LOS CAMINOS DE LA
FELICIDAD
(TERCERA PARTE, FINAL)
¿Qué necesidad
tiene el hombre del Edén pasado, del Paraíso venidero sí, el cielo está dentro de
nosotros y es nuestro vivir?
La humildad es la
base de todas las virtudes: El que más abajo llega, construye, sin duda, el
refugio más seguro.
BAILEY
La verdad está en
nuestro interior; y, no importa lo que pienses, no nace del exterior
BROWNING
También
existe el sacrificio de la avaricia y de todos los pensamientos de codicia,
alegrarnos de que otras personas obtengan y disfruten de bienes; aceptar que
esos bienes les brinden felicidad; dejar de reclamar «lo que es nuestro» y
ceder a los demás, con desinterés y sin malicia, lo que merecen. Esta actitud
mental es una fuente de profunda paz y de gran fuerza espiritual. Se trata del
sacrificio de los propios intereses.
Los
bienes materiales son temporales y, en este sentido, realmente no podemos
definirlos como nuestros. Sólo nos pertenecen durante un breve periodo de
tiempo. Pero los bienes espirituales son eternos y siempre permanecerán con
nosotros. La generosidad es un bien espiritual que sólo puede ganarse dejando
de codiciar bienes y placeres materiales, renunciando a considerar las cosas
sólo en función de nuestro propio placer, y estando dispuestos a cederlas para
el bien de los demás.
La
persona generosa, aunque se encuentre rodeada de riquezas, se mantiene
mentalmente apartada de la idea de «posesión exclusiva» y así se libra de la
amargura, el miedo y la ansiedad que acompañan al espíritu codicioso. Esta
persona considera que los recursos externos no son demasiado valiosos y se
pueden perder. Sin embargo, estima que la virtud de la generosidad es algo de
lo que el mundo no puede prescindir, porque la humanidad que sufre no debe
dejar que ésta se pierda ni debe descuidarla.
¿Y quién es el hombre bendecido? ¿El que siempre anhela más y más bienes,
pensando sólo en el placer personal que puede obtener de ellos? ¿O el que está
dispuesto a renunciar a lo que tiene por el bien y la felicidad de los demás?
La avaricia destruye la felicidad; la generosidad hace que la recobremos.
Otro
sacrificio oculto, de gran belleza espiritual y de poderosa eficacia en la
curación de los sufrimientos humanos, es el sacrificio del odio. Renunciar a
todos los pensamientos de amargura contra los demás, a toda la maldad, la
antipatía y el resentimiento. Los pensamientos de amargura y las bendiciones no
pueden coexistir. El odio es un horrible fuego que consume, desde el corazón
donde arde, todas las dulces flores de paz y felicidad y que convierte en un
infierno todo aquello que se cruza en su camino.
El odio
tiene muchos nombres y muchas formas, pero sólo una esencia: los pensamientos
voraces de resentimiento contra nuestros semejantes. En ocasiones, está
instalado en el corazón de ciegos devotos, en nombre de la religión, provocando
que éstos ataquen, calumnien y se persigan unos a otros porque no aceptan las
opiniones de los demás acerca de la vida y la muerte, y, de esta forma, inundan
la tierra de desgracias y lágrimas.
Todo el resentimiento, la antipatía, los malos pensamientos y el hablar mal de
los demás son expresiones de odio, y, donde hay odio, siempre habrá tristeza.
Nadie ha podido eliminar el odio teniendo en la mente pensamientos de resentimiento
hacia sus semejantes. Este sacrificio no se consumará hasta que un hombre pueda
pensar con benevolencia en las personas que tratan de hacerle mal Te digan lo
que te digan los demás, te hagan lo que te hagan, nunca te sientas ofendido. No
devuelvas el odio con más odio. Si alguien te odia, tal vez es porque has
fallado, deliberada o inconscientemente, en tu conducta, o porque a lo mejor
existe un malentendido que se podría corregir con un poco de bondad y sentido
común. Pero, en cualquier circunstancia, pronunciar la frase «Padre,
perdónales» es infinitamente mejor, más dulce y más noble que pensar: «Ya no
quiero volver a saber nada de ellos». El odio es mezquino y estéril; es ciego y
despreciable. El amor es grande y poderoso; es tolerante y dichoso.
La actitud más elevada es no
hablar mal de nadie. El mejor reformista es aquél cuyos ojos son rápidos para
observar toda la belleza y aquello que vale la pena. Y el que, en su ordenada y
discreta manera de vivir, responde en silencio las fallas de los demás.
Elimina
todo el odio, ahógalo en el altar sagrado de la devoción: la devoción a los
demás. No pienses más en la herida que alguien pudo ocasionar a tu pequeño ego.
Más bien, de ahora en adelante, comprométete a no perjudicar ni dañar a nadie.
Abre las esclusas de su corazón para que penetre el flujo de ese dulce, hermoso
y extraordinario amor que todo lo envuelve con pensamientos de protección y
paz, poderosos y tiernos, sin dejar a nadie fuera. Así es, a nadie fuera, en el
frío. Ni siquiera a aquél que te odia, te calumnia o te desprecia.
También
existe el sacrificio oculto de los deseos impuros, de la débil autocompasión,
del degradante auto-elogio, de la vanidad y del orgullo, ya que éstas son
desafortunadas actitudes de la mente y deformidades del corazón. Aquél que las
va venciendo, una a una, que las somete y las extermina poco a poco, conforme a
la medida de su éxito, superará la debilidad, el sufrimiento y la aflicción
hasta llegar a comprender y a disfrutar de una perfecta e imperecedera felicidad.
Ahora
bien, todos estos sacrificios ocultos que hemos mencionado, son ofrendas puras
y humildes del corazón. Se han gestado en nuestro interior y se han ofrendado
sobre el altar sagrado, solitario e invisible de nuestro propio corazón.
Ninguno de estos sacrificios puede realizarse si primero no se reconoce y se
confiesa en silencio la culpa. Nadie puede eliminar un error si antes no
reconoce (ante sí mismo): «Estoy equivocado». Cuando lo haga, podrá percibir y
recibir la verdad que su error había oscurecido.
«El reino
de los cielos no llega con la observación», y el sacrificio silencioso de
nosotros mismos por el bien de los demás —la renuncia diaria a nuestras
tendencias egoístas— no es recompensado por los hombres ni atrae honores,
alabanzas o popularidad. Se encuentra oculto a los ojos de todo el mundo, hasta
de aquellos que están más cerca de ti, ya que los ojos humanos no pueden
percibir esa belleza espiritual. Pero no pienses que es trivial por el hecho de
que pasa desapercibido. Tú disfrutas de su dichoso resplandor, y su poder
benéfico para los demás es grande y de gran alcance porque, aunque ellos no
puedan verlo y quizá tampoco lo entiendan, se encuentran inconscientemente bajo
su influencia. Los demás no sabrán de las batallas silenciosas que tú estás
librando, ni de las eternas victorias que estás logrando sobre ti mismo, pero
podrán percibir que tu actitud ha cambiado, que tu mente renovada está
trabajando en el telar del amor y de los pensamientos amorosos y compartirán tu
felicidad y tu dicha. Los demás no se darán cuenta de la fiera batalla a la que
te has lanzado, de las heridas que recibes, ni del bálsamo que les aplicas para
curarlas. No sabrán de la angustia que sientes o de la paz que logras después.
Pero sí sabrán que te has convertido en una persona más dulce, más amable, más
fuerte, más silenciosamente independiente, más paciente y más pura, y se
sentirán tranquilos y protegidos por tu presencia. ¿Qué recompensas pueden
compararse con esto? Las alabanzas de los hombres, comparadas con los fragantes
oficios del amor, son vulgares y exageradas, y, en la llama pura de un corazón
generoso, las adulaciones del mundo se convierten en cenizas. El amor es en sí
la recompensa, la alegría y la satisfacción; es el refugio final y el lugar de
descanso de las almas que han vivido torturadas por la pasión.
El
sacrificio del ego, la adquisición del conocimiento supremo y la dicha que esto
proporciona, no se logra por medio de un proceso grande y glorioso, sino por
una serie de sacrificios menores y sucesivos en la vida cotidiana, por una
serie de pasos en la conquista diaria de la Verdad sobre el egoísmo. Quien
alcanza todos los días alguna victoria sobre sí mismo; quien logra someter y
superar los pensamientos ofensivos y los deseos impuros; quien logra vencer la
tendencia al pecado, cada día se hace más fuerte, más puro y más sabio, y cada
amanecer se encuentra más cerca de la gloria final de la Verdad, la cual es, en
parte, revelada con cada acto de sacrificio.
No
busques en el exterior ni más allá de ti mismo la luz y las bendiciones de la
Verdad: busca en tu interior. Podrás encontrarlas dentro de la estrecha esfera
del deber, incluso en los humildes y ocultos sacrificios de tu propio corazón.
Comentarios
Publicar un comentario