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LOS SECRETOS DEL CEREBRO II

UNA NUEVA MANERA DE OBSERVAR EL CEREBRO

Cuando en 2012 sacó a la luz la estructura reticulada del cerebro, algunos científicos reaccionaron con escepticismo, preguntándose si no habría descubierto solo una parte de una anatomía mucho más enmarañada. Pero hoy Wedeen está más convencido que nunca de que se trata de una característica relevante. Mire donde mire –en cerebros humanos, de monos o de ratas–, encuentra la cuadrícula. Es posible que nuestros pensamientos discurran como tranvías sobre los raíles de la sustancia blanca, conforme los impulsos nerviosos viajan de una región del cerebro a otra. Los científicos están averiguando tantas cosas últimamente acerca del cerebro que a veces se nos olvida que durante buena parte de la historia no supimos cómo funcionaba, ni tan siquiera qué era. En la Antigüedad, los médicos creían que el cerebro estaba compuesto de «flema». Aristóteles lo consideraba una especie de refrigerador, capaz de contrarrestar el calor del corazón. Desde entonces hasta el Renacimiento los anatomistas declaraban con gran convicción que nuestras percepciones, emociones, razonamientos y acciones eran el resultado de «espíritus animales», vapores misteriosos e intangibles que se arremolinaban en las cavidades de nuestras cabezas y viajaban por nuestro cuerpo. En las neuronas, entre el extremo de los axones y el de las dendritas hay un pequeño espacio: la hendidura sináptica.

El médico italiano Camillo Golgi sostenía que el cerebro era una red de conexiones sin interrupciones. Basándose en la investigación de Golgi, el científico español Santiago Ramón y Cajal aplicó nuevos métodos de tinción de las neuronas para observar sus enmarañadas ramificaciones y descubrió lo que Golgi no había podido discernir: que cada neurona es una célula distinta, separada de todas las demás. Las neuronas envían señales a través de unas prolongaciones llamadas axones, y las reciben a través de las prolongaciones receptoras, denominadas dendritas. Entre el extremo de los axones y el de las dendritas hay un pequeño espacio: la hendidura sináptica. Posteriormente los científicos descubrirían que los axones vierten un cóctel de sustancias químicas en dicho espacio para desencadenar una señal en la neurona vecina.
El neurocientífico Jeff Lichtman, actual titular de la cátedra Ramón y Cajal de la Universidad Harvard, continúa el proyecto del científico español en el siglo XXI. En lugar de dibujar las neuronas manualmente a tinta y plumilla, él y su equipo están creando minuciosas imágenes tridimensionales de las neuronas, que permiten apreciar cada abultamiento y cada ramificación. Desentrañando los pequeños detalles de la estructura de las células nerviosas, es posible que por fin se hallen respuestas a algunas de las preguntas más básicas acerca de la naturaleza del cerebro. Cada neurona tiene un promedio de 10.000 sinapsis (conexiones con otras neuronas). ¿Siguen algún orden esas conexiones, o son puramente aleatorias? ¿Se producen esas conexiones preferentemente con algún tipo específico de neuronas?
«Todo queda a la vista», asegura Lichtman.
¿CÓMO ESTÁ ORGANIZADO EL CAOS DEL CEREBRO?
Una vez que se ha reunido toda esa información empieza el trabajo verdaderamente difícil: buscar las reglas que organizan el aparente caos del cerebro. 
Recientemente el investigador posdoctoral del equipo de Lichtman, Narayanan Kasthuri emprendió la tarea de analizar hasta el último detalle de un trozo cilíndrico de cerebro de ratón de apenas 1.000 micrómetros cúbicos (la cienmilésima parte del volumen de un grano de sal). Complicados, pero no desordenados. Lichtman y Kasthuri descubrieron que cada neurona establece casi todas sus conexiones con una sola neurona, y evita escrupulosamente conectarse con casi todas las otras células apiñadas a su alrededor. «Parece importarles mucho con quién se relacionan», afirma Lichtman.
El retrato tridimensional del cerebro que prepara Lichtman será muy revelador, pero aun así no será más que una simple escultura exquisitamente detallada. Las neuronas representadas son modelos huecos, mientras que las neuronas auténticas están llenas a rebosar de ADN vivo, proteínas y otras moléculas. Cada tipo de neurona emplea un conjunto específico de genes para construir la maquinaria molecular que necesita para realizar su función. Por ejemplo, las neuronas sensibles a la luz que tenemos en los ojos producen proteínas capaces de captar los fotones, y las situadas en una región llamada sustancia negra producen dopamina, un neurotransmisor crucial para el mecanismo de la re¬¬compensa. La geografía de las proteínas y otras sustancias químicas es esencial para comprender el funcionamiento del cerebro y las razones por las que a veces no funciona bien. En la enfermedad de Parkinson, las neuronas de la sustancia negra producen menos dopamina de lo normal. En la enfermedad de Alzheimer hay marañas de proteínas dispersas por todo el cerebro, aunque no se conoce con certeza la relación entre esas marañas y la devastadora demencia que caracteriza la enfermedad.
Hasta el momento los investigadores han estudiado seis cerebros humanos y han cartografiado la actividad de 20.000 genes codificadores de proteínas en 700 localizaciones de cada cerebro. Se trata de una cantidad impresionante de datos, que los científicos solo han empezado a interpretar. Se calcula que el 84% del total de los genes presentes en nuestro ADN se activan en algún lugar del cerebro adulto. (Un órgano más sencillo como puede ser el corazón o el páncreas requiere una cantidad muy inferior de genes para funcionar.) En cada una de las 700 localizaciones estudiadas, las neuronas activan un grupo diferente de genes. En un estudio preliminar de dos regiones del cerebro, los científicos compararon un millar de genes de los que ya se conocía su importancia para la función neuronal. De una persona a otra, las áreas del cerebro donde los diferentes grupos de genes estaban activos eran prácticamente las mismas. Se diría que el cerebro tiene un paisaje genético enormemente definido y preciso, en el que ciertas combinaciones de genes desempeñan determinadas tareas en diferentes localizaciones.
Cabe la posibilidad de que el secreto de muchas enfermedades neurológicas se esconda en ese paisaje, por la activación o la desactivación anómala de determinados genes.
Toda la información del Atlas Allen del Cerebro está disponible en Internet, donde otros científicos pueden analizar los datos utilizando programas hechos a medida. Y ya están haciendo descubrimientos. Un equipo brasileño, por ejemplo, ha usado los datos para estudiar un trastorno devastador llamado enfermedad de Fahr, que se caracteriza por formar calcificaciones en el interior del cerebro y que produce demencia. Ya se había observado una relación entre algunos casos de esta afección y una mutación del gen SLC20A2. En el atlas del cerebro humano los científicos comprobaron que este gen está activado sobre todo en las regiones afectadas por la enfermedad.
De todas las formas novedosas de visualizar el cerebro, quizá la más notable sea la inventada por el equipo de Karl Deisseroth, neurocientífico y psiquiatra de la Universidad Stanford. 

Cuando visité el laboratorio de Deisseroth, Jenelle Wallace, una estudiante, me llevó hasta una repisa donde había media docena de frascos. Levantó uno de ellos y me indicó en el fondo un cerebro de ratón, del tamaño de una uva. En realidad, no vi el cerebro, sino a través de él, ya que era transparente como una canica de vidrio.
No hace falta decir que todo cerebro normal, humano o de ratón, es opaco, porque sus células están envueltas en grasa y otros compuestos que impiden el paso de la luz. Por esa razón Ramón y Cajal tuvo que teñir las neuronas para verlas, y el grupo de Lichtman y los científicos del Instituto Allen tienen que cortar los cerebros en secciones finísimas para acceder a su interior. La ventaja de un cerebro transparente es que permite observar sus mecanismos con el órgano todavía intacto. En colaboración con el investigador posdoctoral Kwanghun Chung, Deisseroth ha desarrollado una receta para reemplazar los compuestos opacos del cerebro por moléculas transparentes. Tras volver transparente un cerebro de ratón con su método, pueden inyectarle marcadores químicos fluorescentes que se fijan solo a determinadas proteínas o siguen una ruta específica que conecta diferentes neuronas en regiones distantes del cerebro. Los científicos pueden luego lavar esos marcadores y añadir otros para revelar la localización y la estructura de un tipo diferente de neurona, desenmarañando de ese modo los circuitos neuronales, uno a uno. «No es necesario desmontarlo para ver el cableado», afirma Deisseroth. No es fácil que los neurocientíficos se asombren por algo, pero el método de Deisseroth, denominado CLARITY, los ha dejado boquiabiertos. «Es bastante impresionante», comenta Christof Koch, director científico del Instituto Allen. Para Wedeen, la investigación de Deisseroth es «espectacular, diferente de todo lo que se ha hecho en este campo».
Todo cerebro normal, humano o de ratón, es opaco, porque sus células están envueltas en grasa y otros compuestos que impiden el paso de la luz
Una imagen CLARITY que mostrara la localización de un solo tipo de proteína en un único cerebro humano produciría una cantidad colosal de información: unos dos petabytes, el equivalente a varios cientos de miles de películas en alta definición. Deisseroth espera que CLARITY pueda algún día revelar las características ocultas de trastornos como el autismo o la depresión. Pero sabe que falta mucho para eso.
Por muy revelador que pueda ser un cerebro transparente, siempre será un órgano muerto. Los científicos necesitan otros instrumentos para explorar cerebros vivos. Utilizando una programación diferente, las técnicas que Wedeen emplea para estudiar la sustancia blanca pueden registrar el cerebro en acción. La resonancia magnética funcional (RMf) permite observar las regiones del cerebro que participan en una tarea mental determinada. A lo largo de las dos últimas décadas, la RMf ha revelado redes implicadas en todo tipo de procesos mentales, desde el reconocimiento de caras hasta el acto de beber un café o la rememoración de un suceso traumático.
Es fácil dejarse deslumbrar por las imágenes de RMf, pero es importante recordar que en realidad se trata de representaciones bastante burdas. Los aparatos más potentes solo pueden registrar la actividad en una escala de un milímetro cúbico, un volumen de tejido equivalente al de una semilla de sésamo. En ese espacio, son cientos de miles las neuronas que se están activando e intercambiando señales de manera sincronizada. El modo en que esas señales dan origen a los patrones más amplios observados a través de la RMf continúa siendo un misterio.
«Hay muchas dudas sobre la corteza, incluso algunas ridículamente simples, que no podemos despejar», confiesa Clay Reid. En 2012 Reid se trasladó a Seattle para unirse al Instituto Allen con la esperanza de despejar algunas de esas dudas mediante una serie de experimentos que él y sus colegas llaman MindScope. Su objetivo es entender los mecanismos por los que un grupo de neuronas lleva a cabo una tarea compleja.
A los 43 años, Cathy Hutchinson sufrió un accidente cerebrovascular que la paralizó y la dejó sin habla. Desde su cama del Hospital General de Massachusetts, se fue dando cuenta poco a poco de que sus médicos no sabían si estaba consciente o en estado de muerte cerebral. Cuando su hermana le preguntó si la oía y le entendía, ella logró responder moviendo los ojos.
«Fue un gran alivio –me cuenta Cathy 17 años después–, porque todos hablaban de mí como si estuviera a punto de morir».
Un gélido día de invierno me recibe en su casa del este de Massachusetts, sentada en su silla de ruedas. Su cuerpo sigue paralizado casi por completo y no ha recuperado el habla, pero se comunica mirando las letras que hay en la pantalla de un ordenador acoplado a su silla de ruedas: una cámara sigue el movimiento de un diminuto disco de metal instalado en el centro de sus gafas e interpreta qué letras está mirando, lo que permite deletrear palabras.
Hay una parte del cerebro denominada corteza motora donde generamos las órdenes para mover los músculos. Desde hace más de un siglo sabemos que cada parte de la corteza corresponde a un área determinada del cuerpo. Cuando una persona se queda paralítica, como Cathy, es frecuente que su corteza motora esté intacta, pero haya perdido la posibilidad de comunicarse con el resto del cuerpo, porque las conexiones se han destruido. John Donoghue, neurocientífico de la Universidad Brown, quería encontrar la manera de ayudar a gente con parálisis utilizando las señales de su propia corteza motora. Tenía la esperanza de que algún día pudieran pulsar las teclas de un ordenador o accionar una máquina solo con el pensamiento. Dedicó años al desarrollo de un implante y lo probó en monos. Después pudieron empezar a probarlo en seres humanos.
Con el tiempo, los implantes cerebrales serán tan corrientes como los marcapasos
Uno de ellos fue Cathy Hutchinson. En 2005, cirujanos del Hospital de Rhode Island le practicaron un orificio de más de 2,50 centímetros en el cráneo y le implantaron el sensor del dispositivo de Donoghue. El sensor, más o menos de medio centímetro de diámetro, contenía un centenar de agujas diminutas, que, al presionar la corteza motora de la paciente, registraban las señales de las neuronas cercanas. Un juego de cables conectado al dispositivo pasaba por el orificio del cráneo y llegaba hasta un conector de metal situado sobre el cuero cabelludo.
Cuando la herida quirúrgica hubo cicatrizado, los investigadores de la Universidad Brown conectaron un cable al implante de Cathy que transmitía las señales de su cerebro a una serie de ordenadores montados en un carrito que llevaron a su habitación. Como primer paso, los científicos enseñaron a los ordenadores a reconocer las señales de la corteza motora de la paciente y a utilizarlas para mover un puntero por una pantalla. Cathy lo logró en el primer intento, porque los ordenadores ya sabían traducir en movimientos los patrones de actividad cerebral. Dos años después conectaron un brazo robótico a los ordenadores y perfeccionaron el programa que interpretaba las señales cerebrales para que ella pudiera mover el brazo hacia delante y hacia atrás, arriba y abajo, además de abrir los dedos robóticos y cerrarlos.
Después de unas pocas sesiones, Cathy, el ordenador y el brazo robótico ya trabajaban en equipo. «Me resultó muy natural», me comenta. Tan natural, que un día tendió el brazo robótico hacia una taza de café con leche y canela, la cogió y se la llevó a los labios para beber.
«La sonrisa de Cathy cuando dejó la taza en la mesa… es impagable», dice Donoghue.
«Con el tiempo, los implantes cerebrales serán tan corrientes como los marcapasos –afirma el investigador–. No tengo la menor duda.»
Cuando se trata del cerebro, predecir el futuro es muy complicado. Algunos avances del pasado inspiraron expectativas que en muchos casos no han llegado a realizarse. «No podemos distinguir un cerebro esquizofrénico de uno autista o uno normal», reconoce Christof Koch. Pero, en su opinión, la investigación actual está llevando a la neurociencia hacia una fase totalmente nueva. «Creo que ya podemos empezar a unir las piezas del rompecabezas.»







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