¡Sí...! ¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi
corazón esa palabra hace años! ¡Cómo habría despertado el terror que solía
sobrevenirme a veces, enviando la sangre silbante y hormigueante por mis venas,
hasta que el rocío frío del miedo aparecía en gruesas gotas sobre mi piel y las
rodillas se entrechocaban por el espanto!
Me acuerdo del tiempo en el que tenía miedo
de estar loco; cuando solía despertarme sobresaltado, caía de rodillas y rezaba
para que se me perdonara la maldición de mi raza; cuando huía precipitadamente
ante la vista de la alegría o la felicidad, para ocultarme en algún lugar
solitario y pasar fatigosas horas observando el progreso de la fiebre que
consumiría mi cerebro. Sabía que la locura estaba mezclada con mi misma sangre
y con la médula de mis huesos. Que había pasado una generación sin que
apareciera la pestilencia y que era yo el primero en quien reviviría. y yo huía
para embrutecerme en la soledad.
Así lo hice durante años; fueron unos años
largos, muy largos. Aquí las noches son largas a veces... larguísimas; pero no
son nada comparadas con las noches inquietas y los sueños aterradores que
sufría en aquel tiempo. Con bajos murmullos me contaban que el suelo de la
vieja casa en la que murió el padre de mi padre estaba manchado por su propia sangre,
que él mismo se había provocado en su furiosa locura. Me tapaba los oídos con
los dedos, pero gritaban dentro de mi cabeza hasta que la habitación resonaba
con los gritos que decían que una generación antes de él la locura se había
dormido, pero que su abuelo había vivido durante años con las manos unidas al
suelo por grilletes para impedir que se despedazara a sí mismo con ellas. Sabía
que contaban la verdad... bien que lo sabía. Lo había descubierto años antes,
aunque habían intentado ocultármelo. ¡Ja, ja! Era demasiado astuto para ellos,
aunque me consideraran como un loco. Finalmente llegó la locura y me maravillé
de que alguna vez hubiera podido tenerle miedo. Ahora podía entrar en el mundo
y reír y gritar con los mejores de entre ellos. Yo sabía que estaba loco, pero
ellos ni siquiera lo sospechaban. Las riquezas fueron mías, la abundancia se
derramó sobre mí y alborotaba entre placeres que multiplicaban por mil la
conciencia de mi secreto bien guardado. Heredé un patrimonio. La ley, la propia
ley de ojos de águila, había sido engañada, y había entregado en las manos de
un loco miles de discutidas libras. ¿Dónde estaba el ingenio de los hombres
listos de mente sana? ¿Dónde la habilidad de los abogados, ansiosos por
descubrir un fallo? La astucia del loco les había superado a todos.
Tenía dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo
gastaba profusamente. ¡Cómo me alababan! ¡Cómo se humillaban ante mí aquellos
tres hermanos orgullosos y despóticos! ¡Y el anciano padre de cabellos blancos,
qué deferencia, qué respeto, qué dedicada amistad, cómo me veneraba! El anciano
tenía una hija y los hombres una hermana; y los cinco eran pobres. Yo era rico,
y cuando me casé con la joven vi una sonrisa de triunfo en los rostros de sus
necesitados parientes, pues pensaban que su plan había funcionado bien y habían
ganado el premio. A mí me tocaba sonreír. ¡Sonreír! Reírme a carcajada limpia,
arrancarme los cabellos y dar vueltas por el suelo con gritos de gozo. Bien
poco se daban cuenta de que la habían casado con un loco.
Pero un momento. De haberlo sabido, ¿la
habrían salvado? La felicidad de la hermana contra el oro de su marido. ¡La más
ligera pluma lanzada al aire contra la alegre cadena que adornaba mi cuerpo!
Pero en una cosa, pese a toda mi astucia, fui engañado. Si no hubiera estado
loco, pues, aunque los locos tenemos bastante buen ingenio a veces nos
confundimos, habría sabido que la joven antes habría preferido que la colocaran
rígida y fría en un pesado ataúd de plomo que llegar vestida de novia a mi rica
y deslumbrante casa. Habría sabido que su corazón pertenecía a un muchacho de
ojos oscuros cuyo nombre le oí pronunciar una vez entre suspiros en uno de sus
sueños turbulentos, y que me había sido sacrificada para aliviar la pobreza del
hombre anciano de cabellos blancos y de sus soberbios hermanos.
Ahora no recuerdo ni las formas ni los
rostros, pero sé que ella era hermosa. ese cuerpo es el de ella; el rostro está
muy pálido y los ojos tienen un brillo vidrioso, pero los conozco bien.
finalmente lo descubrí. No podía evitar durante mucho tiempo que me enterara.
Ella nunca me había querido; por mi parte, yo nunca pensé que lo hiciera; ella
despreciaba mi riqueza y odiaba el esplendor en el que vivía; pero yo no había
esperado eso. Ella amaba a otro y a mí jamás se me había ocurrido pensar en tal
cosa No la odiaba, aunque odiaba al muchacho por el que lloraba. Sentía piedad,
sí, piedad, por la vida desgraciada a la que la habían condenado sus parientes
fríos y egoístas. Sabía que ella no podía vivir mucho tiempo, pero el
pensamiento de que antes de su muerte pudiera engendrar algún hijo de destino
funesto, que transmitiría la locura a sus descendientes, me decidió. Resolví
matarla. Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en
el fuego. Era una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la esposa
del loco convirtiéndose en cenizas. Pensé también en la burla de una gran
recompensa, y algún hombre cuerdo colgando y mecido por el viento por un acto
que no había cometido... ¡y todo por la astucia de un loco! Pensé a menudo en
ello, pero finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El placer de afilar la navaja un día
tras otro, sintiendo su borde afilado y pensando en la abertura que podía
causar un golpe de su borde delgado y brillante!
Podría haberla matado sin lucha, pero se
había provocado la alarma en la casa. Oí pasos en los escalones. Dejé la
cuchilla en el cajón habitual, abrí la puerta y grité en voz alta pidiendo
ayuda. Vinieron, la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con el
conocimiento perdido durante varias horas; y cuando recuperó la vida, la mirada
y el habla, había perdido el sentido y desvariaba furiosamente. Llamamos a
varios médicos, hombres importantes que llegaron hasta mi casa en finos
carruajes, con hermosos caballos y criados llamativos. Estuvieron junto a su
lecho durante semanas. Celebraron una importante reunión y consultaron unos con
otros, en voz baja y solemne, en otra habitación. Uno de ellos, el más
inteligente y famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que me preparara para
lo peor. Me dijo que mi esposa estaba loca... ¡a mí, al loco! Permaneció cerca
de mí junto a una ventana abierta, mirándome directamente al rostro y dejando
una mano sobre mi hombro. Con un pequeño esfuerzo habría podido lanzarlo abajo,
a la calle. Habría sido divertido hacerlo, pero mi secreto estaba en juego y
dejé que se marchara. Unos días más tarde me dijeron que debía someterla a
algunas limitaciones: debía proporcionarle alguien que la cuidara. ¡Me lo
pedían a mí!¡Salí al campo abierto, donde nadie pudiera escucharme, y reí hasta
que el aire resonó con mis gritos!
Murió al día siguiente. El anciano de
cabello blanco la siguió hasta la tumba y los orgullosos hermanos dejaron caer
una lágrima sobre el cadáver insensible de aquella cuyos sufrimientos habían
considerado con músculos de hierro mientras vivió. Todo aquello alimentaba mi
alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo blanco que tenía sobre el rostro
mientras regresamos cabalgando a casa, hasta que las lágrimas brotaron de mis
ojos.
Pero, aunque había cumplido mi objetivo, y
la había asesinado, me sentí inquieto y perturbado, y pensé que no tardarían
mucho en conocer mi secreto. No podía ocultar la alegría y el regocijo salvaje:
que hervían en mi interior y que cuando estaba a solas, en casa, me hacía dar
saltos y batir palmas, dando vueltas y más vueltas en un baile frenético, y
gritar en voz muy alta... Pero apretaba los dientes, afirmaba los pies en el
suelo y me clavaba las afiladas uñas en las manos. Mantenía el secreto y nadie
sabía aún que yo era un loco.
Aquel hombre tenía un nombramiento en
ejército... ¡un nombramiento comprado con mi dinero y con la desgracia de su
hermana! Él fue el que: más había tramado para insidiar y quedarse con n
riqueza. Él había sido el principal instrumento para obligar a su hermana a casarse
conmigo, y bien sabía que el corazón de aquélla pertenecía al piadoso muchacho.
¡Por causa de su uniforme! ¡El uniforme y su degradación! Volví mis ojos hacia
él... no pude evitarlo; pero no dije una sola palabra. Vi que bajo mi mirada se
produjo en él un cambio repentino. Era un hombre valiente, pero el color
desapareció de su rostro y retrocedió en su silla. ~ acerqué la mía a la suya;
y mientras reía, pues entonces estaba muy alegre, vi cómo se estremecía. Sé que
la locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de mí mismo.
Quería usted mucho a su hermana cuando ella
vivía-le dije-. Mucho. Miró con inquietud a su alrededor, y le vi sujeta con la
mano el respaldo de la silla; pero no dije nada. -Es usted un villano -le
dije-. Le he descubierto. Descubrí sus infernales trampas contra mí; que el
corazón de ella estaba puesto en otro cuando usted la obligó a casarse conmigo.
Lo sé... lo sé. De pronto, se levantó de un salto de la silla y blandió en
alto, obligándome a retroceder, pus mientras iba hablando procuraba acercarme
más a él. Más que hablar grité, pues sentí que pasiones tumultuosas corrían por
mis venas, y los viejos espíritus me susurraban y tentaban para que le sacara
el corazón. -Condenado sea-dije poniéndome en pie y lanzándome sobre él-. Yo la
maté. Estoy loco. Acabaré con usted. ¡Sangre, sangre! ¡Tengo que tenerla! Me
hice a un lado para evitar un golpe que, en su terror, me lanzó con la silla, y
me enzarcé con él. Produciendo un fuerte estrépito, caímos juntos al suelo y
rodamos sobre él.
Fue una buena pelea, pues era un hombre
alto y fuerte que luchaba por su vida, y yo un loco poderoso sediento de su
destrucción. No había ninguna fuerza igual a la mía, y yo tenía la razón. ¡Sí,
la razón, aunque fuera un loco! Cada vez fue debatiéndose menos. Me arrodillé
sobre su pecho y le sujeté firmemente la garganta oscura con ambas manos. El
rostro se le fue poniendo morado; los ojos se le salían de la cabeza y con la
lengua fuera parecía burlarse de mí. Apreté todavía más. De pronto se abrió la
puerta con un fuerte estrépito y entró un grupo de gente, gritándose unos a
otros que cogieran al loco.
Mi secreto había sido descubierto y ahora
sólo luchaba por mi libertad. Me puse en pie antes de que me tocara una mano,
me lancé entre los asaltantes y me abrí camino con mi fuerte brazo, como si
llevara un hacha en la mano y les atacara con ella. Llegué a la puerta, me
lancé por el pasamanos y en un instante estaba en la calle.
Corrí veloz y en línea recta, sin que nadie
se atreviera a detenerme. Por detrás oía el ruido de uno; pies, y redoblé la
velocidad. Se fue haciendo más débil en la distancia, hasta que por fin
desapareció totalmente; pero yo seguía dando saltos entre los pantanos y
riachuelos, por encima de cercas y de, muros, con gritos salvajes que escuchaban
seres extraños que venían hacia mí por todas partes y aumentaban el sonido
hasta que éste horadaba el aire Iba llevado en los brazos de demonios que
corrían sobre el viento, que traspasaban las orillas y los setos, y giraban y
giraban a mi alrededor con un ruido y una velocidad que me hacía perder la
cabeza, hasta que finalmente me apartaron de ellos con un golpe violento y caí
pesadamente sobre el suelo. Al despertar, me encontré aquí, en esta celda gris
a la que raras veces llega la luz del sol, y por la que pasa la luna con unos
rayos que sólo sirven para mostrar mi alrededor sombras oscuras, y para que
pueda ver esa figura silenciosa en su esquina. Cuando estoy despierto, a veces
puedo oír extraños gritos procedentes de partes distantes de este enorme lugar.
N sé lo que son; pero no proceden de ese cuerpo pálido, y tampoco ella les presta
atención. Pues desde las primeras sombras del ocaso hasta la primera luz de la
mañana, esa figura sigue en pie e inmóvil en el mismo lugar, escuchando la música
de mi cadena de hierro, y viéndome saltar sobre mi lecho de paja.
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