A la memoria del maestro Jacques Derrida
“…después de que el hombre hubo puesto todos los sufrimientos y tormentos en el infierno, para el cielo no quedo más que el aburrimiento.” Arthur Schopenhauer, (El mundo como voluntad y representación)
Al complejo binomio dolor¬/placer, se añade la variable de la personalidad de quienes buscan sensaciones fuertes, como personas que practican deporte de riesgo, o quienes disfrutan con una película de miedo. ¿Por qué esas situaciones límite provocan una elevación rápida y fuerte anímica? “El miedo es la emoción universal por naturaleza y responde a nuestro cerebro más reptiliano, más básico, lo que nos prepara para defendernos y sobrevivir y, por tanto, tiene más potencia que la alegría y la felicidad”, responde Fouce. “Es más fácil encontrar sensaciones en lo negativo que, en lo positivo, porque estamos más preparados para responder a lo malo que a lo bueno”, prosigue. Es decir, el terror también nos pone.
Esta dualidad se demostró en un estudio del equipo de Joseph C. Franklin, de la Universidad de Carolina del Norte. Los resultados revelaron que compensar el dolor con algo positivo, hace esto último aún mejor y disminuye lo negativo. Y la recompensa será mayor cuanto superior era el dolor. “El efecto contraste que produce el sufrimiento y el dolor también produce un rebote del efecto de alivio, que es también placer”.
Para Platón el estudio filosófico del placer y el dolor coinciden en un mismo estudio y no hay mejor ejemplo de esto que la primera intervención de Sócrates antes de su muerte en el dialogo el Fedón, donde comenta una experiencia particular que ratifica esta postura dual del fenómeno: “Sócrates,
tomando asiento, dobló la pierna, libre ya de los hierros, la frotó con la mano, y nos dijo: es cosa singular, amigos míos, lo que los hombres llaman placer; y ¡qué relaciones maravillosas mantiene con
el dolor, que se considera como su contrario! Porque el placer y el dolor no se encuentran nunca a un mismo tiempo; y sin embargo, cuando se experimenta el uno, es preciso aceptar el otro, como si un lazo natural los hiciese inseparables. Dios quiso un día reconciliar estos dos enemigos, y que no habiendo podido conseguirlo, los ató a una misma cadena, y por esta razón, en el momento que uno llega, se ve bien pronto llegar a su compañero. Yo acabo de hacerla experiencia por mí mismo; puesto que veo que, al dolor, que los hierros me hacían sufrir en esta pierna, sucede ahora el placer"

Schopenhauer es un pensador que tiene mucho que decir acerca del fenómeno que se estudia en el presente trabajo. Es considerado por la tradición Filosófica como pesimista dada su interpretación de la existencia como puro dolor, ya que para él todo lo que existe es voluntad ciega que solo persigue el querer, jamás se satisface y en ese afán ciego solo puede generar dolor, toda dicha es momentánea, debido a que la voluntad está en constante lucha. Ya con la causa del dolor identificada en el querer bajo un análisis del existir factico la afirmación de Schopenhauer que se dilucidaba que todo existir es dolor en tanto el existir humano es querer: “pues toda aspiración nace de la carencia, de la insatisfacción del propio estado, así que es sufrimiento mientras no se satisfaga; pero ninguna satisfacción es duradera, sino que más bien es simplemente el comienzo de una nueva aspiración”
Finalmente, el dolor y el placer se encuentran relacionados por una eterna tensión de la voluntad con lo que va con respecto a ella misma y lo que se le opone. El placer es sin más el origen del dolor, debido a que el placer es puro querer, jamás se detiene y solo lleva a más y nuevas formas de dolor en su afán de ser.
Nietzsche dice: “En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer; ambos pertenecen a las fuerzas primordiales que conservan la especie. De no ser así, esta fuerza habría desaparecido hace mucho tiempo; el hecho de que haga daño no constituye un argumento contra él, sino que es su naturaleza”
“¿Tenemos que aceptar que la finalidad de la ciencia sea procurar al hombre el mayor número de placeres y el menor desencanto posibles? Pero ¿cómo hacerlo, si el placer y el desencanto se encuentran tan unidos que quien quisiera tener el mayor número de placeres posibles debe sufrir, al menos, la misma cantidad de desencanto?
Un poco antes de morir Jacques Derrida, sabido de su cáncer pancreático, me sorprendió que en una entrevista, pocos meses antes de su deceso, se interesara por la muerte, tema fuera de sus preocupaciones filosóficas, más bien centrado en la escritura, la descontrucción y la diferencia. Si alguno de sus escritos abordaba estos temas eran aquellos del duelo y de los espectros. Pero había algo en ellos fuera de sí, disyuntado, como él mismo diría.
Me pregunté lo mismo de Heidegger, el autor favorito junto a Platón, de Derrida. El filósofo alemán siempre abordó el tema de nuestra finitud y de aquí derivó sus reflexiones sobre el tiempo, pero realmente no sé qué pensó en sus últimos días, para saber que uno puede pasar hablando tonterías toda su vida, pero cuando se acerca el final, es inevitable situarse frente a él, creyentes o no.
Yo, militante cobarde y cansado de estos últimos, no dejo de hacerme las preguntas claves cuando me abandona el consuelo de Silvestre y sus amigos, frente al gran proceso solitario, frente al huerto de Getsemaní y frente al cáliz de la amargura, como lo definen correctamente los cristianos.
La impresión de la obra del Reverendo Torres que aún dura, me ha puesto a pensar en aquella idea de Albert Camus sobre la única pregunta seria de la filosofía: si vale la pena o no vivir. Es otro modo de preguntarse por la muerte. Esa, junto al placer, que responde que sí la vale, y cuya única preocupación es saber cómo aumentarlo o mantenerlo, si ya se lo ha conseguido, siguen dominando nuestra cultura. Ambas, que según algunas tradiciones orientales están basadas sobre el deseo y cuya salida es renunciar a él, nuestra cultura sigue dándole vueltas y vueltas. ¿Saber vivir o saber morir?
Una de ellas ha servido para revitalizar a la religión que, cada vez y cuando, exige nuestra cultura para oxigenarse, pero siempre basada en esas dos premisas de hierro: entre la felicidad y la muerte, la esperanza y el temor, el placer y el dolor, la vida y la muerte, Eros y Thanatos.
He dicho que las tradiciones “orientales” (hasta cierto punto superespiritualizadas por nuestro desconocimiento, arrogancia y complejo de culpa con ellas) tienen arreglado este aspecto de su cosmovisión porque ellos no separan una cosa de la otra. Y es hasta hace poco que la cultura occidental las está descubriendo. Dentro de una cosa está la otra, dice el yin yan taoísta (las teorías dinámicas no lineales acaban de enterarse); una es la otra y ambas el deseo, dice el Buda (observaciones sabias que pueden servir para comprender el caso de la globalización) adelantándose siglos a Freud y a Lacan; sin una cosa no hay la otra, dice el Zen (centralidad siempre despreciada del estructuralismo que no se las heredó a nadie o nadie las quiso recibir).
El recorrido que señala va desde las enseñanzas de Karl Barth cuando dice que la “Biblia es un libro cualquiera, pero es palabra de Dios en el Acto en el cual a Él le place revelarse a nosotros”, pasando por “el no del hombre como imposibilidad ontológica porque ha sido precedido por el sí de Dios”; o en el pensamiento de Bonhoeffer donde “la teología vale la pena vivirla porque Jesucristo la había vivido”; en la búsqueda de Mauricio López que ve existencialmente a la “fe como una paradoja”; en la obediencia de Abraham que “sale de lo conocido hacia un lugar que sólo es promesa de futuro”; en el Cristo de la Consumación que “triunfa sobre el mal y la muerte”; en la crítica bíblica donde “la revelación del amor y del perdón de Dios puede despertar en el hombre descristianizado el sentido del pecado y del arrepentimiento”; en la Teología de la Revolución, desde Richard Shaull que condena a “quienes están en una posición de poder” tanto en el capitalismo como en el socialismo; en el cautiverio babilónico donde “había que ver en la cruz el éxito de Dios, había que levantarse de las cenizas, de la nada, la destrucción y el caos”; en la teología del desarrollo donde todo se ve “dentro del gran plan del Reino de Dios, pero más allá de la evolución social y/o natural”; y, por último, la Teología Ecuménica como “Dios señor de la Historia”.

En todos los nudos se advierte una elección por la vida y la defensa de los oprimidos. Sin embargo, es la muerte, como lo “otro” de la apuesta, la que he me ha fascinado. La muerte es uno de los temas más cercano de todas las religiones. A veces buscamos el propio castigo para una culpa que ya estaba antes de llegar nosotros, porque la cultura siempre está esperándonos cuando nacemos.
Como le sucedió a Derrida en la entrevista aludida, dos meses antes de su muerte: explica cómo saber vivir y termina en lucha contra él mismo y su cáncer, aconsejando cómo saber morir. Es decir, termina con él mismo, en el sentido literal del término.
Me pregunto si la tan ansiada presencia (ousía) del maestro, no ha sido siempre la muerte. La muerte que esconde en su seno, todo el sencillo misterio de nuestros dioses, que aguardan dentro de cada discontinuidad de la línea continua que creemos la vida, y desde donde un día nos sorprenden con sus signos en medio del más sereno de nuestros pensamientos, el más triste de nuestros actos o la resignación más profunda que terminamos por confundirla con nuestro fin.
La opción por la vida es una apuesta también por la muerte. Así se entendería desde la perspectiva “oriental”. Para que todos vivamos necesitamos que alguien muera todos los días, los cadáveres son necesarios en los anfiteatros médicos para conocernos mejor, pero también “ellos”, no pueden imaginarse sino están pesando en el cerebro de los vivos, “como una pesadilla”.
Somos un paréntesis en las tumbas de los cementerios, antes del cual no éramos nada y después, tampoco lo seremos. Cada cosa que miramos ya la hemos visto o ha sido vista por otro u otra que nos dice, informa e impone de grado o por fuerza, matando la luz propia de la cosa que está en su siempre novedad. La cultura, así, es un inmenso monumento a la muerte. La memoria es la muerte que nos acompaña siempre no como sombra, sino como “luz”. Es la vida sin nombrarla, pero la matamos cada vez que la deseamos y la queremos atrapar, aunque sea por la vía de definir a su opuesto, cuando se acerca la muerte, porque no será diferente el grito que celebre su llegada. Será tan nuevo como todas las cosas lo son. Será nada, “ya pasó…” dirá Derrida en su última entrevista, preanunciando su propia muerte y recordándonos el eco trágico griego del “todo está bien”, mientras Edipo busca la mano fresca de muchacha que lo guía en su ceguera.
Yo conscientemente prefiero verme como Bakunin, cuando al final de su vida, ignorado, enfermo, viejo y apagado, dijo algo que me hizo llorar y espero que detrás de esa declaración, que hoy hago mía, se encuentre ese señor que todos invocan, como si lo conocieran, y deje caer su juicio sobre mi nuca:
¡¡Me rindo!!
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