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MUERTE DE LA VERDAD

 

Las oleadas de populismo y fundamentalismo que se expanden por todo el mundo están erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo el conocimiento por la sabiduría de la turba. Michiko Kakutani, ganadora de un premio Pulitzer, lo analiza en ‘La muerte de la verdad’

“La verdad y la razón se han vuelto especies en peligro de extinción”, considera Michiko Kakutani. El discurso político y el lenguaje de los gobernantes, pero también las versiones que circulan por los medios, nuestras apreciaciones acerca de los más variados asuntos públicos e incluso las concepciones que tenemos sobre la realidad, muy a menudo son definidas por lo que queremos creer y no por los hechos mismos.

Destacados personajes públicos. Las inquietudes de Kakutani sobre el “decreciente papel del discurso racional y el disminuido papel del sentido común y la política sustentada en los hechos” permite reconocer una saturación de mentiras envolvente y, en ocasiones, asfixiante. Las teorías de la conspiración jamás demostradas, pero que se ajustan a la gana de explicaciones extravagantes o auto justificatorias que complace a muchas personas, proliferan sin contexto crítico suficiente. Los ataques del 11 de septiembre lo mismo que, en situaciones como la nuestra, los resultados de elecciones anteriores o algunos relevantes casos de violencia política, son adjudicados a maquinaciones tan turbias que nadie las devela cabalmente pero que encuentran muchedumbres de creyentes. 

En otro orden, pero como parte de la misma erosión de la verdad, el rechazo a la existencia histórica del Holocausto, o la negación del cambio climático, convienen a intereses ideológicos y políticos por lo general conservadores. El asalto a la verdad, considera Kakutani, tiene algunos de sus orígenes en las corrientes posmodernistas que proponen que no existen las verdades absolutas. Cuando algunos autores han dicho que no hay realidad objetiva porque depende de la percepción de las personas, han abierto el camino para que, de plano, se niegue la validez de la realidad simple y llana. En el estudio de los medios de comunicación se ha incurrido en un engaño conceptual cuando se dice, sin matices, que la realidad es una construcción ideológica. Una cosa es el reconocimiento de que cada persona discierne los hechos a partir de su circunstancia, su experiencia y preferencias. Por eso los asuntos públicos admiten interpretaciones muy variadas según el emplazamiento cultural, social, familiar, etcétera, de cada quien. Pero la realidad no es la suma de las apreciaciones acerca de ella. La realidad está conformada por hechos duros que son –o deberían ser– la miga de las noticias en los medios de comunicación. El posmodernismo “consagró el principio de subjetividad”, se queja Kakutani, no porque las valoraciones de cada quien no importen sino porque a menudo se les sobredimensiona, suponiendo que no hay una verdad sino varias.
El desdén por la razón ha ido de la mano con el crecimiento de las derechas fundamentalistas. Las versiones ajustadas no a la realidad sino a las creencias de las personas, circulan con amplio desparpajo sin que las aclaraciones o los desmentidos logren atajarlas
Durante tres décadas y media, y hasta el año pasado, Kakutani fue crítica de libros en The New York Times. Sus comentarios eran severos y sólidos. Esa preferencia por la palabra y la argumentación se advierte en las numerosas alusiones literarias en La muerte de la verdad. Apoyándose en el autor de 1984, explica: “Cuando la verdad es tan fragmentada, tan relativa, advierte Orwell, se abre un camino para que algún ‘líder, o alguna camarilla gobernante’ dicten lo que se debe creer: ‘Si el Líder dice de tal y tal evento ‘que nunca ocurrió’, bueno, pues nunca ocurrió’”.
Ahora, mentiras y apreciaciones subjetivas suplantan a la verdad avaladas por los ecos que suscitan en las redes sociodigitales y en el sistema mediático que las replica. “Y como la verosimilitud reemplazó a la verdad como parámetro, ‘el arte de la recompensa social’ se convirtió en ‘hacer que las cosas parezcan ciertas’”, dice Kakutani.
Las oleadas de populismo y fundamentalismo que se expanden por todo el mundo están erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo el conocimiento por la sabiduría de la turba. Michiko Kakutani, ganadora de un premio Pulitzer, lo analiza en ‘La muerte de la verdad’ 
Dos de los regímenes más monstruosos de la historia de la humanidad subieron al poder en el siglo XX. Ambos se afianzaron sobre la violación y el saqueo de la verdad y sobre la premisa de que el cinismo, el hastío y el miedo suelen volver a la gente susceptible a las mentiras y a las falsas promesas de unos líderes políticos empecinados en el poder absoluto. Como escribió Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo (1951) «el sujeto ideal para un gobierno totalitario no es el nazi convencido ni el comunista convencido, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares del pensamiento) han dejado de existir».
Lo que resulta alarmante para el lector contemporáneo es que las palabras de Arendt suenan cada vez menos a mensaje de otro siglo y más a espejo que refleja, y de un modo aterrador, el paisaje político y cultural que habitamos hoy en día: un mundo en el que las noticias falsas y las mentiras se propagan gracias a las fábricas rusas de troles, que las emiten en cantidades industriales por boca del Twitter del presidente de los Estados Unidos y las envían a cualquier parte del mundo, adonde llegan a la velocidad de la luz gracias a las redes sociales. Nacionalismo, tribalismo, deslocalización, miedo al cambio social y odio al que viene de fuera son factores que van en aumento a medida que la gente, atrincherada en sus silos y en sus burbujas filtradas, va perdiendo el sentido de la realidad compartida y la capacidad de comunicarse trascendiendo las líneas sociales y sectarias.
«El desplazamiento de la razón por parte de la emoción y la corrosión del lenguaje están devaluando la verdad»
Con esto no se pretende establecer una analogía directa entre las circunstancias actuales y los espantosos horrores de la II Guerra Mundial, sino echar un vistazo a algunas de las situaciones y actitudes –lo que Margaret Atwood ha llamado «las banderas de peligro» y que aparecen en 1984 y Rebelión en la granja de Orwell– que hacen a la gente vulnerable a la demagogia y a la manipulación política y convierten a las naciones en presa fácil de los aspirantes a autócratas. Y también estudiar hasta qué punto el desprecio de los hechos, el desplazamiento de la razón por parte de la emoción y la corrosión del lenguaje están devaluando la verdad, y lo que eso representa para los Estados Unidos y para todo el mundo.
«El historiador sabe lo vulnerable que es el tejido de hechos sobre el que construimos nuestra vida diaria, que siempre corre el riesgo de quedar perforado por mentiras aisladas o reducido a jirones por mentiras organizadas y controladas por grupos o clases; o bien negado, distorsionado, perfectamente cubierto a veces por toneladas de falsedades o, simplemente, abandonado al olvido. Los hechos necesitan testimonios para permanecer en el recuerdo, y testigos fiables que los coloquen en lugares seguros dentro del ámbito de los asuntos humanos», escribió Arendt en su ensayo La mentira en política publicado en 1971.
La expresión decadencia de la verdad (empleada por la Rand Corporation para describir «el papel, cada vez menor, de los hechos y el análisis» en la vida pública estadounidense) se ha incorporado al diccionario de la posverdad que ahora también incluye otras expresiones ya conocidas como «noticias falsas» o «hechos alternativos». Y no se trata solo de noticias falsas: también hay ciencias falsas (fabricadas por los negacionistas del cambio climático o los antivacunas), una historia falsa (promovida por los supremacistas blancos), perfiles de «americanos falsos» en Facebook (creados por troles rusos) y seguidores o me gustas falsos en las redes sociales (generados por unos servicios de automatización denominados bots).
Trump, el presidente número cuarenta y cinco de los EEUU, miente de un modo tan prolífico y a tal velocidad que The Washington Post calculó que durante su primer año en el cargo podía haber emitido 2.140 declaraciones que contenían falsedades o equívocos: una media de 5,9 diarias. Sus embustes sobre absolutamente todo, desde la investigación de las injerencias rusas en la campaña electoral hasta el tiempo que él mismo pasa viendo la televisión, no son más que la luz roja que avisa de sus constantes ataques a las normas e instituciones democráticas. Ataca sin cesar a la prensa, al sistema judicial y a los funcionarios que hacen que el Gobierno marche.
«’The Washington Post’ calculó que Trump decía una media de 5,9 equívocos o falsedades diarias»
Las afirmaciones falsas sobre la relación financiera de Reino Unido con la Unión Europea –bien resaltadas en un autobús de la campaña «Vote Leave» (vota salir)– contribuyeron a desviar la intención de voto y orientarla hacia el brexit y Rusia se lanzó a la siembra de dezinformatsiya en las campañas electorales de Francia, Alemania, Holanda y otros países, como parte de un proyecto propagandístico organizado y encaminado a desacreditar y desestabilizar los sistemas democráticos.
Ya nos lo recordó el papa Francisco: «no existe la desinformación inocua; confiar en las falsedades puede tener consecuencias nefastas». El anterior presidente, Barack Obama, observó que «uno de los mayores retos a los que se enfrenta nuestra democracia es que no tenemos una base común de los hechos», porque hoy en día la gente «se mueve en universos de información completamente diferentes». El senador republicano Jeff Flake pronunció un discurso donde advertía de que «2017 había sido un año en el que la verdad –objetiva, empírica y basada en la evidencia– se había visto apaleada y vilipendiada en mayor medida que en ningún otro momento de la historia del país, a manos de la figura más poderosa del Gobierno».
(…) La verdad es una de las piedras angulares de nuestra democracia. Como dijo la anterior fiscal general Sally Yates, la verdad es una de las cosas que nos separan de la autocracia: «Podemos debatir políticas y asuntos, y deberíamos hacerlo. Pero esos debates han de basarse en los hechos que compartimos, y no en simples llamadas a la emoción y al miedo valiéndonos de una retórica y una serie de invenciones que solo conducen a la polarización. Existe una única verdad objetiva, desde luego, aunque no consiga poner de relieve la situación en que se encuentra la verdad. No podemos controlar si nuestros funcionarios nos mienten o son sinceros, pero podemos decidir si queremos hacerlos responsables de sus mentiras o, si llevados por el agotamiento o por un afán de proteger nuestros propios objetivos políticos, preferimos mirar hacia otro lado y convertir la indiferencia hacia la verdad en algo corriente».






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