Nuestra madre era una excelente matemática, pese a que a duras penas sabía leer, “Cuando lleguemos a casa, arreglamos cuentas”, nos decía después de una pataleta, que solíamos hacerle en público.
Nos
enseñó lógica, pues cuando le preguntábamos: “Mamá, ¿qué hay para comer?”, ella
nos respondía: “¡Comida!”. Nos enseñó economía, pues cuando nos veía llorando
nos decía: “Guarden esas lágrimas para cuando me muera”. Nos enseñó a tener
cuidados odontológicos, pues cuando le respondíamos mal a sus preguntas nos
gritaba: “¡Me vuelves a responder así, y te saco los dientes!”. Nos enseñó a
tener identidad, pues cuando se enojaba nos llamaba por el nombre completo. Nos
enseñó a ubicarnos, pues cuando la locura juvenil nos hacía ver el mundo
pequeño, nos decía: “En mi casa mando yo; cuando tengas la tuya allí mandarás
tú”.
Además,
nuestra madre era una excelente filósofa: “Claro, como tienen una sirvienta”,
nos decía cuando no le encontrábamos sentido a los oficios. Y una excelente meteoróloga,
pues cuando iba a llover nos gritaba: ¡Entren la ropa!; o cuando hacía sol, nos
lanzaba el grito inverso: ¡Saquen la ropa! Y era una excelente líder y
organizadora cuando gritaba: ¡A comer! ¡A dormir!, sin inmutarse, porque tantas
veces nadie le hizo caso.
Y no
recuerdo que emitiera una queja. Ni un solo reniegue. Ni siquiera un reclamo
por el sitio que ocupaba en la casa. Ni siquiera cuando los años y los partos
hicieron mella en su físico. Siempre tuvo una sonrisa para los mimos, incluso
cuando el polvo del tiempo cambió su cabellera en ondulados hilos blancos.
¿Cómo hizo para llevar sobre sus hombros nuestros sufrimientos y nuestras alegrías?
¡Era fantástica! ¡Valiente! A pesar de ser frágil, de tener esos dedos delgados
y largos y esos huesos finos, resistía como el acero, flotaba como el algodón,
volaba como los pájaros.
Y así
son todas las madres. Las viejas y las jóvenes. Es su naturaleza. Sólo pueden
serlo esas mujeres que son las esposas, las trabajadoras, las maestras. Las que
son modelo, vendedoras, abogadas, doctoras, las secretarias. Las mujeres
blancas, las negras, las indias, las mestizas. El ser más maravilloso de la
creación, lleva en su vientre la fábrica de la vida. Las que cuidan de los
hijos en el solo oficio de permanecer en la casa, sin pedir nada a cambio. Sin
recibir un salario. Tan solo por la satisfacción de ver cómo crecen los hijos
iluminados con su sonrisa.
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