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¡DIGNIDAD!

 

El concepto se usa en toda clase de contextos —tratados, Constituciones, leyes, resoluciones judiciales—pero siempre queda pendiente de definir. Su esencia se presupone o su entendimiento se confía al buen sentido

"Escándalo de la filosofía” llamó Kant al hecho de que faltara un argumento decisivo sobre la existencia de la realidad objetiva fuera del yo. Dos siglos más tarde, el escándalo de la filosofía es, que todavía falte un argumento decisivo sobre la existencia de la dignidad —esa realidad moral— y sobre su contenido. pero invariablemente su esencia se presupone o su entendimiento se confía al buen sentido, quedando, por eso mismo, a la espalda y pendiente de definir. 

¿Qué es, pues, la dignidad?

Kant distinguió entre lo que tiene precio y lo que tiene dignidad. Tienen precio aquellas cosas que pueden ser sustituidas por algo equivalente, en tanto que aquello que trasciende todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad. Solo el hombre posee con pleno derecho, incondicionalmente, esa cualidad de incanjeable, fin en sí mismo y nunca medio. Podría definirse la dignidad precisamente como aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, incluso al interés general y al bien común: el principio con el que nos oponemos a la razón de Estado, protegemos a las minorías frente a la tiranía de la mayoría y negamos al utilitarismo su ley de la felicidad del mayor número.

La dignidad es idea de larga genealogía intelectual, pero solo en la Ilustración se configura como propiedad inmanente de lo humano, sin más fundamento que la humanidad misma, a la luz del convencimiento, expresado por Tocqueville, de que ahora “nada sostiene ya al hombre por encima de sí mismo”. Somos los hombres quienes nos reconocemos unos a otros la dignidad; es decir, mutuamente nos concedemos por convención un valor incondicional… no sujeto a convenciones.
Con todo, el concepto ilustrado de dignidad experimenta una mutación extraordinaria en el siglo XX a consecuencia de su democratización. Porque en Kant la dignidad todavía conserva resabios aristocráticos al presentarla dependiente de nuestra racionalidad moral. La dignidad democrática se recibe por nacimiento y otorga a su titular derechos sin mérito moral alguno por su parte, válidos incluso aunque desmienta esa dignidad de origen con una odiosa indignidad de vida. 
Es irrenunciable, imprescriptible, inviolable, aquello que siendo inmerecido merece un respeto y coloca en cierto modo al resto de la humanidad en situación de deudora. Es única, universal, anónima y abstracta, por lo que prescinde de las determinaciones (cuna, sexo, patria, religión, cultura o raza) en las que se fundaban el surtido variado de las antiguas dignidades. Es, en fin, una dignidad cosmopolita, la misma por igual para todos los hombres y mujeres del planeta. Pues ahora nos parece una verdad evidente que nadie es más que nadie y que, como dijo Juan de Mairena, “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”.
Aunque inviolable, la dignidad sigue siendo hoy violada mil veces cada día. La diferencia con otros tiempos estriba en que ahora, en este estadio democrático de la cultura, ya nadie puede hacerlo sin envilecerse. La repugnancia que nos inspiran los cotidianos atropellos nos despierta un sentimiento aún más vivo de nuestro propio valor. Y cuanto más seguros estamos de esa dignidad originaria, tanto más trágicamente tomamos conciencia de la mayor de las indignidades, la absoluta, esa que no es de naturaleza personal ni social, sino metafísica: la muerte. Qué paradójica condición la nuestra, dotada de dignidad de origen y abocada extrañamente a una indignidad de destino
Cada uno de nosotros experimenta en carne propia la contradicción de un mundo que, con una mano, nos concede el gran premio de la dignidad individual, último y supremo estadio de la evolución de la vida; pero luego, con la otra, nos lo revoca reservándonos la misma indigna suerte que al resto de los seres menos evolucionados. El pobre como el rico, el ignorante como el sabio, el célebre como el anónimo, el afortunado tanto como el desventurado, todos igualmente agitados por este dramatismo universal de la doliente epopeya humana.
Demasiado conscientes de esta indignidad metafísica última, la felicidad como tal es una posibilidad que ha quedado clausurada para nosotros, los contemporáneos. Por encima de ser feliz está el ser individual. Siempre quedará a nuestro alcance, en cualquier circunstancia, por difícil que se presente, el obrar conforme a esa dignidad que ya hemos intuido y probado. Lo nuestro ya no es ser felices, sino ser dignos de ser felices, aunque de hecho no podamos serlo. La máxima que guiará nuestras vidas a partir de ahora será: “Compórtate de tal manera que tu muerte sea escandalosamente injusta”. 
De la comprensión que se tenga de la naturaleza humana deriva el trato que debe dársele a todo ser que posea dicha naturaleza, a lo que denominamos "dignidad". Vocablo que deriva del latín dignitas, que a su vez deriva de dignus, cuyo sentido implica una posición de prestigio o decoro, "que merece" y que corresponde en su sentido griego a axios o digno, valioso, apreciado, precioso, merecedor.
La noción de dignidad humana es uno de los conceptos que en el ámbito del derecho y la filosofía presentan mayores problemas para su esclarecimiento y definición, en gran medida porque depende de la concepción filosófica en la cual se fundamente la argumentación; en la que se hace referencia a la dignidad como el trato o respeto debido a las personas por su sola condición de seres humanos, pero sin entrar a señalar las razones o por qué se le debe ese trato, con lo que se deja a otros ámbitos de reflexión el indagar sobre la naturaleza humana o las características de lo humano que sustentan la dignidad. Ahora bien, aquí comenzamos a encontrar ya algunos atributos de la dignidad que se conservarán hasta nuestros días, como el hecho de que la dignidad no se pierde, ni depende de las características personales, de la manera de conducirse en las relaciones sociales o del aprecio que tengamos en la sociedad, sino que por su filiación divina los seres humanos son dignos, sea cual sea su condición social, y esa dignidad no se pierde o deteriora a lo largo de la vida, pues no depende del propio ser humano.
Consideramos que la idea principal de la argumentación en torno de la dignidad no debe centrarse en la atribución de una dignidad superior a los seres humanos, sino en reconocer la necesidad de tratar a cada uno de los seres como lo que son, sin necesidad de aludir a una mayor o menor dignidad, pues lo verdaderamente importante para el hombre es ser tratado como lo que es, de acuerdo con sus atributos y características.
De la misma manera se funda la dignidad desde una perspectiva ontológica, señalando que la persona humana es el único ser cuyos fines son inmanentes a su propia naturaleza, es sui iuris, dueño de sí mismo, de su propio ser, con la consecuencia de que el ser humano sólo puede ser tratado como fin y nunca como medio; siempre será sujeto, nunca objeto y por tanto no puede ser valorado por medio de un precio; las cosas tienen precio mientras los seres humanos tienen dignidad. Esta es la dignidad moderna que desarrolla Kant ampliamente en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
Ronald Dworkin siempre fue consciente de que el derecho, y sobre todo su administración, eran “una rama de la moral”. Su gran idea fue situar la dignidad humana en el centro de este sistema moral. 







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