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EL CAMINO CONCRETO DEL HOMBRE HACIA DIOS # 2

 irritada, de una exacerbación de los nervios, de una naturaleza excitada en lo imperfecto y que quisiera apoderarse inmediatamente, sobre esta misma tierra, de un paraíso revelado». El poeta advierte que la tierra y sus espectáculos son un resumen, una correspondencia del cielo. Es claro que estas vías existenciales carecen de apoyo y marchan un tanto a oscuras, con pasos inciertos. Aun así, su eficacia es a veces irremplazable desde el punto de vista subjetivo y personal. De ahí que el primer acto de mi afán de plenitud subsistencial sea el de dirigir una llamada a la Plenitud infinita que suscita todos los afanes de plenitud. Sin un fundamento en Dios, inicial y final, mi concreto afán de plenitud subsistencial no encuentra solución.

Si Dios no existiera, el afán de plenitud subsistencial -y la misma idea de plenitud- sería un efecto sin causa. Pero un efecto sin causa resulta absurdo. La causa final es la causa de las causas. Lo que exige el argumento no es sólo plenitud ideal, sino Plenitud subsistente. La razón de ser última de nuestro afán de plenitud subsistencial no se encuentra en una idea, sino únicamente en un Ser plenario, existente en sí y por sí.

Sostener la validez de todas las religiones es incurrir en una arbitrariedad que «entraña al cabo o la negación de Dios o la visión de un Dios inválido a quien le son indiferentes las vías de comunicación con el hombre, un Dios que queda a merced de cultos divergentes y aun contradictorios. Lo cual, aparte de la negación de una religión revelada, atenta a la dignidad del vínculo y de la verdad religiosa. O se admite solamente una, o automáticamente quedan todas convertidas en simples opiniones, en puro espejismo de la divinidad»
Si por un lado el alma confina con la nada y siempre está próxima a ella, por el otro puede llegar a Dios fuera de todo modo y medida, porque -como dicen los teólogos- su unión con él no la calibra o gradúa su propia naturaleza, sino el favor y la gracia de Dios. Para el filósofo que especula en el orden natural, el alma es una criatura, esto es, un ser limitado o negado, pero con virtud, fuerza e inclinación para llegar a Dios. Una ardiente ansia de alcanzar por fin la plenitud de mi ser, de unirme eternamente con la Perfección, atormenta mi alma. No en la nostalgia del pasado, sino en la esperanza del porvenir, está la fuente de mi continua inquietud. Y esta esperanza no es un impulso irreflexivo y espontáneo -aunque tenga hondas raíces en todo el ser del hombre- sino una como decisión voluntaria, que en muchos casos supone una elección previa. Aguardamos y caminamos con seguridad porque previamente hemos elegido entre Dios y las criaturas.
En una afirmación seca y rotunda, San Juan de la Cruz dice que «amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios» No es fácil este acto de desnudarse porque con el amor de Dios puede coexistir el gusto afectivo de las criaturas. Pero las criaturas son incapaces de acrecentar el ser y colmar el afán de plenitud que es, en definitiva, el ansia de un ser limitado, como es el hombre, de trasponer sus límites y adquirir verdadera realidad. En este profundo estrato que, como lo advierte el egregio teólogo y filósofo Dr. José M. Gallegos Rocafull, «no es tampoco sensitivo, sino ontológico, parecen confundirse amor y existencia limitada, como si la única realidad del hombre fuera esa virtud, fuerza o inclinación a realizarse por el amor; ama porque existe; su ser es una posibilidad de ser y, en busca de él sale oscuramente primero, cuando aún no se han abierto del todo los ojos de la razón, más que amando, barruntando el amor»
Dentro de un mismo cauce hacia Dios, caben muchos itinerarios y muchas maneras de hacer el viaje. La peregrinación es, en el fondo, una gran cuestión única que se ramifica en cuestiones particulares, las cuales siempre remiten, a la postre, al gran punto de llegada. La historia es la aventura aquí abajo de un ser, el hombre, cuyo verdadero destino es meta-vital. Así surgió la primera filosofía de la historia y la primera filosofía de la cultura, en San Agustín y en otros pensadores cristianos, que interpretan el curso histórico y cultural en función de estos fines de salvación.
El arte, la moral, la ciencia, la filosofía, el lenguaje, las costumbres, el Estado, la técnica y todo cuanto el hombre produce o modifica y la misma actividad productora o modificadora, integran la cultura. Y la cultura -realización y esfuerzo- es no más que un medio al servicio de un humanismo teocéntrico. Desarraigada de allí donde el hombre tiene sus raíces, la cultura es un vano fetiche que termina por disolverse en la nada.
Cultura es objetivación del espíritu. Espíritu es lo específicamente humano del hombre, lo que produce el lenguaje, el arte, la moralidad, el derecho, etc. Como protagonista de la cultura, el hombre la crea y la vive. Pero los entes culturales no son estáticos, sino que cambian y se modifican participando de la naturaleza mudable del hombre. Como específicamente humana que es, la cultura es el mundo propio del hombre, su ambiente más cálido y cercano. Como instrumento al servicio de la salvación del hombre, la cultura está coloreada de religiosidad en todos sus aspectos: 1) formaciones; 2) útiles; 3) signos; 4) formas sociales, y 5) educación. (La clasificación en estos cinco grupos o tipos generales de productos culturales, es de Hans Freyer y está contenida en su Teoría del espíritu objetivo).
La catalogación que Eduardo Spranger hace en Las formas de la vida de las formas de la actividad espiritual, reduciéndolas a seis: el hombre teorético, el hombre económico, el hombre estético, el hombre de mundo y de potencia, el hombre social y el filósofo, tiene sólo valor si se la emplea como un esquema auxiliar de estructuras o tipos teleológicos. Pero entiéndase bien que no existe en su pureza el «hombre estético» del Renacimiento o el «hombre social» del siglo XIX, sino que existe el hombre en la integridad de sus estructuras espirituales, con el predominio de algún tipo. Con estas salvedades, nosotros podríamos proponer en este capítulo del camino concreto del hombre hacia Dios, una tipología humana. He aquí nuestra clasificación:
1. El temperamento lógico preocupado siempre por la corrección formal de los raciocinios acerca de la existencia de Dios y de sus atributos.
2. El temperamento físico-matemático que busca en la religión la misma certeza de la ciencia del ser móvil o sensible.
3. El temperamento metafísico que estudia el ser de la divinidad con el mero concurso de la razón natural y de la reflexión fundamental.
4. El temperamento ético que se inclina preponderantemente a la consideración del hombre en cuanto agente voluntario que obra en vista de un fin que su razón descubre.
5. El temperamento estético que llega hacia Dios movido por la universalidad e inmaterialidad de la belleza.
Y así como en Aristóteles la sustancia es una categoría que se encuentra presente en todas las restantes, así en nuestra tipología el temperamento religioso se encuentra presidiendo todos los otros temperamentos, dándoles la unidad analógica.
Hay que desechar de nuestra consideración filosófica de la religión, cualquier posible entrometimiento de la religión y de la ciencia comparada de las religiones. No son las vivencias individuales las que pueden fundar la religión, sino un objeto metafísico y trascendente.
El acto de fe tiene validez objetiva. Como acto psíquico es intencional. Desde Brentano sabemos que ningún acto psíquico escapa a la intencionalidad. De esta manera el subjetivismo ha quedado sepultado en el panteón de las doctrinas filosóficas. Todo deseo es deseo de algo; todo pensamiento es pensamiento de algo; toda sensación es sensación de algo. Este objeto intencional del fenómeno psíquico no se puede confundir con el acto subjetivo. Una cosa es el acto de fe en su aspecto psicológico de vivencia, y otra cosa muy diferente es el objeto intencional en el cual recae. Manuel García Morente nos legó un maravilloso «análisis ontológico de la fe», que nos vamos a permitir seguir -con cierta libertad- en sus lineamientos fundamentales.
Para que haya acto de fe requiérase la confluencia del acto y del objeto. El acto lo pone el sujeto pensante. En cambio, el objeto lo halla el sujeto ante sí. Si no hay objeto sobre el cual incida el acto, no hay tampoco acto de fe. Pero habiendo objeto, puede el hombre no querer verificar el acto de fe, y entonces el objeto se quedará sin acto. El acto consiste en asentir al objeto. Mientras que en el asentimiento del juicio a su objeto, la causa del asentimiento se halla en el carácter «evidente» que tiene el objeto, en el asentimiento del acto de fe el objeto se presenta como inevidente. Con esto tenemos ya una base para la clasificación en actos de fe religiosa y actos de fe humana, según que sea Dios o sean los hombres los declarantes. Si tomamos en cuenta las modalidades de la «ausencia» que caracteriza a los objetos evidentes, tendremos esta clasificación cuadripartita: ausencia en el espacio, cuando el objeto no está en el lugar en donde yo estoy; ausencia en el tiempo, cuando el objeto no está en el momento en que yo estoy; ausencia mental accidental, cuando el objeto no está accidentalmente en el área de mi capacidad intelectual, y ausencia mental esencial, cuando el objeto por su esencia misma no puede estar en el área de mi capacidad intelectual. Esta última clase de objetos que están ausentes con ausencia «esencial» no puede llegar a estar presente en ningún intelecto humano, ni ha estado presente en ninguno nunca. Todo acto de fe humana es susceptible de comprobación o demostración, que lo convierte en seguida en juicio evidente de razón. Por eso el acto de fe perfecto, el acto de fe auténtico, el único acto de fe que verdaderamente merece este nombre es el acto de la fe religiosa.140
Hemos considerado a la religión en su esencia y en su causa eficiente; hemos considerado el proceso concreto por el que el hombre llega al conocimiento de la existencia de Dios; hemos expuesto la ardiente ansia amorosa de alcanzar la plenitud del ser y hemos desmontado el acto de fe para hacer un análisis ontológico. Pero falta ahora mostrar una vía existencial religiosa en que palpemos el corazón caliente de un hombre de carne y hueso.
Fundamentalmente religiosa, la vía existencial explora la veta inagotable de conocimientos y de energía en el interior del hombre. La fina sensibilidad de Paul Claudel emprende una marcha espiritual para su reencuentro. Su existencialismo religioso nos puede servir de ejemplo que contraste con la vía racional del filósofo: «Descenderé, deshecho en lágrimas, a encontrar y unirme con mi hijo en el sepulcro. Descended, pues, Señor. Lo hacéis bien así; pues de ser nosotros los que, por propio impulso, tuviésemos que ascender, deberíais, Señor, esperar inútilmente largo tiempo. Nadie nos ha enseñado a hacerlo. Todos los filósofos se sienten aquí desconcertados. Y todos sus tratados y discursos, todos esos razonamientos que llenan las “Sumas”, todos los esfuerzos de la elocuencia y de la ciencia y de la historia, no han servido, por desgracia, más que para convencerme. Pero escuchemos al ciego de nacimiento. “Yo no sé si es verdaderamente aquél a quien vosotros llamáis el Cristo; lo único que sé es que me ha curado”. Esto en mí y aquello en él han logrado corresponderme mutuamente. El mal y el pecado en mí, y no sólo el pecado accidental sino el congénito, es lo que nos ha puesto en comunicación. Existe en mí la suficiente carencia y vacío: soy el orificio, en nombre de la humanidad entera, de un abismo tal de ignorancia, de miseria, de pobreza y de insuficiencia que vuestra gracia, Señor, nunca podrá llenar. Ahora estamos solos; no tenemos ya que andar con rodeos. Ha llegado la hora del impudor y de la imprudencia. Después de todas esas cosas que me han contado de vuestra pasión, no comprendo cómo he de ser yo el único que os tenga a su disposición. A Vos os toca el ahorraros este ataque de mi indignidad. Contemplad este espectáculo y ved lo que yo he hecho de vuestra imagen y de aquella idea que os habíais formado de mí antes de la mañana».
Juan David García Bacca ha propuesto un modelo del filosofar español que nosotros nos permitimos extender -mutatis mutandis- al filosofar hispanoamericano, en general. «Si es propio de todo hombre ese componente que se ha llamado “trascendencia”, la trascendencia toma en el español la forma de “transustanciación”. Por la trascendencia común y corriente en las filosofías occidentales el hombre trasciende o se eleva sobre cada ser en particular, se trasciende por manera de universal, de punto de vista superior a los casos y cosas concretas; empero, por este tipo de trascendencia, que para abreviar llamaremos intencional, no se transustancia o sobrenaturaliza real y verdaderamente la esencia y sustancia del hombre. Toda filosofía europea clásica ha supuesto desde siempre que el hombre está bien hecho en su esencia y sustancia, que, por esto, las esencias son inmutables; empero el español cree notar en sus entrañas ganas rarísimas de nacerse a otra vida radicalmente diversa de la que por nacimiento humano posee, nacerse a vida sobrenatural, trascender la vida misma en su plenitud, y trascenderla por algún modo de apersonamiento de Persona divina, de Dios sobrenatural, en ella» Hispanoamérica está empeñada en la tradición católica y por eso su incipiente filosofía, coloreada con imborrables tintes religiosos, desemboca en los umbrales de lo sobrenatural. Hasta ese límite le conduce su creciente afán de plenitud subsistencial.








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