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LA MUERTE PARA EMPEZAR

 Fernando Savater

Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme.. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! 
No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal! A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando

llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo, pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la diferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; pero luego crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser. Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren, pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en el

mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que morir. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo, pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar. Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo: Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre luego Sócrates es mortal. No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. el asombro que me constituye: 

Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta 

absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos, pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual, con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto, pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne Ionesco 
El rey se muere- pueden aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente... En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto, pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida. Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero ahínco que sabernos mortales como especie, pero no querer morirnos-como personas es precisamente lo que individualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte - sobre todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida- pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. La única vida eterna compatible con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente, pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe... Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y contradictorio. 
Un intento de no tomarse la muerte en serio, de considerarla mera apariencia. Incluso una pretensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir, nuestra humanidad misma. Los llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir, pero no podemos imaginarnos realmente muertos- es la de Hamlet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien profundamente dormido y un muerto. Creo que, si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte. De este modo los sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar... Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena, pero sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte propia. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser nada temible para quien reflexione sobre ella. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos morimos, pero nunca estamos muertos. Lo temible sería quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo presente, pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera querido. ¿Acaso resulta tan terrible no ser? Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables: En el fondo, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien, nosotros seremos mortales, pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres aforismos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al futuro». Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pasados porque nos torturan ya con su temor desde ahora mismo. 

En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco. De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de La Ro-chefoucauíd que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección. En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que este bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida». Lo que pretende señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte ajena; Sea temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella? Da que pensar... ¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos? ¿Hay algo más personal que la muerte? ¿No es pensar precisamente hacerse consciente de nuestra personal humanidad? ¿Sirve la muerte como paradigma de la necesidad, incluso de la necesidad lógica? ¿Son mortales los animales en el mismo sentido en que lo somos nosotros? ¿Por qué puede decirse que la muerte es intransferible? ¿En qué sentido la muerte es siempre inminente y no depende de la edad o las enfermedades? ¿Puede haber vinculación entre los sueños y la esperanza de inmortalidad? ¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muerte? ¿Y cómo apoya Lucrecio esa argumentación? ¿Logran efectivamente consolarnos o sólo buscan darnos serenidad? ¿Hay algo positivo que pensar en la muerte? ¿Por qué puede la muerte despertarnos a un pensamiento que se centrará después sobre la vida?










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