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VOCACIÓN E INVOCACIÓN

 

Si por vocación no se entendiese sólo, como es sólito, una forma genérica de la ocupación profesional y del curriculum civil, sino que significase un programa íntegro e individual de existencia, sería lo más claro decir que nuestro yo es nuestra vocación. (José Ortega y Gasset)

Debidamente entendida, la oración es un acto propio del hombre maduro que es indispensable para el completo desarrollo de la personalidad y para la integración definitiva de sus facultades superiores. (Alexis Carrel)

La vocación (del latín vocatio, onis, acción de llamar) no es algo extrínseco a nuestra personalidad. Cada uno de los hombres tiene una manera peculiar, privativa e intransferible, de conocerse, de amarse, de propender a la plenitud del propio proyecto de ser. Una voz interior nos impulsa a realizar una determinada vocación. Sólo que esta vocación personal de cada uno no puede salirse de la órbita de los fines connaturales en el ser humano. Cuanto más conforme a la naturaleza es el destino particular, tanto más contribuye al bien último. Este bien está diseñado y contenido de antemano en el mismo ser -imagen de la idea divina- pero, para realizarlo, hay miles y miles de modos determinados. De acuerdo con las propias inclinaciones, calidades y posibilidades, estos modos se eligen -más o menos condicionalmente por las circunstancias- buscando, entre ellos, el adecuado para lograr la ecuación. Pero las circunstancias pueden y deben ser superadas para decidir mejor la propia vocación. Los que con más o menos resignación se dejan sucumbir ante la fuerza de los acontecimientos, renuncian a una de las más altas prerrogativas humanas para vegetalizarse, por así decirlo.

A medida que se va aclarando la conciencia de sí mismo, del propio destino, de los fines y los medios; a medida que la dependencia de las leyes cosmológicas (físicas, químicas, biológicas, etc.), va siendo menor para dejar lugar a las leyes noológicas (lógicas, morales, históricas, etc.), nuestra personalidad, nuestra vocación se irá dibujando con rasgos mejor definidos. Pero este dinamismo, que no es otra cosa sino la dimensión teleológica del ser humano, supone ya una realidad personal diferenciada que sólo se explicaría por la creación divina de cada alma humana.

A esa llamada de vida -vocación natural- que nos empuja a la obra, y a la conquista de nosotros mismos y del mundo que nos circunda, no se puede permanecer sordo. Se responderá en una forma negativa o en una forma positiva, pero lo que no cabe es acallar la voz interior. Hay una vocación universal: la llamada al bien verdadero, único, que puede satisfacer al hombre. Todos los demás bienes lo son en la medida que participan de la Bondad suprema. Pero hay, también, el camino concreto de cada hombre hacia Dios.

«Si el hombre fuera un ser ilimitado y que se crea por sí mismo -afirma el sociólogo italiano Luis Sturzo-, cuyo yo estuviera sumergido en el espíritu universal, la vocación de cada uno no sería más que el fenómeno aparente de una realidad única. No habría vocaciones, sino determinaciones, aunque se llamaran (como lo hacen los filósofos idealistas) “auto determinaciones”. El hombre, en cambio, es una criatura finita, limitada, temporal y al mismo tiempo es una realidad espiritual 

indestructible. Por un lado, se realiza a sí mismo y es autorrealizador; por otro, es ayudado a realizarse, a superar sus límites, a crear su propia felicidad; está llamado a eso por Dios con voz creadora; siguiendo esa voz, realiza su propia perfección» 
En la vida social cada uno pone su vocación a beneficio común, con la particularidad de que este beneficio común se traduce en un beneficio común distribuido. Se habla también -y con razón- de «vocaciones históricas» de grupos sociales. Pero aun estas vocaciones colectivas no pueden concebirse más que como destinadas a condicionar, facilitar, desarrollar, perfeccionar las vocaciones individuales.
Las vocaciones no se heredan; se descubren. No hay una vocación abstracta, aunque sí hay -ya lo dijimos- una vocación universal. Vocación personal significa la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es. Y este proyecto no se elige por capricho ni se idea arbitrariamente. En cierto sentido, estamos de acuerdo con José Ortega y Gasset, cuando asegura -hablando del proyecto vital del hombre- que es anterior a todas las ideas que su inteligencia forme, a todas las decisiones de su voluntad. «Más aun, de ordinario no tenemos de él sino un vago conocimiento. Sin embargo, es nuestro auténtico ser, es nuestro destino. Nuestra voluntad es libre para realizar o no ese proyecto vital que últimamente somos, pero no puede corregirlo, cambiarlo, prescindir de él o substituirlo. Somos, indeleblemente, ese único personaje programático que necesita realizarse. El mundo en torno o nuestro propio carácter nos facilitan o dificultan más o menos esta realización. La vida es constitutivamente un drama, porque es la lucha frenética con las 
cosas y aun con nuestro carácter, por conseguir ser de hecho el que somos en proyecto».55 De aquí se concluye que nuestra vida será más o menos auténtica según seamos más o menos fieles a nuestra vocación. Todo biógrafo verdadero se enfrenta ante una vida como ante «una ruina entre cuyos escombros tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido... La biografía es eso: sistema en que se unifican las contradicciones de una existencia». ¿Pero, hay acaso algún índice indicador de la conformidad de la vida con la vocación? Ortega y Gasset cree haberlo descubierto: «El hombre no reconoce su yo, su vocación singularísima, sino por el gusto o el disgusto que en cada situación siente. La infelicidad le va avisando, como la aguja de aparato registrador, cuando su vida efectiva realiza su programa vital, su entelequia, y cuando se desvía de ella».
Sin filosofía, ninguna vida puede ser conducida, porque en cada suceso, en cada acaecimiento trasparece el «sentido» vocacional de que está empapado. El yo es vocación hipostasiada, sustancia, y no mero devenir o quehacer como le llama José Ortega y Gasset.
No es la vocación asunto de conveniencia o de utilidad. Sabiéndolo o no sabiéndolo, queriéndolo o no, una vocación se tiene desde el momento en que el yo es una libertad que marcha hacia el cumplimiento de su «entelequia». Todo lo anecdótico, todo lo episódico, puede cobrar -a luz de la filosofía- rango categorial.
La vocación no se imagina creadoramente -como lo quiere un adepto de Ortega-, sino que se encuentra trazada «sobreconscientemente» por Alguien. Se trata solamente -y es algo bien difícil- de saber discernir la consistencia de esos trazos que constituyen la vocación. Es preciso no dejarse llevar por los brillantes, pero inauténticos dictados de la imaginación, para escuchar humildemente, fielmente, el llamado interior. Nuestra responsabilidad estriba en el uso que hagamos de nuestros poderes y de nuestras posibilidades. Podemos malograrlos o podemos hacerlos fructificar. Podemos declararnos vencidos ante los obstáculos o podemos vencerlos y servirnos de ellos, como de un alimento, para nutrir la vocación.
Louis Lavelle, profesor en el Colegio de Francia, dedica algunos párrafos luminosos al tema que nos ocupa: Mi vocación no está predeterminada: ¡a mí me corresponde realizarla! Debo saber extraer de todas las posibilidades que hay en mí la posibilidad que debe ser. Ni siquiera debo confundir mi vocación con mis preferencias, aunque mi preferencia más profunda debe coincidir con mi vocación, ni el llamado de mi destino con todas las sugerencias del momento, aunque el momento siempre me trae la oportunidad a la que debo responder. La sabiduría consiste en reconocer la misión que sólo Yo soy capaz de cumplir.
Mientras que la vocación es un llamado que nos hace Dios -mediante la voz interior- a los hombres, la invocación es un llamado que los hombres le hacemos a Dios.
Invocar es el acto de rogar o de pedir una cosa conveniente. En este sentido, la invocación es la elevación del alma a Dios.
Casi todos los racionalistas rechazan la invocación u oración: unos, como Kant, la consideran superflua, puesto que Dios conoce nuestras necesidades; otros, como Rousseau, Saisset y J. Simón, afirman que es ineficaz y derogativa del orden establecido por el Creador; algunos, creyendo que el hombre puede conseguir su fin con sus propias fuerzas, la rechazan por innecesaria.
Pese a todos los intentos de rechazo de los racionalistas, el hombre ha necesitado y seguirá necesitando de auxilios especiales de Dios, sin que le baste el concurso general. Para realizar la vocación y conseguir el último fin tropezamos con muchos obstáculos: desamparo biopsíquico, desamparo ontológico, insuficiencia radical o llámesele como quiera, el hecho es que la práctica del bien es muy difícil y la inclinación al mal es muy vehemente. Ahora bien, la vía ordinaria para alcanzar esos auxilios especiales de Dios es la invocación. Impulsados por las miserias de nuestro ser en el mundo, acudimos a Dios para que nos liberte de ellas. Confesándolo fuente de todos los bienes, omnipotente, sapientísimo, etc., actualizamos nuestro desamparo ontológico y le pedimos que colme nuestro afán de plenitud subsistencial.
Si los beneficios fueran concedidos indistintamente a los que oran y a los que no oran, Dios mostraría que le es indiferente que el hombre le dé gloria o se una más estrechamente a Él, o que lo desconozca y viva apartado. Pero esto repugna a la Providencia y Bondad divinas. Luego la oración de petición es el medio ordinario para merecer sus auxilios especiales.
Cuatrocientos años antes de que naciera Kant, Santo Tomás de Aquino previó su objeción y la refutó felizmente: «No representamos a Dios nuestras necesidades para que Él las conozca, sino para que mejor reconozcamos nosotros mismos nuestra miseria, acudamos a Él con mayor confianza y trabajemos con más ardor en el bien obrar»
En todos los lugares y en todos los tiempos, los hombres, la familia y los pueblos han pedido a Dios los bienes de que carecen y la supresión de los males que padecen. De este consentimiento universal de los pueblos, recordaremos tan sólo el caso de los griegos: entre ellos todas las reuniones públicas, jiras campestres, juegos, hasta los espectáculos teatrales, empezaban por la oración.
La invocación marca con su sello indeleble la vocación del hombre. «La oración es una fuerza tan real -asegura el Dr. Alexis Carrel- como puede serlo la gravitación universal. En el ejercicio de mi profesión he visto a muchos hombres hacerse superiores a la enfermedad y a la depresión que la acompaña, cuando habían ya fracasado todos los recursos de la terapéutica, gracias al esfuerzo sereno de la oración... Al orar, nos unimos a la fuerza motriz infinita que mueve al mundo. Pedimos que una parte de semejante fuerza se aplique en favor nuestro. El hecho mismo de pedir nos compensa de nuestra insuficiencia y nos reafirma». Sólo por medio de la invocación podemos llegar al cumplimiento de la vocación. La invocación es un modo de vivir que confiere fuerza a la frágil caña humana. Desde las raíces de la propia existencia y de la libertad se opera una misteriosa unión que sólo podemos comprobar. «El resto es silencio», como dice Hamlet en sus últimas palabras.
Si no podemos dispensarnos de pensar el ser que somos, es menester, al hablar de la vocación, concluir con la invocación. Es hora ya de abandonar el nominalismo y el empirismo de los existencialistas para alcanzar una antroposofía metafísica. Sin renunciar a las situaciones concretas reveladas por los análisis, hay que restaurar la capacidad de universalizar. Así como Platón quería ver el reflejo de la idea en el flujo movedizo del devenir, nuestra antroposofía aspira a descubrir, a develar -aletheia- en lo que es lo que debe ser. Del análisis concreto de la existencia he sido conducido invenciblemente hacia una Trascendencia que es, a la vez, el sentido de mi ser y la ley de mi vocación. La significación de mi devenir existencial está implicada en lo que yo soy esencialmente. Superando las fatalidades biológicas y las circunstancias accidentales de la vida, mi devenir tendrá valor humano en la medida que sea dirigido por la libertad que selle -con el sello de la autenticidad- mi obra más personal. Yo soy el artífice de mi propio destino porque la esencia individual está en mis manos. Hay un desfiladero hacia la nada y una escala hacia lo absoluto. Ante la fugacidad de mi existencia contingente cabe la decisión de aventar un ancla a la eternidad.
La vocación se inserta en una cosmovisión. No es que dependa de ella -porque le es anterior y la trasciende-, pero una vez descubierta, se articula en una concepción del universo.










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