Hay un amor que nace de la indigencia del hombre. El yo se torna al tú para abrazarlo y unirlo así. Pero este anhelo -expresión de la insaciedad y de la soledad del yo- es signo de pobreza. Se busca una plenitud y una intimidad que no se tienen. En esta búsqueda el tú es puesto al servicio del yo.
Pero hay también otro amor que no surge en la indigencia, sino en la plenitud. Ya no se trata de un tú al servicio del yo, sino al contrario, de un yo que comunica su propia riqueza al tú. Y esta comunicación se verifica por afán de comulgar en una intimidad que rebosa bondad, por alegría de donarse. En uno o en otro caso, el amor es un estado o propiedad del ser. Toda la vida gira en torno del amor que realiza la unitaria comunión de los seres.
Esa tensión de la indigencia a la plenitud, de lo imperfecto a lo perfecto, es la traducción de un ritmo existencial ineludible: la inquietud. En este sentido metafísico, el amor es una categoría de la existencia humana. Trátese de un temblor metafísico -y no de una simple emoción psicológica- que es inspiración y fuerza creadora; tensión hacia lo real, hecha de visión cognitiva, que nos adentra en los misterios del ser.
El amor existe. De esto no nos puede caber duda, puesto que lo sentimos y lo observamos. Si no lo experimentásemos, no podríamos comprenderlo. Y si no comprendiésemos el amor, perdería su sentido el problema del fin y del destino humanos.
Cuando se ama, se experimenta el sentimiento de una fusión de almas que intensifica la vida espiritual, hasta el grado de vivir la duración en un sentido absoluto que apunta a una verdadera eternidad.
Agustinianamente hablando, podríamos decir que un hombre es su amor. El origen de la actividad humana, la fuerza creadora y constructiva del hombre, se llama amor. Todo impulso, toda pasión, todo sentimiento tienen su raíz en el amor-fuerza. Y hasta nuestro entendimiento requiere un objeto (valor) que suscite en nosotros un deseo (amor) por conocerlo. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que el amor tenga una función gnoseológica. Trátese de una fuente energética que se encamina hacia la onticidad de las cosas y que constituye nuestra posibilidad de existir humanamente. Por el amor se persigue, justamente, alcanzar la perfecta ecuación del ser humano.

Este acto concreto de vida tiende hacia un bien sumo y trascendente. Pero esta tendencia no se realiza por visión intelectual, sino por acción, por gozosa vivencia. «No puede comprenderse la ética, en cuanto normatización racional de nuestra conducta, si no se pone como piedra de toque -ha dicho Juan R. Sepich- la experiencia de amor. Sin ella todo principio racional se torna extrahumano e inoperante. Será teóricamente verdadero; pero existencialmente, no»
Mi destino es iluminado por el amor. El amor me revela que estoy hecho para la perfección, que mi aspiración o sed infinita de vida y más vida no se aquietará hasta llegar a su término: la suprema perfección. El instinto sexual no es más que una primera fase -imperfecta y provisoria- del amor. Como necesidad orgánica, desaparece una vez satisfecho. Como deseo por la posesión del cuerpo, se desvanece cuando la hermosura física se marchita o se corrompe. Por eso el auténtico amor, es amor de perfección, amor del bien, de la belleza, de la sabiduría. El verdadero amor es el amor de Dios. El espíritu humano no tiene otro centro de reposo. Fuera de este supremo centro gravitario todo es desorden y agitación.

A más de mover nuestra vida, el amor le da su valor exacto. Cuando el hombre se siente impulsado por el amor debe ante todo examinar hacia dónde lo dirige el amor. Si se inclina a lo terrestre o corruptible por sí mismo, como último desideratum, su vida gira en torno del tiempo y de la nada. Si se dirige a lo eterno y perdurable, su vida se hace valiosa. En lo perecedero no puede encontrarse felicidad. Y nos importa, sobre todo, encontrar el camino más corto y seguro para llegar a ese feliz estado de reposo. Conviene conocer y valorar cada ente para darle el grado de amor que merece.
Si el amor es la afinidad de la voluntad con un cierto bien, y la complacencia que pone en él, la voluntad de un espíritu encarnado no puede encontrar reposo ni complacencia en un bien inferior a su tipo de ser. Sólo la visión directa de la verdad infinita e increada me puede hacer gozar del verdadero amor. Mi voluntad nunca se podrá apaciguar si no es con el bien universal. Lo trascendente y lo absoluto es para el hombre una necesidad ineludible.
La naturaleza del espíritu humano consiste en el tender hacia el ser plenario. El espíritu del hombre es en cuanto desea a Dios. En este sentido hay que entender al maestro Eckhart cuando nos dice: «el alma es en este mundo sólo por el amor; en efecto, donde ama allí es; tal como ama, es» El amor originario del ser humano se dirige a Dios, que es lo único bueno en plenitud. Las creaturas son, en sí mismas, malicia y no-ser. El amor sólo se puede detener en ellas provisoriamente, porque, en definitiva, el amor es una relación con lo absoluto; una «alteridad» en la unidad, que a todas las cosas confiere un valor espiritual y divino
Óntico es un calificativo que significa «del ser», «del ente» o bien relacionado con ellos. Se trata de una noción que se emplea en el terreno de la filosofía. El concepto fue desarrollado por el filósofo alemán Martin Heidegger, autor de la famosa obra “Ser y tiempo”.
Por lo general se entiende lo óntico en contraste con lo ontológico. Lo óntico puede apreciarse desde fuera del ente, contemplándolo con pasividad, mientras que lo ontológico está asociado al ser del ente y debe verse desde adentro del mismo.
Según explicó el filósofo y profesor argentino Carlos Cossio. Siguiendo con el razonamiento de este pensador, el significado de óntico proviene de la existencia de las cosas en sí misma: dicha existencia no es producida por el ser humano. Lo ontológico, por el contrario, es una construcción humana a partir de la interpretación de la esencia de las cosas.
El ente tiene una presencia óntica a la que se accede a través de la contemplación, ya que se deja ver. Sin embargo, con la excepción del ser humano, ningún ente expresa en qué consiste por sí mismo. Son las personas las que, al observar esa presencia óntica, llegan al ser del ente mediante un trabajo intelectual.
Para Heidegger, en definitiva, lo óntico es el universo de los entes. Dicho de otro modo, las concreciones empíricas del ente constituyen el campo de lo óntico. Lo ontológico, por su parte, es el universo del ser y se vincula a la dimensión esencial que trasciende la presencia objetiva
De acuerdo con Heidegger, existe una supremacía ontológica en el problema del ser, dado que esta cuestión precede cualquier otra que el ser humano se encuentre. La supremacía de lo óntico, en cambio, es el hecho de que nuestra especie para comprender el ser debe también comprenderse a sí mismo en cuanto a que es. Considera que somos entes privilegiados, capaces de hacernos preguntas acerca de nuestra propia existencia.
Si el rasgo principal de cada individuo de nuestra especie es la capacidad de dirigirse a sí mismo, al propio ser, este modo de comportarse, de ser, no podemos llamarlo de otra manera que existencia. El ser siempre se entiende a sí mismo apoyado en su propia existencia, o sea, en la posibilidad que tiene de ser o no él mismo. Estos son algunos de los razonamientos que podemos encontrar en la obra de Heidegger
La filosofía de Kant se puede considerar una doctrina óntica, ya que especula acerca de los objetos, sus problemas en el mundo y, por lo tanto, se opone a la concepción ontológica que ponga el problema del origen del mundo por encima del propio ser. Es en este sentido que Heidegger sostiene su deseo de oponerse a la doctrina de Kant y, de hecho, completarla.
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