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EL FUTURO DEL PASADO N° 2

 Epicuro. Por cierto, Meneceo. El estado de muerte no es susceptible de ser vivido. Aceptado esto, no se ve razón para tenerle miedo. Mientras soy, mi muerte no es, y cuando la muerte es, yo no soy. ¿Cómo ver entonces en la muerte un motivo de temor, querido Meneceo?  La muerte no es un acontecimiento de la vida, no se vive la muerte. Si entendemos la eternidad no como una duración temporal infinita, y sí como una intemporalidad, entonces vive eternamente aquel que vive en el presente. La aflicción por la muerte no es, en absoluto, lo mismo que el confronto con la muerte. Las personas mueren todo el tiempo en el mundo entero, sin embargo, ¿como es posible que tan poca gente tenga sabiduría?

La conciencia de la muerte hace madurar nuestra vida, por esto deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de que hayamos nacido y que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Así, nuestra sabiduría no será una meditación sobre la muerte, y sí sobre la vida. Y nuestro tiempo será un presente de las cosas pasadas, un presente de las cosas presentes y un presente de las cosas futuras. Por esta razón, la vida nunca debería dejarnos indiferentes. Y al preguntarnos si la vida tiene sentido, lo que debemos saber es si nuestros esfuerzos morales serán recompensados, si vale la pena trabajar honradamente y respetar al prójimo, ser solidario o si es lo mismo que entregarse a vicios criminosos, en una palabra, si creemos en algo más allá de la vida o apenas en el sepulcro. E incluso no creyendo en algo más allá, respetar o los demás, trabajar honradamente, ser solidario debería ser natural e intrínseco al ser humano. 
El hombre moderno se siente cada vez más perturbado. ¿Por qué será? ¿Falta de realización personal? ¿No empleó bien su cuerpo? ¿No ganó suficiente dinero? ¿No llenó su vida de otra forma, con otros valores? La muerte está todos los días en los periódicos y en la TV. La muerte como espectáculo para dar audiencia, por lo tanto, meras estadísticas: es la trivialidad de la muerte. Necesitamos verla de otra manera y tengamos cuidado: la vida y la muerte no son lo que se lee cada día en los periódicos y vemos en la TV. Los antiguos sabían morir. Elevarse por encima de la muerte fue el ideal constante de su sabiduría. Para nosotros que nos consideramos modernos y posmodernos, la muerte es una sorpresa horrible. 
En la Edad Media se vivía el sentimiento de la muerte con una intensidad única. Sin embargo, supo incorporarlo, con fuerza especial al tejido íntimo del ser. Nadie intentaba tramas con ella. Con el Renacimiento comienza el eclipse de la resignación. De ahí la aureola trágica del hombre moderno, preocupado constantemente con la ciencia para suprimir la muerte. Y lo que vemos es un embrutecimiento del espíritu reduciendo su conciencia metafísica. “Nada revela mejor nuestra decadencia que el espectáculo de una farmacia: todos los remedios que se quiera para cada uno de nuestros males, pero ninguno para nuestro mal esencial, para aquel del que ninguna invención humana puede curarnos”, así se expresó Emil Cioran.
Como seres humanos dignos, la muerte debería ser así: un cielo que poco a poco anochece y uno ni supiese que era el fin. Y como dice João Silvério: “Frente a todo esto, que Dios me dé la gracia de morir emocionado frente a la vida. Conmovido con la despedida. Enteramente encantado con la luminosidad del adiós. Querer morir sin desolación, lanzando al mundo una última mirada de encantamiento, y tal vez de compasión. Porque es tan frágil el mundo. Gracias a Dios que la vejez enseña a vivir de la nostalgia. Y las lágrimas que son tantas, también deberían ser lágrimas suaves, de una tristeza legítima, a la cual tenemos derecho. Tendrán el gusto de nuestra vida vivida profundamente.” 
El futuro no es lo que va a suceder, es aquello que hicimos y hacemos ahora, está presente en el presente. El pasado sólo tiene sentido cuando vivo. El verdadero pasado no es aquello que no existe más, es aquello que conserva un sentido para nuestras vidas de hoy. Dice un proverbio de la región de los mares Caspio y Negro: “Nuestro futuro es como los cuernos del caracol; se retraen cuando tocan alguna cosa, y sólo consiguen ver cuando están completamente estirados”. El pasado no como algo muerto u olvidado, sino como algo que llevamos con nosotros, que fecunda el presente y vuelve atractivo el futuro. El futuro, decimos que no es nuestro porque depende de múltiples circunstancias que escapan a nuestra decisión. Por otro lado, no debemos considerarlo totalmente extraño, como si no pudiésemos influir sobre él, como si todo fuese impuesto desde afuera de nosotros mismos. Aceptando esto estaríamos anulando completamente nuestra libertad. Y de nuestro pasado tenemos que pensar lo que dice Alceu A. Lima: “El pasado no es aquello que queda de lo que pasa, es aquello que queda de lo que pasó”. Así, nuestra memoria no será una facultad de retención pasiva de aquello que fue, sino la aplicación al pasado de una voluntad de orden que aplaca disonancias, que disuelve y enmienda para él el mal que en el pasado hubiera. El trabajo de la memoria es conservar estas prodigiosas cosas, defenderlas del desgaste banalísimo del cotidiano con garra, porque tal vez no tengamos otra riqueza mejor. La memoria honrada de las cosas bien hechas por mucho tiempo permanecerá. La verdadera memoria será entonces quedar en la memoria de aquellos que dejamos por las buenas obras que hicimos. Esta debería ser siempre la herencia a dejar. Permanece eterno lo que la memoria ama. La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido. El silencio que mantenemos con relación a lo que sucede y sucedió equivale a la muerte y olvido. Por esto que en la mitología griega se colocaba el río de la Memoria (Mnemosine) junto al río del Olvido (Leteo) porque, Muerte, Memoria y Olvido ajustan la tríade primordial de la condición humana. Para los griegos, la Memoria era como la madre de todas las musas. En esta condición estará siempre junto a Zeus para engendrar a las nueve musas, comienzo y origen de la experiencia humana. De esta forma la Memoria preserva y enseña. Nuestros actos son como los alimentos, y los pensamientos y los sentimientos son las especias. Quien salar o condimentar un dulce con vinagre tendrá problemas. El tiempo, cuyos estragos continuos, segundo a segundo nos van convirtiendo en otros sin que lo percibamos por causa de nuestro trato diario. Por casualidad, él nos impide que muramos de tristeza y nos permite conservar la ilusión de que somos unos eternos adolescentes a quien todo le puede ser perdonado. Percibimos que estamos envejeciendo en el cruel y verídico espejo de los otros. Y cuando nos miramos en nuestro espejo diario, cuantos monólogos, ¡cuánta habitada claridad sentimos! Después 
de conducir para abajo nuestras raíces, llegamos al lugar de donde partimos: ¿De quién son estos ojos que nos absorben?  Yo tengo sesenta, setenta años. ¿Será verdad que los tengo? De qué modo: ¿yo los tengo o ellos me tienen? ¿Los pierdo o ellos mismos me pierden? ¿Por qué debería ser la muerte la única realidad mortal? 
En verdad, el espejo es un objeto, un instrumento muy útil en la teoría del conocimiento. A pesar de todas estas marcas y recuerdos, debemos continuar soñando porque el sueño no es apenas una comunicación y (a veces una comunicación codificada), es también una actividad estética, un juego de la imaginación, y ese juego tiene por sí mismo un valor. Busquemos en el arte, en la amistad, en la solidaridad, la fuerza para poder mirar la muerte en la cara y preguntarle donde está su victoria. Oh, muerte, ¿por qué te atreves tanto en nosotros, que ni pequeños nada somos? 
Que nuestros placeres no sean de pasividad o de evasión que no pasan de compensaciones y sí placeres activos, creativos, que sean la celebración de la vida, la creación alegre de una vitalidad interior explotando en una lectura, en una danza, en un canto, en la convivencia amiga en la solidaridad como símbolos del acto de vivir. Así, “la vida sólo es posible reinventada” como dice Cecília Meireles. Y cuando nuestro corazón habla, no es conveniente que la razón haga objeciones. Solamente corazones niños ven cosas indecibles, dicen cosas invisibles. Y el nuestro es una permanente pregunta sin solución. Es necesario convencernos de que se vive cuando se está soñando y se sueña cuando se vive. No puede tener esperanza quien no tiene recuerdos. Es el camino recorrido que nos da fuerzas para recorrer lo que falta. 
Que nuestra casa sea el espacio de los recuerdos y donde vive nuestro corazón. Antiguamente el ático era lleno de cosas y la fantasía nos acompañaba siempre. En este espacio, nuestro ser sentía el silencio y abrigaba los sueños. De mi antigua casa siento el calor color de brasa que viene de los sentidos al espíritu. La experiencia de la memoria profunda de la recordación, el hombre moderno no la considera más necesaria. Quién sabe escuchar la casa del pasado tendrá ecos. Tengamos entonces aquel estado de espíritu agradable y soñador de los días de lluvia en los que se escuchan melodías en las gotas y así perseguiremos con placer viejos recuerdos. 
La vida es una bolsa elástica donde cabe todo, hasta la muerte. La vida adquiere más valor cuando se comienza a comprobar que se está haciendo su viaje de regreso. Últimamente he mirado mucho para dentro de mi corazón. Esto quiere decir que estoy maduro: lo suficiente para no privarme de mirar con persistencia para atrás. Miro mi corazón y veo a los compañeros y compañeras que en él habitan y por esto, contemos nuestros jardines por las flores, nunca por las hojas que caen. Contemos nuestros días por las horas alegres y olvidemos por completo las nubes. Contemos nuestras noches por las estrellas, no por las sombras. Contemos nuestras vidas por las sonrisas, no por las lágrimas. Y alegremente, con el correr del tiempo, contemos nuestras vidas por lo que hicimos y no por los años. Se dice que la vida es un vaivén entre a remembranza y la esperanza. Por lo tanto, un viejo no se improvisa: se va haciendo desde niño, desde joven, desde adulto. “Cuando se habla en cumpleaños y digo que tengo 65 años, este número es abatido por la suma, uno a uno, de los años que van desde el día de mi nacimiento, en 1940, hasta hoy. La cuenta está correcta, pero el resto está errado, como dice Rubem Alves en su bello libro “Retorno e Terno”. Pues 65 años son, precisamente, los años que no tengo. Sesenta y cinco son los años que ya pasaron, años con los que no puedo contar más y que no se encenderán más como palos de fósforos rascuñados. Los años de una vida nunca se suman; ellos siempre se sustraen. -Así, la pregunta correcta a ser hecha en un cumpleaños, no es “cuantos años usted está cumpliendo”, y sí, “¿cuántos años está des cumpliendo?”. Y las respuestas, para que sean verdaderas, tendrán que asumir la forma de “yo no tengo 25 años”, “Yo no tengo 37 años”, “Yo no tengo 72 años”. Pienso que deberíamos invertir el ritual. En la sala oscura y silenciosa un fósforo es rascuñado y una vela es encendida, vela que ningún soplo va a apagar, y que va a quedarse brillando por todo el tiempo que dure la fiesta. Con el encendido de la vela explota la alegría, no por los años que fueron deshechos, pero por aquellos a la espera para ser vividos. Al contrario de soplar la vela, encenderla” De alguna cosa han de valer las cicatrices. La herencia que dejaremos será el recuerdo del amor que tuvimos a los otros, la lucha por la verdad, justicia, libertad, la tríade bendita que justifica el pasaje de cualquier ser humano por este mundo. Así, seremos como río feliz al ir de encuentro al mar y desaguar y, en largo océano eternizar. 
Tener presente que la suprema fortuna es saber valientemente merecer la vida, y la suprema desgracia es cobardemente no saber perderla. Llorar por dentro será la única manera que tenemos de aliviar y ocultar el desespero. Seremos entonces como los árboles altos que sólo resisten al viento cuando tienen raíces profundas. Inclusive no encontrando respuesta a muchas preguntas de la vida, esta será nuestra fuerza para continuar andando. Y el punto culminante de esta vida será la comprensión de la vida. De este modo, nuestra sabiduría será el arte de emplear bien la ignorancia, quiere decir, el uso adecuado de nuestros errores. Saber no es dar respuestas, sino preguntar a través de las dudas. Soy una pregunta.
¿Quién hizo la primera pregunta? ¿Quién hizo el mundo? Si fue, ¿quién hizo a Dios? ¿Por qué se muere? ¿Por qué se ama? ¿Por qué hay infinito? ¿Por qué existo? ¿Por qué hago preguntas? ¿Por qué no hay respuestas? ¿Por qué yo podría preguntar indefinidamente por qué? ¿Y por qué debería parar de hacer preguntas? ¿Por qué? Somos el aliento efímero formado por aquello que amamos, por aquello que los amigos y amigas nos amaron y en nuestra memoria dejaron. De esta forma, ser viejo no será un estigma. Será como el ánfora de barro que ya no retiene más la alegría y la propaga para que el cotidiano no sea banal. No esperemos nada de este mundo. El mundo para esta sociedad sólo tiene sentido como espectáculo. Reservemos nuestras lágrimas para algunos versos de Dante, Manuel Bandeira, Mario Quintana, para la multitud de mendigos a quienes aún les sobra el gesto de poner las manos en la basura. Podremos cambiar un poco el mundo si lo contemplamos con una mirada de solidaridad, emoción o de compasión. Sócrates, indagado sobre a que debían oler los viejos, respondió: “Ternura, bondad”. 
El humor en la vejez también es necesario. “Bendito aquel que aprendió a reír de sí mismo, porque siempre estará entretenido”, dice John Powell. Y más que esto, “si pierdes la capacidad de reír pierdes la capacidad de pensar”, dice Clarence Darrow. Quien se toma demasiado a serio corre el riesgo de parecer ridículo. No sucede lo mismo con quien siempre es capaz de reír de sí mismo. Gracias al humor percibimos lo irracional en lo que parece racional; lo sin importancia en lo que parece importante. El humor tiene necesidad del contraste: es una doble mirada sobre los acontecimientos y sobre la vida. Una simple mirada solo ve las apariencias y produce de manera inevitable también fanatismo, o, más frecuentemente, las dos al mismo tiempo. Una sonrisa es la curva más bonita en el cuerpo de cualquier persona, sea joven o vieja. Para los orientales, transmitir una enseñanza a través del humor es un arte, desconocido para nosotros occidentales, marcados por un racionalismo torpe. En la medida en que nos tornamos adultos, perdemos la relación con lo suave, lo flexible, con la risa, con el juego. Ahí está el sentido del humor para recordarnos que crecer y tornarse adulto no implica que el mundo y la vida sean solamente seriedad, que vivir no es sinónimo de ausencia de humor, ausencia de risa y de lo lúdico, que podemos crecer y guardar la vivacidad, la simplicidad y aprender a través del humor que somos pequeños nada, transitorios, finitos. El sentido del humor es un instrumento tan necesario para vivir, que paradójicamente nos permite tener una visión más profunda de lo que sucede a nuestro alrededor. El humor despoja las cosas de lo superficial y nos hace ver lo más esencial.
La importancia personal, las consideraciones, la mentira sobre uno mismo, poco a poco nos envenenan y perdemos el sentido del humor como una manera de ver el mundo. De esta forma, amargados, el humor puede ser utilizado de diversas maneras para la propia importancia personal: para el engaño o para el ridículo; para atacar o hacer mal a los otros o para escapar de las 







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