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TEORÍA DE LAS VIRTUDES

 

La teoría de las virtudes ha nacido a la vez que el mismo concepto de hábito, o sea, de algo que se tiene porque nos acostumbramos a practicar los actos que son propios de ese tener; y al final el conjunto de tales hábitos es ya nuestra habitación real en el mundo. Lo cual supone, desde luego, que podíamos si queríamos llegar a construirnos esta casa, poseerla duraderamente y gozarla día a día; porque su estructura estaba pre dibujada de alguna manera en nuestro natural, ya de nacimiento
Se entiende además que este carácter que imprimimos a voluntad a nuestro estar en el mundo y la vida es una excelencia y no una desdicha precisamente porque gracias a la fuerza a la que ascendemos con el ejercicio somos luego capaces de realizar acciones difíciles - y que al principio parecían penosísimas- con facilidad, con prontitud, casi ya sin pensar y automáticamente; y, además, con gusto propio y aplauso ajeno Lo que se antojaba imposible, se ha vuelto hacedero; lo arduo, suave; lo quizá heroico, corriente. Somos distintos una vez que a nuestra naturaleza la hemos conducido por este camino que ella de alguna manera deseaba. Y, por otra parte, respecto de las cosas que nos pasan no había más posibilidad, a medio plazo, que tomarlas virtuosamente o tomarlas viciosamente. Expresiones estas que resultan equivalentes de recibirlas disciplinada o indisciplinadamente, o sea, razonable o irracionalmente. 

Y el consejo cínico es tajante: O la razón, o una soga (se entiende que, para colgarse, porque una vida conducida al margen de la razón es un suplicio muy largo...). El último factor aristotélico que conviene recibir al abordar nuestro asunto es cómo, si la vida es larga y las circunstancias fortuitas favorables, un ser humano que se haya labrado su êthos con un máximo de virtudes particulares -referidas cada una a un sector de lo que pasa o puede pasar- gozará de tanta felicidad como la que un dios disfruta (eudaimonía) cuando ponga en actividad el conjunto de sus buenos hábitos. La dicha plena, que es para Aristóteles cuestión de esta vida entre el nacimiento y la muerte, es la acción conforme a virtud, sobre todo cuando subimos de los hábitos que nos protegen de lo que pasa y nos puede sorprender desprevenidos. Adquirir y ejercer una virtud que perfecciona el conocimiento y que, por tanto, no está enfocada a las vicisitudes de los días, sino a la realidad de las cosas y a la posible mejora de lo que hay ya ahí a nuestro alrededor, Pues bien, en la Ética Nicomáquea no hay tal virtud como la honradez. La noción viejísima de la buena persona se parece terriblemente a la noción que de ella se formó tanto tiempo después David Hume: es bueno el que así es apreciado por los demás debido al provecho, de cualquier género que este sea, que les aporta. Desde el Renacimiento, la idea de la vida lograda y buena ha regresado muchas veces a este concepto de ella tan hondamente primitivo, tan ajeno al monoteísmo. Cuando Miguel de Unamuno quería expresar sin referencia al Cristo ni a Nicodemo en qué debía poner un hombre su ambición (y Unamuno recomendaba ser muy ambicioso, pero nada egoísta, nada avaro, nada envidioso), Platón y Antístenes, y luego Epicuro y Epicteto, rompieron la vinculación arcaica entre el ser excelente y el parecer excelente. Sócrates hizo de la frase No parecer, sino ser una divisa fundamental. El fundador de la escuela cínica insistía en desesperarse cuando notaba que, algunos días, él gustaba a todo el mundo; y una expresión suya preferida era que lo auténticamente digno de un rey es estar haciendo el bien y que hablen mal de ti. Epicteto estaba cierto, observándose a sí mismo, de que con el trabajo de la inteligencia se puede llegar a educar al cuerpo hasta el extremo de que siempre que uno debe algo, lo puede también realizar, con plena indiferencia de la reacción de los demás ante el espectáculo de la propia vida. Y Epicuro llegaba al extremo de exigir fidelidad íntima al amigo o escoger, si no, la muerte; porque tener secreta conciencia de que en uno no cabe que deposite su confianza quien lo quiere, lo reputaba un dolor monstruoso. 

Extrañamente, como retrocediendo a lo que podía juzgarse plausible en la corte de Macedonia, Aristóteles, que sabía muy bien que timé es antes y más parecer que ser -depende de los otros, no del todo de uno mismo- y que también sabía que timé rinde su homenaje a la excelencia auténtica -porque quien tiene ya honores quisiera luego haberlos merecido, y hasta quizá lo intenta con una sinceridad desarmante por ingenua-, La Iglesia -las confesiones ortodoxa y católica- ha corregido esta visión corta de Aristóteles, tan terrenal y tan poco inspiradora, atreviéndose, por el Espíritu, a dar honores máximos, a declarar santos y santas, justamente a quienes - seguramente desconocidos, por estar tan armados de humildad- han vivido en la amistad de Dios. Y estos seres humanos son los modelos de la honestas verdadera, de la honradez. En cambio, en el momento en que la ética antigua estuvo más poderosamente influida por la doctrina estoica, el adjetivo honestum quedó vinculado a los bienes que, obtenidos, traen consigo no solo virtud sino paciencia y dicha (aunque sea en medio de los dolores más crueles). Acceder al bonum honestum es llegar a un fin respecto del cual no tiene sentido alguno preguntar respecto de qué fin ulterior sea medio. 
Él es autosuficiente o, mejor dicho, el ser humano que lo logra realiza por ello mismo la plenitud de la humanidad. Supera incluso la vida de un dios antiguo, que no merece la dicha porque no sufre por ella y, así, no mejora su naturaleza. Al contrario, el hombre, que al responder adecuadamente a la estricta llamada de la conciencia de sí mismo, que le inspira un afán heroico de supra divinidad, se vuelve una parte consciente del Logos o Verbo divino, Dios auténtico, todo actividad y razón. He aquí entonces el abanico de las posibilidades heredadas sobre el significado de la honradez. La honra ya no es para nadie el puntillo de honor, el sostenella y no enmendalla; o al menos no lo es confesada y públicamente, como si fuera general reconocer en el punto de honra del hidalgo una virtud fundamental. 
A lo que conviene atenerse es a que ser honrado es permanecer unido al goce de un bien que solo lo obtiene la máxima tensión de actividad, tanto racional como corporal, de la naturaleza humana. Y este bien redunda, sin duda, en el beneficio de todos, pero consiste íntima y esencialmente en una profunda unión (incluso de colaboración) con lo que realmente merece ser llamado Dios. La raíz clásica, platónica lejanamente y estoica próximamente, del concepto y la virtud de la honradez explica en gran medida por qué no se la encuentra en la lista de las virtudes cardinales y ni siquiera en la lista, tan amplia y sin pretensiones de exhaustividad, de las virtudes morales de Aristóteles (por supuesto, no figura entre las virtudes intelectuales de las que habla la Ética Nicomáquea). Y es que esta raíz no aristotélica tiene como característica principal aunar la educación o formación del espíritu con la del cuerpo, sin marcar diferencias tajantes entre, justamente, las excelencias éticas y las dianoéticas. La educación es en estas tradiciones filosóficas una empresa unitaria, en la que solo muy relativa y provisionalmente cabe dedicar atención a una zona de la existencia sin dedicarla al tiempo a otra y, en definitiva, a todas juntas. Es también lo que está implicado en el agustinismo, hasta sus frutos contemporáneos En todos estos sistemas de moral, de antropología y de teoría educativa se sostiene que la profunda unidad del ser humano lleva implícita una teleología que, por más natural, o sea, de nacimiento, que nos esté otorgada, tiene a cierta altura de su evolución que coincidir con nuestra razón, es decir, con nuestra libertad; de modo que ya en adelante solo puede aparecer como un motivo entre motivos, por poderoso que sea su reclamo o por capital que sea para nosotros seguirlo. Ha de ser representándonoslo, pensándolo, como a partir de entonces lo persigamos; y junto a él se nos mostrarán siempre otras muchas posibilidades para la acción, y casi todas surgirán ante nosotros como motivos que en alguna manera ejercen su atractivo sobre el haz de tendencias y memorias y hábitos que somos cada persona. Todas las formas del platonismo, cristianas o no, se refieren en esta perspectiva al amor como factor clave de la existencia en búsqueda del bien integral; todas las formas del estoicismo, cristianizadas o no, ponen más el acento en la actividad y el saber. Los platónicos (en sentido muy lato) vinculamos por esencia la vida buena con la alteridad; los estoicos toman la senda -errónea pero muy sugerente y tentadora- de la soledad radical. 
Los primeros podemos pensar con mucha más claridad e intensidad una honradez que va de la mano de la justicia, y hasta una honradez transcendente o teologal (una mística coral); los segundos se concentran en la sabiduría como fusión con lo absoluto. En los dos casos, identifico la plenitud de la honradez con la plenitud de la realización del ideal moral, que a su vez ha de estar en conexión estrechísima con la plenitud de la existencia humana en cuanto tal. El santo merece el homenaje del mundo, pero solo en la medida en que su figura merece el puesto del ejemplar, del paradigma que imitar y adaptar a siempre otras circunstancias existenciales. Aristóteles tampoco reserva un lugar propio para la virtud de decir siempre la verdad, de negarse siempre a la mentira y de saber cuándo es demasiado inoportuno decir ciertas verdades. En cambio, nuestro concepto actual de la honradez comienza por equipararla a la virtud de la sinceridad (o mejor, como quería Ortega, de la veracidad). Posiblemente pensaba Aristóteles que la veracidad es parte de la virtud de justicia. De hecho, esta virtud -por la que el ser humano ya en posesión de las virtudes morales monásticas (las solo referidas a él mismo: la templanza, la fortaleza, la magnanimidad,) se comporta virtuosamente respecto de sus prójimos- es la que mejor corresponde grosso modo con nuestra honradez. Y como en la estricta justicia (dikaiosyne) intervienen demasiado los contratos, los roles sociales, los compromisos y las promesas, aún es más adecuado decir que el hombre honrado es el que pasa hasta el nivel de la epieíkeia (para ser del todo precisos, recordemos que Aristóteles se negaría a llamar plenamente justo a quien no sea además ecuánime o equitativo). El hombre de veras justo, o sea, el ecuánime (epieikés), mentirá y romperá aparentemente la justicia conmutativa: todo antes que devolver esta prenda. Lo cual no es sino un homenaje que no puede dejar de rendir la Ética Nicomáquea a la honradez secreta, invisible. La justicia misma, como todas las cualidades morales, como el alma toda, es básicamente invisible, por más que se asome (casi) a los ojos de algunas personas y se transparente (casi) en los actos de su vida que tienen algún lado público. Veracidad, más ecuanimidad, más prudencia: tal viene a ser la fórmula de la honradez en el plano meramente humano (pero hay también la honradez como santidad, ya se dijo; es decir, la práctica radical de la misericordia -que es la forma espiritual o teologal de la ecuanimidad-). Es bien conocido que Aristóteles consideraba la phrónesis, la prudentia, como una de excelencias o virtudes de la inteligencia: aquella por cuya posesión "verdadeamos" habitual y regularmente a la hora de decidir qué debemos hacer en una situación dada -para que nuestra acción no entre en conflicto con el más alto o último fin de nuestra naturaleza-. No depende en realidad de la prudencia, o sea, del saber práctico (del saber práctico-práctico, habría dicho Maritain), el pre-conocimiento de cuál sea nuestro fin último, sino el de los medios que conducen a él y, en especial, el de cuál deba ser la acción 
concreta (medio concretísimo y realísimo) que tengamos que llevar a cabo ahora. El hombre honrado discierne bien la calidad de la situación en la que se encuentra a cada momento y sabe además situarla bajo el precepto moral que conviene aplicar; saca luego correctamente la consecuencia y -añadamos ahora utilizando su ecuanimidad, la adapta a la circunstancia concreta. El salto al ámbito de la santidad es el que hay entre la ecuanimidad y la misericordia (cuando esta realmente mueve al ser humano veraz y prudente). La misericordia, como se sabe, ha sido descrita en su esencia por J. B. Metz como la percepción participativa y compartida del sufrimiento ajeno. Esta fuerza espiritual, el éleos de la tradición de la tragedia clásica, queda en la moral precristiana -con alguna excepción purísima- detenido más bien en la contemplación catártica de los dolores (y más raramente de las culpas) del prójimo que sufre a consecuencia de alguno de entre los rasgos capitales de la vida humana. El lector atento del Simposio y de la Defensa de Sócrates platónicos -los dos textos centrales de la filosofía de Occidente antes del Cristove cómo ahí se insinúa con máxima delicadeza, casi veladamente y en secreto, que es el bien del otro la clave de la misma búsqueda de sentido filosófica, en la medida en que solo el amor puede estar en el origen de los partos que la mayéutica analiza y sopesa. Y el amor acontece en la alteridad, en el respeto progresivo de alteridades cada vez más puramente tales y más hermosas y mejores y más sabias. ¡Y estos textos -ni siquiera siempre ni solo cuando quien en ellos pretende hablar es el santo Sócrates- no se refieren únicamente a eros, sino también a agape! El amor de benevolencia, o sea, el auténtico amor, claro que no fue desconocido por lo mejor de la ética antigua (aunque brille por su ausencia en el mismo Aristóteles, incluso en el tratado acerca de la philía); pero salvo los secretos gestos que Platón introdujo en Simposio (y en República II), atribuir a Dios mismo el ejemplar de esta forma humana de la existencia es una de las peculiaridades radicales del monoteísmo bíblico, llevada al extremo en el cristianismo.




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