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DON QUIJOTE

 Y LA SANA LOCURA DE CREER EN LOS LIBROS

Carlos Javier González Serrano

«El destino de don Quijote es creer(se) en los libros, hacerse vida en los libros y hacerlos realidad en la única realidad posible: la propia existencia. Fue esta decisión la que hizo que se enfrentara, sin miedo, a la autoridad, e incluso desafiar a las leyes, en pos de su concepción de la libertad y la justicia. Una concepción arraigada en los libros: su único credo», escribe González Serrano.
En 1605 se publicó la primera parte de una de las obras más universales de la historia de la literatura: Don Quijote de La Mancha, firmado por Miguel de Cervantes. Una historia en la que la libertad, el honor y la virtud, la independencia, el ahínco por creer en los propios ideales y, sobre todo, el amor por los libros marcó un punto culminante en la narrativa y el pensamiento para todo lo que habría de llegar después.
Don Quijote de La Mancha, publicado por vez primera en 1605 (la segunda parte apareció diez años más tarde), ha pasado a la historia como la primera novela moderna y ha sido y es uno de los libros más influyentes de la literatura. Más allá de las peripecias que acontecen a sus dos principales protagonistas, el avezado y convencido don Quijote y su fiel y realista escudero Sancho Panza, desde el primer momento del relato se hace presente una inquebrantable fe en los libros, ese instrumento atemporal que acompaña a la humanidad desde tiempos remotos y que, sin duda, es una de las armas más eficaces contra el totalitarismo y el pensamiento único.
Realidad o irrealidad
Antes que nada, la novela de Cervantes es una metáfora, una imagen: la de alguien que, aparentemente enloquecido por su lectura devoradora de libros de caballerías, forja una imagen de sí (caballero andante) que nada tiene que ver con la realidad. Alonso Quijano es un cincuentón que decide embutirse en una vieja armadura para deshacer entuertos y correr todo tipo de aventuras a lo largo y ancho del mundo.
Sin duda, el ideal que anima a don Quijote es imposible de alcanzar, y así lo confirma toda la novela; pero es su entrañable testarudez y su manera de afrontar sus ideales, forjados por los libros, lo que, a pesar de que el universo parezca desmentirlos una y otra vez, infunde un heroísmo sin igual a nuestro personaje. No en pocas ocasiones asegura: «Yo sé quién soy».
Desde el primer momento del relato se hace presente una inquebrantable fe en los libros, ese instrumento atemporal que acompaña a la humanidad desde tiempos remotos, una de las armas más eficaces contra el totalitarismo y el pensamiento único
El poder de los libros
Cuando tiene lugar su primera salida, en la que es nombrado caballero en una humilde posada donde él imagina ver un maravilloso castillo repleto de distinguidas doncellas y apuestos hidalgos, y aunque finalmente el fracaso le haga volver a casa apaleado, lo primero que hace tras despertar y encontrarse algo recuperado es buscar la sala donde se hallaban sus libros, esos compañeros insustituibles que hicieron de él quien él creía ser.
No es un recurso estilístico de Cervantes, sino toda una loa al poder que los libros pueden ejercer en nuestro ánimo, en nuestras ideas y concepciones del mundo. Tan es así que, después de haber quemado la mayor parte de ellos, su ama, su sobrina y amigos han de recurrir a una nueva historia para hacer comprender a don Quijote que sus libros han sido víctima del embrujo de un malévolo hechizador: don Quijote sólo atiende a una realidad en la que la imaginación cumple un papel rector. No le sirve el escenario cotidiano, no repara en los hechos, sino en su capacidad para seguir ideando y recreándose en quien quiere ser.
Y decimos «quien quiere ser»: hay toda una voluntad firme y decidida en nuestro protagonista por llegar a ser quien es que es infundida por su veneración por los libros, por las historias que ha leído y que ni puede ni desea olvidar. En contra de este parecer se manifiesta el ama de don Quijote: «Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda La Mancha». Lo mismo con su sobrina: «Yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que los remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen herejes».
«El libro de por sí es un ser viviente dotado de alma, de vibración, de peso, número, sonido. El libro existe de por sí, lleva su ser propio, tiene su hueco, tiene su ausencia, tiene su amor». María Zambrano
Llama la atención esta sintonía del ama y la sobrina con el signo de nuestros tiempos, cuando en ocasiones los libros son considerados algo peligroso, casi endemoniado, que hay que condenar y destruir sin remisión. Hay quien dice que fue esta la imagen que motivó a Ray Bradbury para escribir su clásica novela Fahrenheit 451 (1953), en la que, como es sabido, los bomberos tienen por cometido ir en busca de libros y quemarlos sistemáticamente. El ama no se cansa en su empeño: «¡Malditos, digo, sean otra vez y otro ciento estos libros de caballerías!». No contentos con hacerlos arder, los conspiradores (que creen actuar por el bien de don Quijote), llevan a cabo una suerte de exorcización —agua bendita e hisopo en mano— de la sala donde se encontraban los ejemplares: «Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo». Aquellos que se proponen quemar los libros albergan un irracional miedo: el de ser señalados y castigados por poderes supra humanos a causa de la fechoría que están perpetrando.
Razón y pasión
Y es que, también ellos lo sospechan, sólo el sentimiento es creador. Como ya sostuvo el poeta italiano Giacomo Leopardi, la razón es la gran asesina de las pasiones, de la ilusión. Ese insorteable sentimiento (convertido en permanente e insoslayable acción) es en don Quijote inspirado e imbuido por los libros, que alimentan su secular y muy insípida vida de hidalgo manchego. Porque, escribe Cervantes, «a nuestro aventurero todo cuando pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo había leído». En don Quijote, como algunos han defendido, no hay escisión ni mucho menos contraposición entre realidad y fantasía: su única realidad es su fantasía, la que han impulsado sus inseparables libros, la que ha constituido su imaginación.
En don Quijote no hay escisión ni mucho menos contraposición entre realidad y fantasía: su única realidad es su fantasía, la que han impulsado sus inseparables libros, la que ha constituido su imaginación
En un escrito poco conocido de María Zambrano, El libro: ser viviente, escribía la filósofa de Vélez-Málaga que «el libro de por sí es un ser viviente dotado de alma, de vibración, de peso, número, sonido. (…) El libro existe de por sí, lleva su ser propio, tiene su hueco, tiene su ausencia, tiene su amor. (…) Y puede suceder lo más increíble: que solamente por tener un libro cerca, tocándolo, se comience ya a saber lo que contiene». Es esta sensación, exactamente, la que hace mella en don Quijote, que no sólo por leer aquellos libros de caballerías, sino por sentirlos hasta lo más hondo, adquiere la fuerza para salir al campo de la Mancha y convertirse en lo que cree ser. Los libros convierten su vocación en una realidad, que no es ya fantasía, sino el único terreno en el que puede y quiere existir.
La gran aportación de Miguel de Cervantes es haber creado el quijotismo del libro: el amor por él. Don Quijote se ha llenado el alma de lo más excelso, de lo más excelente que ha extraído de sus ensueños caballerescos, y a partir de ese momento le resulta imposible vivir sin esas aspiraciones librescas, que presume insustituibles. Es don Quijote quien encarna, como nadie, la épica del libro, el arrojo que nos aporta situarnos frente a las páginas de un volumen y creerlo hasta incluso confundirlo con el rastro de nuestra propia biografía: somos un conglomerado de historias y nuestra existencia se da en la narración. Somos la épica que creamos de nosotros mismos. Y es esa épica la que nos hace únicos, frente al pensar único y homogéneo.
Voluntad de ser lo que es
No estamos de acuerdo cuando José Ortega y Gasset afirma taxativamente que «don Quijote, no contento con afirmar su voluntad de aventura, se obstina en creerse aventurero», y que por eso la obra de Cervantes está tan cerca de la comedia (Ortega lo llamó «realismo poético»). No. En don Quijote no hay voluntad de creer, sino voluntad de ser lo que él es; es más, lo que hace de él quien en verdad es. Nuestro don Quijote no diseña una realidad paralela a partir de la lectura, sino que sólo tiene una realidad, y es en ella en la que y desde la que fluye todo su aventurar por el mundo. Escuchamos aquí como un eco las palabras del alemán Fichte, que tanto se acercan al espíritu quijotesco: «Yo soy en todo mi propia creación. No quiero ser obra de la naturaleza, sino mi propia obra, y lo he llegado a ser con sólo quererlo» (Die Bestimmung des Menschen). Ya explicó Miguel de Unamuno refiriéndose a nuestro protagonista: «Cosa tan grande como terrible la de tener una misión de que sólo es sabedor el que la tiene y no puede a los demás hacerles creer en ella». Tanto fue así que lo creyeron loco.
Como asegura don Quijote en el capítulo IV de la novela cervantina, «cada uno es hijo de sus obras». Y la más grande obra de don Quijote fue, precisamente, la de saber quién era, la de afirmar su propio ser con independencia del afuera, del otro, del juicio ajeno: «Sabed que yo soy el valeroso don Quijote de La Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones». Y de nuevo resuena aquel «yo sé quién soy». Pues, «amigo Sancho Panza, la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear»; porque, en efecto, el destino de don Quijote es creer(se) en los libros, hacerse vida en los libros y hacerlos realidad en la única realidad posible: la propia existencia. Fue esta decisión la que hizo que se enfrentara, sin miedo, a la autoridad, e incluso desafiar a las leyes, en pos de su concepción de la libertad y la justicia. Una concepción arraigada en los libros: su único credo.









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