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LA LITERATURA COMO ENFERMEDAD

 Vila-Matas  

Se trata, ante todo, de la trilogía que, definitivamente, impuso su nombre en la primera línea de la literatura española y que su entonces editor, Gonzalo Herralde, denominó, no sin cierta pomposidad, como La Catedral Metaliteraria. Se trata de Bartleby y compañía (2000), El mal de Montano (2002) y su excepcional culminación, Doctor Pasavento (2005). 
Su lectura parece conducirnos al interior de un bucle, a una cinta de Moebius que nos atrapa en un laberinto sin aparente salida que gira en torno a la indisoluble interfaz que para él hay entre vida y literatura, entre realidad y ficción. Tres libros en los cuales se traza una compleja red entre el autor, el lector y un buen número de escritores (de mundos literarios) que acaba conformando un universo realmente peligroso, porque posee tantas puertas y tantas habitaciones que se corre el riesgo de querer permanecer para siempre en cualquiera de ellas.
Vila-Matas, desde luego, dista mucho de parecerse a un narrador convencional, y de ahí su larga trayectoria como autor para «minorías».
Vila-Matas, desde luego, dista mucho de parecerse a un narrador convencional, y de ahí su larga trayectoria como autor para «minorías». El modelo estructural en torno al que se organizan sus novelas es el de la ahora tan de moda autoficción, en un grado tan profundo que bien podrían parecer ensayos vagamente ficcionalizados. En la trilogía, la acción (o la inacción) viene filtrada por el punto de vista en primera persona de un escritor al que es fácil considerar un alter ego del propio novelista, no en vano una lectura atenta de los ensayos de Vila-Matas anticipa episodios de 
muchas de ellas, al utilizar elementos de la vida «real» (por ejemplo, una conferencia o un encuentro con escritores o el descubrimiento de un mundo literario) que, debidamente reformulados, acaban pasando a formar parte de sus libros.
Vila-Matas hace un tipo de literatura, que bien podría llamarse novela-ensayo, y que en el siglo XX 
tuvo a su más excelso cultivador el argentino Jorge Luis Borges. No en vano, cada uno de los títulos de la trilogía bien podría incluir, al final del libro, un índice onomástico para el numeroso conjunto de escritores y artistas citados, y con ello parecería que estamos ante eso que se llama obra de no ficción. El mismo Vila-Matas nos ha dado más de una vez la clave de su concepto de la literatura: así, por ejemplo, en uno de sus ensayos, señala que «puesto que la vida es un tejido continuo, una novela puede ser construida como un tapiz que se dispara en muchas direcciones: material ficcional, documental, autobiográfico, ensayístico, histórico, epistolar, libresco…». (El subrayado es mío, pero constituye el título del escrito en que figura.)
El gran atractivo de su obra nace, precisamente, de esa densa intertextualidad que bulle en sus páginas y que revela una continua reflexión sobre el hecho literario, muy propia del modelo de escritor en el que debemos situar a Vila-Matas: el autor que no puede eludir la relación con la literatura que lo ha conducido a donde está la suya propia. Es más, si hay algo que deja bien claro su trilogía, es que estamos ante un escritor infectado por la literatura, hasta el punto de convertir esto en su premisa central: la consideración de la literatura como enfermedad. Y una enfermedad incurable, para bien y para mal, porque no solo invade y condiciona la vida de quien la sufre, sino que, en el caso de un escritor, obliga a plantearse continuamente el propio concepto de escribir. Por tanto, la cuestión es cómo tratar con su incurabilidad.
Posiblemente, no haya nada más revelador que su propia evolución personal desde su debut en los años 70. Sus primeras novelas (unidas después por el mismo autor, gracias a su breve extensión, en un único volumen titulado En un lugar solitario, como la película de Nicholas Ray) ofrecen inicialmente un prurito vanguardista en consonancia con ese momento en que las letras españolas comienzan a reaccionar ante el incombustible realismo hispano que ha reinado durante décadas —del que Vila-Matas ha abominado tantas veces—, para derivar (en la última novela de este periodo, Impostura) hacia un planteamiento de estilo en apariencia más clásico. Y acto seguido llegaría la obra que él mismo considera como la primera de las suyas en haber resultado plenamente creíble para sus lectores, Historia abreviada de la literatura portátil (1985), que no en vano está impregnada, en casi cada página, del júbilo propio del escritor que advierte haber encontrado por fin su voz.
Ahora bien, se entiende que, por encima de todo, lo que se precisa es la capacidad de convertir la propia vida en arte: un concepto que el escritor toma de esa fascinante corriente que preludia (o se convierte en) el Surrealismo y que es Dadá.
La primera impresión es que sobre el autor parece haber descendido todo el peso de la literatura en el sentido al que me refería líneas arriba. Vila-Matas tiene 52 años cuando escribe Bartleby y compañía. Aun cuando tiene el privilegio de poder dedicarse a la escritura profesional, y pese a que ya cuenta con un nombre medianamente asentado en el medio, desde luego no es un autor conocido entre el público, fuera de un selecto conjunto de irreductibles. Lo que va a hacer ahora es tomar ese mal de la literatura y explorarlo en diversas direcciones, tensando la cuerda al máximo, de tal modo que la enorme creatividad que estalla en esos breves años a la vez constituye tanto una terapia como una compulsión, una reflexión sobre el hecho literario que, desde la densa perspectiva del pasado a veces tan agobiante, garantice la persistencia de un presente en el que tenga sentido, todavía, la escritura. Enfrentado a este problema, Vila-Matas encuentra ante sí tres sendas, a las que dedicará cada una de las tres novelas que va a escribir casi de corrido (pues entre medias se coló otro 
de sus grandes libros, si bien figura en otra onda: París no se acaba nunca, de 2003). 
En esta tortuosa empresa, Vila-Matas cuenta con la influencia «protectora» de los que bien pueden ser sus dos ángeles guardianes, sus dos mayores modelos desde tiempo atrás. 
Por un lado, el ya mencionado Marcel Duchamp, artista cuya desarmante complejidad (bien que revestida, a su vez, de una diáfana transparencia) diríase que reúne sobre su persona, en distintas formas, las tres opciones registradas en cada novela. como él mismo dejó bien sentado con sus famosos ready-mades, comenzando por el urinario «deconstruido» que presentó como Fuente en la exposición del Armory Show de 1917. El otro es el escritor suizo Robert Walser, clásico ejemplo de autor para minorías, que tal vez no ha tenido mayor entusiasta en nuestro país que el mismo escritor catalán, que siempre ha destacado de él su repugnancia por el éxito (y no porque se resignara a no tenerlo: debe de haber sido uno de los pocos escritores que nunca intentó dar siquiera un paso en su dirección). Walser pasó los últimos veintiocho años de su vida internado en el manicomio (la mayor parte de ellos en el de Herisau), dedicándose a escribir casi indescifrables escritos en papeles minúsculos y a pasear día tras día: encontraría la muerte, una nevada mañana de invierno, en uno de sus recorridos.
Más que ningún otro, Bartleby y compañía (2000) es el libro-ensayo por excelencia de su novelística porque, en rigor, no hay en él incidencias «activas» sino reflexiones y juicios en torno a diversos autores. 
Como la Historia de la literatura portátil, solo que virando en este caso más al ensayo que a la fabulación, Bartleby y compañía supone una deliciosa lectura que seduce, en primer lugar, por la fluidez (por la libertad) con la que Vila-Matas rompe las estructuras tanto del ensayo como de la ficción, de tal modo que diríase que su pluma toma el rumbo que le place en cada una de las «notas», oscilando desde su personaje-pretexto, el jorobado ágrafo, a la reflexión literaria, de la anécdota más o menos biográfica a la crítica o a la reseña. Y todo esto sin perder nunca de vista, como él mismo explicaría en otra parte, que lo que persigue ante todo con este libro es responder a dos preguntas fundamentales de la literatura moderna: ¿quién soy yo para escribir? ¿Y quiénes son los otros para leerme?
La siguiente novela, El mal de Montano (2002) parte precisamente de la anterior para dar un giro de timón. De esos autores que en algún momento renuncian a escribir, pasamos a la interrogación, ahora literal, el concepto de la literatura como enfermedad. 
Ahora bien, encuentro que El mal de Montano acaba dando excesivas vueltas sobre sí misma, encallándose en la arena (¿literaria?), Eso sí, el final de la novela es magnífico, pues deja abandonado a su personaje literalmente en medio de la nada, una nada simbólica que representa su desorientación, su inclinación hacia el nihilismo, hacia la desaparición. 
Doctor Pasavento (2005) parece proponer, de entrada, el mismo planteamiento que El mal de Montano: un escritor, aquejado asimismo de la enfermedad de la literatura, en viaje hacia Sevilla, donde tiene que pronunciar una conferencia, comienza a especular con distintas variaciones entre su circunstancia real y su debilidad por modularla y convertirla en ficción. 
El referente moral que utiliza Pasavento es la figura ya comentada de Robert Walser, del que ejecuta un apasionado panegírico, siguiendo sus pasos incluso hasta el sanatorio de Herisau donde este pasó la mayor parte de sus años de internamiento El rotundo triunfo de Doctor Pasavento, lo que la convierte en la obra maestra de Vila-Matas, es que el libro no solo interesa en ese componente de novela-ensayo (tan magistral como los anteriores, o incluso más), sino que en que el personaje central alcanza una densidad humana propia como antes nunca había conseguido el escritor catalán. Enlazando con ideas previas, bien puede hablarse de un hondo conflicto existencial que estalla en el interior de un hombre que se ve asaltado, a la vez, por la sensación de no ser nadie y por las múltiples vidas literarias que lleva dentro de sí. Vila-Matas, además, envuelve al personaje en una magnífica envoltura atmosférica que vale por sí misma, sin necesidad de referencias metaliterarias, y que depara los momentos más bellos de la novela. Decía que El mal de Montano había dejado a su protagonista literalmente en mitad de la nada, atrapado/devorado por su incapacidad para escapar de la enfermedad de la literatura. Pues bien, en las páginas finales de Doctor Pasavento su personaje acaba encontrando el refugio en una ciudad innominada «que parece estar siempre bajo una espectral luz de lluvia», parece dispuesto a quedarse para siempre: a aceptar el carácter definitivo de su desaparición. ¿Qué significa este final? Vila-Matas, desde luego, nos deja libres para buscar respuestas, Puede parecer tópico concluir así, pero es claro: en literatura, el camino, siempre, es no parar de leer.









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