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FILOSOFÍA DEL HOMBRE I

 LA PERSONA

ANTROPOLOGÍA Y ANTROPOSOFÍA
La antropología científica y la antroposofía son, dos disciplinas que coinciden en su objeto material -preocupación acerca del hombre- pero que difieren radicalmente en su objeto formal. En tanto que la antroposofía busca en el hombre sólo las causas primeras, la antropología investiga en el ser humano únicamente los principios próximos o causas segundas
La antroposofía demarca los límites de las otras ciencias antropológicas y les señala su objeto. Su oficio de ciencia rectora le hace proyectar su luz sobre los descubrimientos y las teorías de la antropología médica, de la antropología moral, de la antropología étnica, etc.
Aquí tenemos a la antroposofía en su papel de juez. La metafísica de la existencia humana o antroposofía tiene bajo su dependencia -de un cierto modo- a todas las ciencias especiales, porque sus principios son los primeros en importancia y los máximos en elevación. Aquí tenemos a la antroposofía en su papel de rectora. Las antropologías especiales desarrollan sus demostraciones a partir de ciertos principios o de ciertos datos que no pueden aclarar ni defender. Aquí es cuando interviene la antroposofía en su papel de defensora.
Aunque Aristóteles no llegó nunca a delinear una verdadera antroposofía, bien podemos decir en fórmula aristotélica: el hombre en cuanto tal, tiene una estructura «fundamental» y la antroposofía como ciencia consistirá en la inquisición de estas primalidades del hombre.
¿Qué es el hombre y cuál es su puesto en el universo? Al plantearse esta pregunta, la antroposofía sobrepasa la interrogante científica antropológica por considerar al hombre no sólo en su ser natural, sino también en su ser esencial; no sólo en su puesto dentro de la naturaleza, sino también dentro del espíritu.
Ni el médico estudiando esqueletos, ni el etnólogo razas, ni el sociólogo tribus, ni el lingüista idiomas arcaicos, encontrarán al hombre concreto íntegro, vivo y actual o eterno. Los cultivadores de las ciencias especiales buscan al hombre donde el hombre no está, con instrumentos inapropiados para captar las sutilezas de lo humano. De ahí la certera agudeza de la paradoja de Heidegger: «en ninguna época se ha sabido tanto y tan diverso con respecto al hombre como en la nuestra. En ninguna época se expuso el conocimiento acerca del hombre en forma más penetrante ni más fascinante que en ésta. Ninguna época, hasta la fecha, ha sido capaz de hacer accesible este saber con la rapidez y facilidad que la nuestra. Y, sin embargo, en ningún tiempo se ha sabido menos acerca de lo que el hombre es. En ninguna época ha sido el hombre tan problemático como en la actual».
Por encima de la biología está el espíritu. Más allá del organismo está el hombre. A este saber del ser humano se llega por la vía del espíritu. Pero como el hombre es el punto de contacto entre la tierra y el cielo, el itinerario prosigue hasta arribar a Dios. «Una antropología -ha dicho con razón José Gaos- no puede ser acabada si no acaba en teología. No tanto no podemos empezar a hablar de Dios sino hablando primero de nosotros mismos, cuanto no podemos hablar de nosotros mismos sino hablando, por último, de Dios».
Creo que ya es hora de reivindicar el vocablo «antroposofía», que ha rodado entre las impuras manos de los teósofos. La palabra serviría para designar en el futuro, «una visión primera del hombre; una concepción, a la vez viva y teorética, que haga posible la edificación, sobre ella, de las ciencias particulares» (Pedro Caba). Sobre esta rica y previa visión de conjunto, podrán los hombres de ciencia manejar el arsenal inmenso de datos almacenados en un archivo muerto.
Teodicea y antroposofía serían las dos partes de la metafísica especial. Metafísica porque tiene por objeto al ser inteligible, al ser despojado de la fenomenicidad. Especial porque se refiere no al ser común sino a seres concretos, personales: Dios y el hombre.
En la búsqueda del saber, cada hombre tiene sus peculiaridades, reglas y procederes propios. Remedando una frase célebre, alguien ha dicho que «el método es el hombre», por cuanto lo más singular e intransferible del ser humano se proyecta en el método matizando su actuación teorética y práctica. No obstante, sobre este matiz individual priva una unidad genérica de método para todos los saberes humanos que han de ser, en cierto modo, inductivos y, en cierto modo también, deductivos para que la ciencia no quede en mera colección de hechos amontonados sin orden ni concierto. Fieles a la mejor tradición, defendemos el ensamblaje de la experiencia -sensaciones internas y externas, intuición concreta de las cosas- y la razón -dinamismo que, del ser y los primeros principios, marcha por proposiciones entrelazadas hasta nuevas conclusiones-. Una antroposofía metafísica puramente deductiva sólo sería capaz de establecer un organismo de proposiciones de extrema generalidad y prácticamente ineficaces para conocer al hombre. Se impone un acercamiento a la actuación concreta de los hombres, una observación de su obrar y de su ser, una comprobación en lo posible de sus reacciones.

TIPOS DE SABER SOBRE EL HOMBRE
La meditación sobre el hombre es bien tardía en la historia de la filosofía occidental. Se empieza por la cosmología, se sigue por la metafísica, irrumpe en la era moderna la teoría del conocimiento, y se llega por fin, en nuestros días, a la antropología filosófica: el tema de nuestro tiempo.
Referencias indirectas y alusiones incidentales sobre el hombre las ha habido casi siempre. Los pitagóricos, los sofistas, Sócrates, Platón, Aristóteles y Plotino reflexionan sobre el hombre. Pero la visión griega sobre el hombre tiene esto de particular: se mueve bajo el signo de la exterioridad, de la contemplación de formas. O es el cuerpo, o es su aspecto ético, o es su función cognoscitiva. Pero no aparece una consideración integral del hombre.
Con el cristianismo aparece la persona, el hombre como imagen de Dios. San Agustín -el máximo introspectivo- vuelca la mente sobre sí misma y descubre el homo interior. Pero San Agustín y Santo Tomás en el tema del alma es donde hacen su centro, y no en el tema del hombre.
El idealismo hablará de un «yo puro», de una «sustancia pensante», o de un «yo trascendental», pero nunca del hombre de carne y hueso, de ése que padecía Unamuno, que nace, vive, sufre y aunque no quisiera morir, muere. El positivismo hará biología o sociología, pero nunca conocerá la antroposofía.
La exigencia mínima de nuestro tiempo podría resumirse-como lo hace Julián Marías- en unas cuantas palabras: «referirnos siempre al hombre mismo -no a nada suyo, por importante que sea- y no excluir nada de lo que se requiera para su comprensión». Pero esta exigencia no puede cumplirse, como lo pretende Marías, por la vía del historicismo orteguiano. Nunca hemos podido participar de esa admiración beata de que es objeto la obra de José Ortega y Gasset. Siempre hemos sido los primeros en reconocer sus agudas observaciones y sus felices atisbos, pero hemos echado de menos lo que también Nicol ha señalado: una teoría estable, rigurosa y coherente. La realidad fundamental del hombre no es su historia, sino su ser, aunque su ser sea un ser histórico o temporal.
En términos generales, bien puede decirse que hay dos conceptos sobre el hombre: el concepto científico particular y el concepto metafísico-teológico. La idea científica particular nos ofrece un concepto verificable en la experiencia sensorial, datos mensurables y observables sobre el hombre. Se trata de una idea fenomenalizada, sin referencia a una última realidad ontológica. El concepto metafísico-religioso del ser humano nos brinda, en cambio, lo que Maritain ha llamado «los caracteres esenciales e intrínsecos (aunque no sean visibles y tangibles) y la densidad inteligible de este ser que tiene por nombre: el hombre». Es la idea griega (animal racional y digno en cuanto inteligente), judía (individuo libre en relación personal con Dios y conscientemente obediente de la ley divina) y cristiana (criatura caída y redimida con vocación sobrenatural y vida amorosa).
En el conocimiento del hombre hay grados del saber que van desde el simple conocimiento empírico y vulgar hasta el saber teológico. He aquí una graduación jerárquica de los tipos del saber sobre el hombre:
I. Saber empírico y vulgar que señala aconteceres de fenómenos humanos sin ofrecer explicaciones causales. Encauza y dirige la actividad del homo faber de una manera espontánea y precientífica.
II. El saber de las ciencias naturales (física, química, anatomía, fisiología, higiene, etc.) que explica fenómenos que   —47→   transcurren en el ente biopsíquico por sus causas productoras inmediatas.
III. El saber histórico que nos muestra hombres esencialmente empíricos, definidos, concretos, irreductibles al método científico. El hombre, según los historicistas, no tendría estructura permanente, naturaleza, sino historia. No habría antropología filosófica, sino historia del hombre. Y esta historia, por extraña paradoja, no podría decirnos lo que el hombre es, sino lo que el hombre hace. ¿Cómo explicar la historia del hombre, sin una estructura permanente del hombre, y de la historia misma?
IV. El saber filosófico que nos da la visión natural de la estructura íntima de lo humano, explicada por las primeras causas y supremos principios. Se trata de un saber primordial, que no tiene por objeto decirnos lo que el hombre tiene o lo que el hombre hace, sino lo que el hombre es.
V. El saber teológico que nos brinda un conocimiento del hombre adquirido por la razón esclarecida por la fe en la revelación. La teología nos habla de los dones preternaturales, de la naturaleza corrompida, de la participación del espíritu humano, de un modo finito, de los atributos divinos de inteligencia, libertad e inmortalidad. A más de una semejanza natural, el teólogo nos habla de una semejanza sobrenatural que fue comunicada a nuestras almas en el bautismo.
Por la teología y la filosofía sabemos -idea filosófico-religiosa- que tenemos una sustancia que está religada a la esencia divina y que es, en definitiva, lo que hace sustanciosa nuestra existencia, dándole su peculiar sabor y consistencia. Tenemos la certidumbre de ser enviados por Alguien, que nos asignó una misión.
Aunque para conseguir una visión suficiente del sentido de la vida y para lograr una concepción integral del hombre -natural y sobrenaturalmente considerado- se requiera complementar el punto de vista filosófico con la aportación religiosa; objetivamente, desde el punto de vista estrictamente filosófico, nos serviremos exclusivamente de justificaciones intelectuales (por medio de «las luces de la razón natural», como diría Santo Tomás de Aquino), sin acudir a la Revelación religiosa. Trátase de imperativos metódicos insoslayables. Queden apuntados, por lo menos, los principales tipos de saber sobre el hombre.











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