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LO BUENO Y LO JUSTO

 

El vocablo latino iustus derivó en justo, un adjetivo que se emplea para nombrar a aquello que resulta conforme a la justicia. Lo justo, por lo tanto, es ecuánime, equitativo, imparcial o razonable. Entre las diversas maneras de definir lo bueno, lo justo, se encuentran las posturas finalistas que nos dicen que lo bueno es aquello que favorece la finalidad del hombre, su felicidad, sea como ejercicio de algunas cualidades, o, al modo utilitarista, como aquello que produce los mejores resultados. Las éticas deontológicas, por su parte, entienden que, ante todo, hay que definir las normas justas; de modo que cada cual pueda perseguir su ideal de vida buena, dentro del marco de la Justicia, prescindiendo, moralmente, de las consecuencias de su acción. Es decir, unas posturas persiguen lograr, ante todo, lo bueno para el hombre, mientras otras se dirigen a lo justo.

La relación entre lo bueno y lo justo es, hoy día, un gran dilema porque, además, de no estar claro actualmente cuál sea la finalidad humana, la secularización moderna ha privado a la religión de su papel tradicional y en consecuencia se han eliminado muchos de los modelos de contraste que hubo en otro tiempo; Todo lo cual explica el florecimiento de códigos y normas, incluso en las relaciones privadas, así como la primacía de lo justo sobre lo bueno, en cualquier caso.
En este empeño por delimitar lo moralmente obligatorio, no debemos olvidar que hay acciones buenas en sí mismas y que el ideal de vida buena es escogido por cada persona o grupo de individuos 
de acuerdo con criterios propios o de mera utilidad; mientras que lo justo y lo correcto es exigible
porque es moralmente objetivo y obliga, sea cual sea la idea de lo bueno que defienda una persona o colectivo. La prioridad de lo justo sobre lo bueno, que ha venido defendiendo el pensamiento liberal de John Rawls, tiene su fundamento en la distinción entre hombre y ciudadano, de manera que, si el primero tiende a la felicidad, el fin del ciudadano es la justicia y en el ámbito de la ética pública la
justicia debe tener prevalencia sobre la idea particular de lo bueno, que debe ser perfilada.
¿QUÉ ES LO BUENO?
Desde los antiguos filósofos griegos hasta los más contemporáneos han tratado de contestar a uno de los cuestionamientos más recurrentes: ¿qué es el bien? Y aunque parezca que queda claro cada concepto, la verdad es que hay tantas definiciones que en ocasiones pareciera imposible dar con los conceptos correctos. 
Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: ¿Qué es lo bueno? ¿qué es el bien? Porque todo hombre guarda en lo más hondo de su ser el deseo invencible de ser bueno y de hacer 
lo bueno. Es una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito, que todo lo hace bien y para el bien; que no sólo ha puesto el bien en todas sus obras, sino la aptitud para hacer el bien y así incrementarlo.
Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el bien. Sabemos que "lo bueno es el bien" y que "lo malo es el mal". Sin embargo, en la práctica no pocas veces se nos plantea un problema: ¿es esto bueno? ¿es bueno que yo haga tal cosa? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere un estudio largo y arduo. Pero siendo tan importante acertar en lo que se juega nuestra propia bondad, nuestro bien, comprendemos que el estudio haya de ser riguroso, científico, de modo que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables.
Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos, costumbre o modo habitual de obrar), que investiga precisamente lo que es bueno hacer, de modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección humana posible y por tanto la satisfacción de nuestros más hondos deseos, es decir, la felicidad.
Cuando se dice que algo "es ético" o que "no es ético", se está diciendo que es o no es bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser "ética", no siempre estamos de acuerdo en "lo que es ético". Lo que parece "ético" a unos, puede resultar una monstruosidad a otros. Así, por ejemplo, algunos llaman "ético" al aborto provocado en caso de embarazo por violación; lo cual a muchos nos parece uno de los peores crímenes -incluso quizá peor que el terrorismo-, y negación del más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.
Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es "ético"; sobre qué es en realidad "lo bueno". Se trata de una cuestión de vida o muerte, y es preciso encararla con toda seriedad y rigor.
¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre "lo que es bueno", al menos en lo fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sin fundamento racional? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? La respuesta del sentido común ha sido siempre afirmativa. Pero conviene que comprendamos por qué; y por qué algunos no lo ven así.
Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles decía que "el bien es lo que todos desean". Pero, ¿por qué todos deseamos el bien? Porque vemos en él algo que nos beneficia, que "nos hace bien", que nos perfecciona, nos mejora, satisface nuestras necesidades, nos hace más felices. Cabe decir que el bien es una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva (no son vanas estas consideraciones de Pero Grullo).
LA RELATIVIDAD DEL BIEN
Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a otros. El abono animal alimenta las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las vacas, no para nosotros. Es claro pues que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso de sujetos determinados.
Esa "relatividad" del bien ha inducido a muchos a pensar que el bien no es algo "objetivo", es decir, que no está ahí, independiente de mi pensamiento, sino que cada uno puede tomar por bueno "lo 
que le parezca"; cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno -se ha dicho- sería "creador de valores", porque el valor o bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.
Es un grave error en el que hoy incurren no pocos, pero no es nuevo; es tan viejo como el hombre. Adán y Eva ya quisieron no reconocer el bien donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-, sino donde a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala voluntad.
LA OBJETIVIDAD DEL BIEN
En rigor, aunque el bien sea "relativo" (algo es bueno siempre "para alguien"), no hay nada menos subjetivo u opinable. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo que inventamos o creamos: no es una bondad "opinable": está ahí, con independencia de nuestra estimación.
De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la fraternidad: valores objetivos que no tendría sentido negar. De modo que si yo los negase porque en algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos. 
Es también importante advertir -frente a lo pensado y muy difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá porque esté enfermo-la bondad de la manzana no es un producto de mi subjetividad: es la manzana misma que tiene de 
por sí la aptitud para causar un buen sabor y una buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor podría encontrar yo en el acíbar o en la basura.
Es indudable que hay bienes, valores objetivos. Pero cabe preguntarse si todos los bienes lo son. Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse con razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).
con razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).
La "relatividad" del bien no quiere decir, pues, que el bien sea bueno porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente, está en la cosa y después puede estar en mi capricho, opinión o estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para otro; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Esto no depende de mi parecer. ¿De qué depende entonces? Depende, justamente, de lo que yo soy, depende de mí ser, lo cual, ahora, no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá cosas buenas o malas para mí. El bien depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y del modo de ser. Y hay algo que el hombre nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al contrario, son perfecciones (o defectos) de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos los hombres, y que hace posible que hablemos con sentido del "género humano" o de la ""especie humana", y también de un bien objetivo común a toda la humanidad.
De manera que hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente, bienes relativos a la naturaleza humana común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales y permanentes que afectan a todos los hombres, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección --el sujeto-- de esa naturaleza determinada.
A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es bueno para el bruto o para el ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? "Qué soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, ¿cuál es?".
LA JUSTICIA O LO JUSTO
El calificativo de justo puede aplicarse a una persona cuando se considera que ésta actúa de una manera equilibrada, otorgando a otros lo que corresponde según el caso:
“Lo paradójico es que aun cuando lo imparcial pueda ser impopular, está protegiendo un valor que todos deseamos: lo justo, la justicia”.
Es común que situaciones o decisiones que nos afectan en el día a día, se consideren justas por unas personas e injustas por otras. Solemos cuestionar la justicia de una ley, una decisión judicial o un acto del presidente. También si es justo que a unos les cobren más impuestos que a otros, que algunos niños vayan a escuelas privadas y otros a las públicas, etc. En fin, todo el tiempo cuestionamos si algo, lo que sea, es justo o no. Un común denominador en estos casos es que nunca estamos todos de acuerdo. Parecería, entonces, que la justicia es un concepto relativo pues dependería de la perspectiva con la que se le mire o de qué lado de la discusión nos encontremos.
Sin embargo, sí hay algo en lo que todos estamos de acuerdo: lo justo es algo que anhelamos. Es decir, lo justo –la justicia– es un fin en sí mismo. Nadie desea la injusticia, ni siquiera cuando 
buscamos revancha contra alguien, ya que en ese caso consideramos justo que una persona sea castigada o sufra nuestros peores deseos. Todos decimos querer justicia.
Un segundo aspecto de la justicia que no es relativo y en el que todos coincidimos es que la justicia debe ser imparcial. John Rawls, considerado por muchos el filósofo político más importante del siglo XX, sostiene en su libro “A Theory of Justice” que un elemento fundamental de la justicia es la imparcialidad, y propone el concepto de justicia como equidad, como eje de toda discusión filosófica acerca de qué es un sistema político justo o injusto.
Rawls dice que lo imparcial es constante y consistente, es decir, no cambia de parecer de un momento a otro ni se afecta por condiciones como la raza, el género, la edad, etc. Su resultado no cambia si las variables son las mismas. De esto derivan ciertas reglas básicas de convivencia social como, por ejemplo, que las leyes están para cumplirse y se aplican a todos por igual, que nadie tiene derecho a dañar a nadie, que todos tenemos derecho a un juez imparcial, entre otras.
A veces es difícil ver qué es lo justo porque no somos imparciales, a causa de las emociones y los prejuicios. Cuando creemos que alguien es culpable, nos olvidamos que todos –hasta el más miserable delincuente– tienen derecho a un debido proceso. Ser imparcial es muy difícil pues implica aplicar las reglas cuando la mayoría está de acuerdo, pero también cuando está en desacuerdo. Requiere abstraerse de los factores condicionantes y además ser constante y consistente.
Lo paradójico es que aun cuando lo imparcial pueda ser impopular, está protegiendo un valor que todos deseamos: lo justo, la justicia. Y es que, como dice Rubén Blades, “la vida te da sorpresas”. 
Si algo de bueno tienen los acontecimientos políticos y judiciales de estos últimos años es que hemos visto a los actores principales estar precisamente en los dos lados: primero como acusadores y después como acusados, en el poder primero y luego en la oposición, en el lado popular y luego en el impopular.
Aquellos que no tienen el don de la imparcialidad han medido con varas distintas las diferentes situaciones: reclamando un juzgamiento acelerado en un caso, invocando la presunción de inocencia y el debido proceso en otro; o invocando la voluntad de la mayoría cuando les conviene, pero criticando luego la tiranía de la misma cuando están del lado débil.
Alan Dershowitz, el brillante abogado defensor y controvertido profesor de la Escuela de Leyes de Harvard, sostiene que, para protegernos a todos, el sistema de justicia debe ser imparcial y equitativo “hasta con el diablo”. Cuando discriminamos a uno estamos, a la larga, discriminando a todos. Por eso, Rawls nos dice que los componentes de la “justicia básica” son la imparcialidad y el debido proceso










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