir que si bien es cierto que los hombres fueron creados por dios para que sean libres, también es cierto que de ellos depende la escogencia del buen camino o el mal camino.
Según esta teoría, cuando el hombre no maneja correctamente su libertad, el mal suele atravesarse en su camino. En conclusión, Dios no es responsable de que el mal exista en el mundo.
Para Aristóteles, Dios representa un ser vital y es la primera causa de todo lo existente. San Agustín basa la creación divina en el mundo de los pensamientos, que en este caso fueron creados por Dios.
Teodicea
Parece ser que el nombre de «teodicea» fue empleado por primera vez por Leibniz, en su Essais de théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine du mal. La investigación, destinada a justificar fundamentalmente la existencia del mal y la bondad de Dios, recibió un nombre que, en pura etimología, significa eso: justificación de Dios. Mejor que este nombre es, sin embargo, el de teología natural, ya que recoge, por una parte, el carácter más amplio de la investigación –no sólo en el sentido en que primitivamente lo propuso Leibniz– y por otra, la índole filosófica de la investigación –«natural», en oposición a la teología sobrenatural o teología de la fe– como momento apical de la metafísica. En la práctica, no obstante, sigue empleándose la designación de teodicea, indistintamente, junto a la de teología natural. En cualquier caso, se trata, siempre, de la ciencia de Dios, pero al nivel humano o racional, prescindiendo en absoluto de las verdades reveladas.
Quizá el más remoto estudio de teodicea en España haya que buscarlo en nuestro período patrístico: Isidoro de Sevilla, en sus obras Liber de ordine creaturarum y Libri tres sententiarum,
ambas de influencia agustiniana y neoplatónica, expone su concepción de Dios en un sentido muy similar al que hemos asignado a la «teodicea» en su sentido etimológico. A Dios le conocemos a posteriori desde lo creado. La misma materia, aunque precedió a las cosas creadas –como materia informe–, fue también creada ex nihilo. En Dios no hay tiempo. El tiempo comienza con el mundo. Y Dios todo lo hizo bueno. El mal no tiene su origen en Dios, ni tampoco proviene de otro principio. El mal sólo está en la apreciación que hacemos de las cosas y en la voluntad del hombre, que vicia lo en sí bueno.
De San Isidoro hemos de saltar a la escolástica árabe para encontrar de nuevo una especulación filosófica sobre Dios de una cierta envergadura, ya en plena Edad Media. El primer filósofo árabe de importancia es Ibn Masarra, místico sufí y filósofo. Ibn Hazm, de Córdoba, trata también de conciliar la ciencia divina y la libertad humana. Ibn Al-Asif, de Almería, afirma que Dios es la trascendencia absoluta, más allá de toda proporción y de toda analogía con lo creado.
Más importancia tiene la obra de Ibn Tufail, de Guadix. Es autor de una novela filosófica –Hayy ibn Yaqzam– (El filósofo autodidacto), en la que sostiene la idea central de la filosofía árabe española: el poder de la luz natural de la razón para llegar a Dios. El protagonista de su obra es un Robinsón árabe que, desde un adanismo inicial, llega a descubrir por sí solo las verdades principales sobre Dios, el alma, &c.
El cordobés Averroes representa una postura ligeramente agnóstica. La pretendida heterodoxia de Averroes no es tan grande como se le ha atribuido: no debe confundirse nunca a Averroes con las
interpretaciones posteriores del llamado «averroísmo latino». No obstante, la concepción metafísica del «Comentador» no era propicia para edificar una teodicea: el ser, por ser existente, es necesario. No hay, pues, contingencia ni, radicalmente, posibilidad de acceso racional a Dios. La creación es algo que creemos, pero que filosóficamente no se puede demostrar. En el plano filosófico, Dios es el primer motor, la parte más excelsa de la realidad cósmica. De este modo, Averroes, pese a que su distinción –muy parecida a la que después haría Santo Tomás– entre los planos de la fe y la razón, que son dos cosas diferentes, pero no se oponen, por converger en la verdad, da pie a la famosa doctrina de las dos verdades –conocida y creída– y con ella al averroísmo latino de Siger de Brabante.
La máxima figura es, sin duda, la de Moisés Maimónides, de Córdoba. Maimónides posee mentalmente la filosofía judía y árabe en su desarrollo. El problema central –las relaciones de fe y razón– lo resuelve defendiendo no sólo su armonía, sino su coincidencia y aun identidad. Su obra Guía de indecisos –se refiere precisamente a los desconcertados por la aparente oposición– tiene un marcado carácter racionalista. Para Maimónides, en el problema del influjo divino y la libertad humana, afirma resueltamente esta última: el hombre es libre, puesto que, pese a que el gobierno de Dios se extiende a todo lo creado, en los actos humanos sólo interviene mediante un influjo interior de amor y temor, que deja intacta la libertad.
En esta primera época también debemos registrar a tres figuras independientes de especial relieve: Ramón Lull, el «doctor iluminado». Aunque su especulación filosófica no fuera encaminada directamente a la teodicea, su afán apologético y el propósito de demostrar verdades reveladas de modo riguroso, en concordancia con la correspondencia lógico-ontológica que está a la base de su Ars Magna, merecen tenerse en cuenta. Junto a él, Ramón Sibiuda (o Sabunde), de claras influencias agustinianas. Sabunde afirma que Dios es real, pues el ser perfectísimo no puede ser solamente pensado.
De los primeros humanistas –que, por su natural giro antropológico, no se preocupan directamente de cuestiones de teología filosófica– podemos destacar a Luis Vives, quien es partidario de un cierto innatismo en la idea de Dios. Decididamente providencialista, la prueba que encuentra más convincente es la del orden y sabiduría que resplandecen en el mundo; Por su parte, el neoplatónico Juan de Valdés profesa un ontologismo místico, que expone en sus Ciento diez consideraciones. El saber de Dios consiste en una directa iluminación divina, no en un proceso racional. A la vez hay en él un cierto ocasionalismo: no obra directamente el alma, sino sólo como instrumento divino.
La escolástica renaciente va a significar también el momento de máximo apogeo en la teodicea o teología racional. Hasta este momento, aunque mezcladas, las cuestiones sobre Dios habían sido predominantemente existenciales.
Dios no es causa de todos los actos del hombre, sino sólo de los actos buenos. También Benito Pererio da una solución parecida a la de Molina: el hombre depende de Dios en todas sus acciones, pero Dios no mueve al hombre suprimiendo, sino precisamente sosteniendo su libertad.
Suárez, quizá nuestro primer metafísico, si bien no tomó posiciones específicas, sirvió para sistematizar las cuestiones en torno a la existencia y esencia de Dios. En la segunda parte de sus Disputationes Metaphysicae, al dividir al ser en infinito y finito, hace una teoría del ser infinito o teología natural, de enorme valor metafísico.
Tampoco en la primera mitad del siglo XIX encontramos figuras destacadas en este campo. Balmes, si acaso, pero más como apologista que como metafísico-teólogo. Igual podríamos decir de Donoso Cortés. Con la restauración escolástica asistimos también a un renacer de los estudios de teodicea, aunque sin gran ímpetu creador: podríamos citar los nombres del cardenal Zeferino González, del padre Urráburu, de Amor Ruibal...
Comentarios
Publicar un comentario