
En la historia de la humanidad, entre las muchas dicotomías que han servido para comprender los matices de la realidad y para enfrentar tesis y antítesis desde perspectivas morales, económicas, políticas, científicas, antropológica, etc., según los supuestos, una de las más permanentes, con perfiles y enfoques diferentes, es la visión pesimista u optimista sobre la condición humana, que abre la puerta a la dictadura o a la democracia, al respeto o a la explotación, a la miseria o a la dignidad humana, entre muchas opciones o escenarios posibles. Está en el origen de filosofías de la historia o de concepciones políticas enfrentadas, con la dialéctica del odio o la idea de amistad cívica como motores respectivos. El análisis histórico sobre este dualismo de la miseria y de la dignidad, que refleja tesis antropológicas pesimistas u optimistas, es muy fructífero para entender la dialéctica de la evolución de la humanidad. Un esbozo de ese enfoque histórico está en un trabajo mío publicado hace pocos años: “La dignidad humana desde la Filosofía del Derecho” Uno de los antecedentes más interesantes está en el estudio de Jesús González Pérez “La dignidad humana de la persona” * Sobre el tema, además, hay una excelente tesis doctoral del Profesor Antonio Pelé, “La dignidad humana entre los antiguos y los modernos”, defendida recientemente en la Universidad Carlos III de Madrid y pendiente de publicación. En el gran debate dictadura y democracia, autoridad y libertad, esta opción radical condiciona los desarrollos según sea el punto de partida. En este estudio pretendo hacer una descripción analítica partiendo de un modelo clásico de la miseria humana y de los diversos modelos de la dignidad. Me parece que es un escenario suficiente para alcanzar una aceptable comprensión del problema.
I. EL MODELO DE LA MISERIA HUMANA
Junto al modelo clásico de Horacio y de Hobbes del “homo homini lupus” o del aún más radical de Gracián cuando apostilla que “el hombre es un hombre para el hombre”, que marcan

tendencias antropológicas pesimistas muy permanentes en la historia de la cultura, escojo el modelo de la defensa de la “fuga mundi” para acceder a la oración y a la contemplación divina que representa la obra del Cardenal Pier Damiano de Lotario di Segni, futuro Papa Inocencio III: “contemptu mundi, sive de miseria humana conditionis” Conocido como “De la miseria humana”. Sigue una línea cultural que renace y se fortalece en los siglos XI y XII, de desprecio del mundo frente al naciente interés por una cultura hedonista, a un nuevo amor por la vida y a una valoración de la experiencia terrena, que apunta a la idea clave del Renacimiento del hombre centro del mundo y centrado en el mundo. Es una corriente que venía de otros autores anteriores, como Anselmo de Aosta o Giovanni di Fécamp. Rechaza la autonomía profana del mundo y de los hombres que lo habitan, y pretende fundamentar la miseria de la condición humana apoyado en las Sagradas Escrituras, en algunos de los textos de los padres de la Iglesia, en autores escolásticos y en clásicos precristianos. Se apoya en numerosas citas bíblicas para demostrar la podredumbre de la naturaleza humana.
Los textos son del Evangelio de San Mateo, de San Lucas, del Apocalipsis o del libro de Job.
Describirá Lotario de Segni los horrores del parto al principio o la descomposición y putrefacción de la carne, con la muerte, al final, que vinculará con el carácter horrible del pecado. Es una exposición tenebrosa y pesimista que recorre la vida humana de todos, siervos, señores, casados, célibes, jóvenes o viejos. Expondrá después los siete pecados capitales que hacen que el hombre sea artífice
de su propia miseria. Los hombres son esclavos, dirá, de tres situaciones: la riqueza, los placeres y

los honores. De la riqueza deriva la maldad, de los placeres la indecencia y de los honores la vanidad. Utilizará, forzando su sentido, a clásicos como Séneca o Tertuliano y llegará en su exceso a negar la posibilidad de corregir la corrupción humana con el perdón de Dios y a sostener que todo lo creado es del dominio del Diablo, desvalorizando la creación como obra de Dios, rechazando la interpretación más mitigada del agustinismo de la escisión entre justos y pecadores en la humanidad y por supuesto, la idea de dignidad humana derivada del hombre como imagen de Dios en la tierra. Inocencio III, que será un gran perseguidor de la herejía albigense, expresaba en esta obra una incredulidad sobre el valor de la creación de vago sabor agnóstico. De esta idea fuerza y de otras como la división agustiniana entre justos y pecadores, o de la desigualdad entre hombres y mujeres o entre jerarquías y fieles, vendrá la dificultad eclesiástica, expresada en múltiples ocasiones históricas, para asumir la idea de “igual dignidad de todas las personas”.

No es una dificultad religiosa o desde la fé individual, sino desde las estructuras eclesiásticas en las religiones monoteístas institucionalizadas, con su imposibilidad de dar igual trato a todos. El desprecio del mundo se prolongará en los siglos XVI y XVII con la contrarreforma, muy reticente
con la idea de la dignidad, con el rechazo de la Ilustración en el propio siglo XVIII, y con el
pensamiento antimoderno, que se prolonga en el siglo XIX, negando las ideas racionalistas de la Ilustración, y desde el pensamiento pontificio desde Gregorio XVI, denla “Mirari Vos” (1832) hasta León XIII con la “Libertas” en los años ochenta, y con los totalitarismos leninista de extrema izquierda y fascistas de extrema derecha.
II EL MODELO DE LA DIGNIDAD
La idea de la dignidad se presenta como un concepto complejo, multiforme, que se ha ido perfilando a lo largo del tiempo, añadiendo matices y ampliando su espacio intelectual a partir del tránsito a la modernidad con una creciente presencia, como principio de principios, como valor de valores, con una mezcla de dimensiones fácticas y de deber ser que la convierten en una de las claves de bóveda de la identificación de los seres humanos y del espacio público en que se desarrollan. La distinción entre ética pública y ética privada descansa en los matices de esa dignidad humana que expresa mejor que nadie la idea de ese hombre moderno centro del mundo y centrado en el mundo, y que desarrolla su itinerario intelectual y vital en la sociedad liberal, democrática y social, que es la gran aportación de Europa a la cultura.
Después la ha extendido en los siglos XVI a XVIII, en los mundos donde los europeos introdujeron
su influencia y EXPORTARON las creaciones de la razón que comenzaron a germinar con viejos materiales clásicos y con los nuevos que se añadieron a partir del Renacimiento. Los modelos de dignidad que aparecen a lo largo de la historia serán tres:
1. La dignidad como sinónimo de rango, de puesto ocupado en la jerarquía social
En su origen antiguo o medieval tenía una raíz corporativa, gremial o feudal. En el mundo moderno,
con la aparición del capitalismo, añadirá un perfil económico, basado en la distinción entre ricos y pobres. Se expresa como honor, cargo o título, como apariencia o como imagen que cada uno representa o se le reconoce en la vida social. Es propia de sociedades estamentales, organizadas por castas, por órdenes cerradas, donde la hipertrofia del rango privará de dignidad, al menos de igual dignidad, a los inferiores, si ésta pretende ser sinónimo de autonomía personal y ser un coto vedado a intromisiones externas. En su vertiente moderna no aparece sólo la versión economicista, sino que otras formas de sociedad cerrada de raíz política, en el fascismo y en el leninismo, reproducen también el primer modelo, donde las burocracias del Estado y del partido son las que marcan la dignidad de sus miembros y la inferioridad de los demás, que aparecen como menos dignos. También prolongan el modelo los antimodernos modernos, especialmente del siglo XIX, que niegan al hombre abstracto y sólo reconocen al francés, al inglés o al alemán, e incluso, por la enseñanza de Montesquieu, al persa, como dice De Maistre en “La Velada en San Petesburgo”.
2. La dignidad derivada de nuestra semejanza con dios, que se desarrollará a finales de la edad media y desde el tránsito a la modernidad

Si esta semejanza deriva de la relación personal con Dios, en la manera en que lo entiende Rousseau, Unamuno o Fernando de los Ríos, o los demás representantes del subjetivismo religioso, cabe alcanzar la igual dignidad. Sin embargo, desde una Iglesia que monopoliza la idea de Dios, excluyendo a los demás, o que niega la autonomía del individuo en el uso de la razón y en la búsqueda de la verdad, no sólo en el ámbito religioso, sino en el científico o filosófico o que rechaza en su interior la igualdad entre jerarquía y fieles y entre hombre y mujer y donde la luz del hombre no será propia, sino sólo derivada de la luz de Dios, no cabe la dignidad, que sólo será posible dependiendo de la luz divina interpretada por la Iglesia y no igual para todos. En la lucha por la dignidad, la modernidad producirá como reacción directa a esa situación un proceso de liberación de esas ataduras como humanización y como racionalización que tendrán como objeto la devolución al hombre de su propia dignidad, es decir, de la dignidad humana autónoma. Por eso en el siglo XVIII se hablará de movimiento ilustrado, de humanismo, donde el ser humano brille con luz propia. Es el momento de la devolución de la luz y de la dignidad autónoma.
3. La dignidad derivada de los rasgos que nos diferencian de los restantes animales
Un cierto elemento intemporal de la idea deriva del texto de Séneca “El hombre es cosa sagrada para el hombre”, que aparece en una de sus cartas a Lucilio, como una intuición profunda de la línea correcta. En los dos primeros modelos la dignidad procedía de elementos externos a la persona, de tipo social en el primer caso y religioso o teológico en el segundo. En el tercero los rasgos de la dignidad proceden de nosotros mismos y aparece también en el Renacimiento y se fortalece con el proceso de secularización. Es la dignidad del hombre que depende de sí mismo, capaz de autodeterminarse y de caminar sin muletas, como decía Kant. A los dos primeros modelos podemos llamarles heterónomos, donde la dignidad tiene una raíz y un fundamento exterior al ser humano, en la realidad social, en el rango que el hombre ocupa en ella, en el Derecho, en la riqueza o en su semejanza con un ser superior, con Dios. El último modelo cristalizará en la Ilustración: es la dignidad autónoma que trae causa del hombre mismo y se encuentra en la propia condición humana. Aunque encontramos rastros de la idea de dignidad autónoma en las civilizaciones orientales, en Israel, en Grecia y en Roma, será a partir del tránsito a la modernidad cuando la dignidad alcanzará su plena dimensión como dignidad autónoma. Estamos en el humanismo del hombre centro del mundo. Se desarrollará una gran confianza en el poder y en el ingenio del hombre, y todos los autores impulsarán una exaltación del individuo, una reivindicación de la libertad y de su competencia y capacidad para razonar y para construir su autonomía en el arte, en la literatura y en la cultura. Una mezcla de estoicismo y de epicureismo, de defensa de la igual condición humana, del “carpe diem” de Horacio convertido en el “Cueillez des aujourd’hui les roses de la vie” de Ronsard, marcará el nuevo tiempo de la moderna dignidad. Además de centro del mundo, el hombre estará centrado en el mundo. Frente a la miseria humana de Inocencio III y frente al agustinismo político, reaccionará Giannozzo Manetti en su “De dignitate et excelentia hominis”, donde elogia “la inconmesurable dignidad y excelencia del hombre” y “los extraordinarios talentos y los privilegios de su naturaleza”. Así, poco a poco, el centro del debate pasará de nuestra semejanza con Dios a nuestras diferencias con los restantes animales. La dignidad de una persona incrementará subjetivamente su dignidad en lo que Maritain llamaba el “Humanismo integral”, es decir, el humanismo integrado por la fe en Cristo, que supondrá para él la vinculación de su humanidad con una idea trascendente. Sin embargo, esto no supone la existencia de dos dignidades de diferente nivel, ni un predominio de la dignidad de raíz religiosa.

Precisamente, una de las claves de la ética pública de la modernidad es el derecho a la libertad religiosa e ideológica de los ciudadanos. No hay un status de privilegio porque la dignidad humana es la base de la ética de los valores, de los principios y de los derechos cuyo destinatario es el ciudadano y no el creyente.
La clave es la igual condición de todos los seres humanos, con independencia de sus creencias últimas, porque las claves de la dignidad autónoma las proporcionan unos rasgos humanos comunes a creyentes y no creyentes. En este momento del razonamiento aparece clara la improcedencia de mediaciones institucionales religiosas, como Iglesias, o civiles, como tipos de Estado o partidos políticos, que supongan desigualdad entre personas, preferencias de unos sobre otros por razones ideológicas o religiosas, jerarquías o discriminaciones. En esos escenarios se excluye la noción de dignidad. La dignidad autónoma, como aquella derivada de los rasgos que nos distinguen a los humanos de los restantes animales, resulta de una racionalización conceptual de diferentes aportaciones históricas a partir del tránsito a la modernidad que se consolidan con la Ilustración y que se matizan hasta nuestros días.

Cada autor acentúa aquellas dimensiones que le parecen más relevantes. Pico de la Mirándola, Lorenzo Valla, Angelo Poliziano, Pietro Pomponazzi o, ya en los albores del siglo XVII, Giordano Bruno serán fundamentales en la Italia renacentista. También en España Pérez de la Oliva, Juan de Brocar o Francisco Recio, estos últimos en las “Laudes Litterarum”, elogios y panegíricos de las letras y de la gramática, defendieron este modelo de dignidad humana en aperturas de curso en Valencia, en Alcalá o en Salamanca. Desde entonces otros autores como Voltaire, el Rousseau de “La profesión de fe de un vicario de Saboya” o, especialmente, Kant, que racionaliza los rasgos de la dignidad y nos atribuye la condición de seres de fines que no podemos ser utilizados como medios y que no tenemos precio, consolidarán definitivamente la dignidad autónoma. Si hacemos una reducción analítica de estas diversas aportaciones históricas, las diferencias con los restantes animales se agrupan en torno a seis rasgos que identifican nuestra autonomía y nuestra capacidad de autodeterminación como dignidad, fundamento y raíz de la ética pública democrática.

1. Capacidad para elegir libremente entre las diversas opciones posibles. Es la libertad de elección o libertad psicológica (la “libertas minor” de que hablaba San Agustín). Aparece frente a condicionamientos y deterninismos y está en el origen de la historia, de la evolución y del progreso humanos. Es el primer paso para alcanzar la autonomía, es la autonomía inicial. Es consecuencia de una deliberación racional sobre aquello que proceda resolver o decidir.
2. Capacidad para construir conceptos generales y para razonar. Esta capacidad de superar los conceptos que recibimos por los sentidos, a través de la reflexión, dará lugar al pensamiento filosófico, científico y técnico, expresión exclusiva de nuestra condición, que nos permite alcanzar conclusiones sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre nuestro entorno, sobre lo infinitamente pequeño y sobre lo infinitamente grande, sobre el bien y el mal, sobre nuestras capacidades, sobre lo útil, sobre lo necesario, sobre el número, sobre el espacio y sobre el tiempo, sobre la materia, sobre el propio pensar y sobre la abstracción. Podríamos seguir porque los campos del saber son ilimitados o, al menos, no los hemos agotados todavía. Son el escaparate de nuestra grandeza, pero también pueden emplearse no para el progreso, sino para la destrucción. De ahí la necesidad de la racionalización y de lo improcedente de un optimismo ingenuo sobre la necesidad del progreso.
3. Capacidad para crear belleza de acuerdo con unos cánones estéticos, plurales. Es la reproducción de sentimientos, de afectos y de emociones o, simplemente, lo que los clásicos y los ilustrados llamaban la imitación de la naturaleza con la libre acción de la imaginación. Este rasgo está detrás de la pintura, la escultura, la literatura, la poesía, la música, en definitiva, el Arte o las Bellas Altes. 4. Capacidad para comunicarnos y para dialogar a través de todos los medios y técnicas de comunicación que la invención humana ha acumulado a lo largo de la historia, y que potencia, extiende y generaliza las creaciones racionales y estéticas, permite un recorrido histórico, su recepción por otros hombres en la posteridad, su crítica, su reelaboración y su proyección hacia el futuro. El lenguaje y la escritura son los núcleos básicos que permiten, como decía Vives, “Trasegar las ideas de una mente a otra”. El lenguaje natural escrito o hablado u otro lenguaje formalizado propio de la física o de la matemática son un cauce privilegiado para la construcción cultural, científica, técnica, artística o filosófica. Es un rasgo relacional que potencia los efectos de las creaciones racionales o estéticas. Como dice D’Alambert contemplando al conjunto de la humanidad: “La comunicación de las ideas es el principio y el sostén de esta unión y demanda necesariamente, la invención de los signos, tal es el origen de la formación de las sociedades con la cual han nacido las lenguas”
El lenguaje es una condición necesaria de la comunicación y también del razonamiento, y se expresa necesariamente a través de algunas expresiones artísticas como la literatura y el teatro. Combina científica, técnica, artística o filosófica. Es un rasgo relacional que potencia los efectos de las creaciones racionales o estéticas. Como dice D’Alambert contemplando al conjunto de la humanidad: “La comunicación de las ideas es el principio y el sostén de esta unión y demanda necesariamente, la invención de los signos, tal es el origen de la formación de las sociedades con la cual han nacido las lenguas”
racionalidad, expresividad, abstracción y capacidad descriptiva y es una de las más altas expresiones de nuestra dignidad.
5. Capacidad para vivir en sociedad, que en la historia de la cultura hemos construido desde dos modelos que tienen las mismas consecuencias y los mismos resultados. Las teorías pactistas o contractualistas, que sitúan a nuestra socialidad como consecuencia del pacto, como hipótesis lógica y no como hecho histórico; y las teorías basadas en la socialidad natural, que surge con nuestra propia condición de seres humanos. De ambos casos deriva la organización social, la existencia del poder, en el mundo moderno desde la forma política Estado, que impulsa y protege un sistema sofisticado y complejo de normas ante la necesidad de resolver situaciones derivadas de rasgos de nuestra condición, como la toma de conciencia de nuestro altruismo limitado, del problema de la escasez y de los criterios de distribución de bienes escasos, de la realidad de la existencia de la violencia y de la necesidad de terceros imparciales para disminuir los conflictos. Esta dimensión está en el origen del Derecho. Esta sociabilidad, sea racional o natural, supone en todo caso el reconocimiento del otro como tal otro y la imposibilidad de alcanzar en solitario el desarrollo de la dignidad, como radical reconocimiento de la necesidad de la convivencia. Los animales viven sólo, y no siempre, sistemas de socialidad primaria muy diferentes de los nuestros, donde la racionalidad y la complejidad de nuestra socialidad, las formas de comunicación que llevan a la cultura, ámbito relacional de nuestros conocimientos y de nuestras expresiones estéticas, son sólo específicas de los seres humanos. A través del Derecho cooperamos, satisfacemos necesidades ante medios escasos, superamos nuestro egoísmo con la aplicación de valores solidarios, organizamos nuestra igualdad básica, respetamos nuestras diferencias lícitas, protegemos nuestro ámbito de autonomía con la organización de instituciones imparciales. En resumen, con el poder y el Derecho en la modernidad se ha apoyado el desarrollo de la dignidad de la persona desde la humanización y la racionalización. El valor central de ese sistema sofisticado de normas en el modelo más favorecedor de la dignidad humana, que es el democrático, será el de la libertad relacionada con los otros valores: igualdad, solidaridad y seguridad. Así, podemos, desde el referente central de libertad, hablar de libertad igual, libertad solidaria y libertad segura.
6. Finalmente está nuestra capacidad para elegir el camino de la virtud, del bien, de la felicidad o de la salvación. Es la libertad moral que nos permite elegir entre diversas opciones de nuestra ética privada. Es la “libertas maior” de que hablaba San Agustín.
Comentarios
Publicar un comentario