«EL SUICIDIO PARECE RETAR AL SILENCIO»
El filósofo austríaco Thomas Macho dice que él quiere «romper ese silencio traumático», y eso es lo que ha hecho con la obra que acaba de publicar: Arrebatar la vida. El suicidio en la Modernidad. Este es el mensaje principal de su libro, señala: hay que hablar del suicidio, porque guardando secretos, tabús y silencio no se previene, se fomenta. ¿Es el suicidio un acto de suprema libertad? ¿La única salida a la que una persona cansada de vivir está condenada? ¿Deja tras de sí culpables o víctimas?
Hablemos de él, del suicidio, de esa realidad tantas veces escondida y acallada que, sin embargo, arroja cifras muy altas que no se recogen en los informativos ni en las primeras páginas de los periódicos. Y hablemos con Thomas Macho, científico y filósofo, director del Centro de Investigación Internacional de Ciencias Culturales de Viena y autor de Arrebatar la vida. El suicidio en la Modernidad. El libro es un ensayo, recién publicado por Herder Editorial, sobre cómo la consideración y la visión de la muerte voluntaria ha ido cambiando con los años a través de temas como la despenalización, la eutanasia, el arte, la filosofía, los medios de comunicación…, cómo ha dejado de ser considerada un pecado mortal o el resultado de una locura, cómo surge una nueva cultura del morir que revela que quien se quita la vida no solo pretende acabar con ella, sino que también quiere asumirla y darle un nuevo sentido.
El suicidio es un asunto que parece retar al silencio y es a menudo pasado por alto desde el silencio.
Una cuestión central del libro es sencilla: ¿a quién pertenece mi vida? ¿Quién es responsable de mi vida? Las fantasías suicidas no solo indican un «síndrome presuicida», como sugieren muchos.
Friedrich Nietzsche apunta en Más allá del bien y del mal: «El pensamiento del suicidio es un poderoso medio de consuelo: con él se logra soportar más de una mala noche». Y Kate, la heroína suicida de The Moviegoer (1961), novela de Walker Percy, remata este argumento con la paradójica certeza de que el suicidio es «la única cosa que la mantiene con vida. Cuando todo lo demás fracasa, todo lo que tengo que hacer es considerar el suicidio y en dos segundos soy tan feliz como un imbécil. Pero si no pudiera suicidarme… ah, entonces lo haría».
«El suicidio es como un elefante en nuestro propio salón: que es algo evidente, pero de lo que nadie se atreve a percatarse o hablar de ello»
El suicidio es la causa de muerte no natural más frecuente en numerosos países. Según los informes de la Organización Mundial de la Salud, Como ejemplo aporta los datos del año 2012, en el que murieron en todo el mundo unos 56 millones de personas. De ellas, 620.000 fueron víctimas de la violencia: 120.000 por guerras y unas 500.000 por asesinato u homicidio. Pero en el mismo período de tiempo se suicidaron 800.000 personas. Una cantidad mucho más alta de la que, sin embargo, no solemos tener noticia. ¿A qué cree que se debe esto? ¿Falta de interés? ¿Un hecho que de alguna manera se sigue considerando vergonzoso y que hay que ocultar?
El término «efecto Werther» fue acuñado en 1974 —exactamente doscientos años después de la publicación de la novela epistolar de Goethe— por el sociólogo estadounidense David Philipps; pero el debate sobre los suicidios por imitación comenzó ya a principios del siglo XIX.
Algunos estudios recientes sugieren que los efectos de imitación provocados por el material de ficción como novelas, obras de teatro, películas o series de televisión son difícilmente demostrables, a diferencia de los suicidios de celebridades, que pueden actuar como modelos a seguir. Las personas más relevantes de nuestra infancia son, por supuesto, los padres; y los suicidios de los padres pueden reflejarse más tarde en los suicidios de sus hijos. Pero puede ser cierto para estas tragedias familiares en particular: siempre se fomentan, no se previenen, guardando secretos, tabús y silencio. Suicidio: deberíamos hablar de ello. Este es el mensaje principal de mi libro.
Explica en el libro que la investigación sobre el suicidio no se consideró una disciplina autónoma hasta después de la Segunda Guerra Mundial; que, en 1948, el psiquiatra y psicólogo Erwin Ringel fundó en Viena uno de los primeros centros del mundo para la prevención del suicidio. Este centro, patrocinado por Cáritas, se llamaba «Centro de cuidados para personas cansadas de vivir». ¿Era esta simplemente una manera de evitar un término considerado maldito o podría ser hoy una definición válida del suicidio?
La Modernidad parece ser en muchos aspectos una época bastante fascinada por el suicidio, cada vez más a favor de la idea de quitarse la propia vida. Las varias etapas de esta revisión moderna del suicidio pueden ser claramente descritas de la siguiente forma: durante el proceso de secularización, el suicidio fue gradualmente desmoralizado hasta dejar de ser considerado como un grave pecado, posiblemente incluso como «doble asesinato» del cuerpo y del alma. La desmoralización, que fue reforzada por la Ilustración, vino acompañada de despenalización: un intento de suicidio fallido fue castigado como un crimen durante siglos, y hasta 1961 el suicidio era todavía considerado un acto criminal en el Reino
Unido, por ejemplo. Actualmente, los suicidios —como aquellos cometidos por parejas de anciana edad, por ejemplo— pueden ser despatologizados. No todo el mundo que se quita la vida está enfermo.
Muchos suicidios implican una especie de «separación» en la propia persona como Freud describió en numerosas ocasiones. Parece que somos sujeto y objeto, culpable y víctima al mismo tiempo. Ernst Jünger destaca en un pequeño ensayo sobre el suicidio, siguiendo su novela Heliópolis, que los pensamientos suicidas siempre le habían preocupado. «En realidad no me colmaba de miedo, más bien de timidez. Uno se enfrenta a sí mismo como una víctima que no puede defenderse».
Camus y el suicidio como único problema filosófico
Albert Camus afirma al comienzo de El mito de Sísifo: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». Le preguntamos a Thomas Macho qué opina de esta declaración y él nos responde: Camus continúa su famosa frase de apertura así: ‘Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación’. La pregunta ‘¿merece la pena vivir?’ fue, por ejemplo, planteada por William James en 1895. Su ensayo no se ocupa del suicidio; habla sobre la búsqueda de una vida buena y satisfactoria. E incluso el ensayo de Camus termina con la declaración: ‘Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso’».
¿Existe, como afirmaban filósofos pesimistas como Philipp Mainländer o Albert Caraco, una tendencia a la autodestrucción en la naturaleza?
En mi libro De las metáforas de la muerte, publicado en 1987, hace más de treinta años, ya critiqué con cautela la hipótesis freudiana de la «pulsión de muerte». Aún en 1915, Freud afirmaba en su ensayo Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte que «la muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores». En este contexto, debemos preguntarnos cuál es la razón por la que lucha esta pulsión de muerte si la no-existencia permanece inimaginable: ¿descanso, relajación, sueño, paz, olvido? En consecuencia, en su libro El hombre contra sí mismo (1938), Karl Menninger no se centra en la naturaleza, sino en las dinámicas culturales. Y, por supuesto, comparto esta vía de investigación del suicidio. Por cierto: Philipp Mainländer y Albert Caraco se suicidaron. Mainländer estaba fuertemente influenciado por la filosofía casi budista de Schopenhauer; se suicidó después de que llegaran las primeras copias impresas de su Filosofía de la redención (1876). Albert Caraco se suicidó en 1971, poco después de la muerte de su padre; en su libro pueden detectarse —comparable con Emil Cioran— motivos gnósticos.
La melancolía es un exceso de sensibilidad que Séneca describió como un «mal que nos roe. Nos encontramos sin fuerzas para soportar nada, incapaces de sufrir el dolor, impotentes para gozar el placer, impacientes de todo». El mismo filósofo pensaba que disponer soberanamente de la vida propia era el acto máximo de libertad. ¿Es el suicidio un acto de suprema libertad o la única salida posible para alguien que no puede elegir otra?
Desde una filosofía estoica, el suicidio era ambas: un acto de decisión soberana sobre la propia vida (y sobre su fin), pero también un último recurso, personificando el ideal de pertenecerse a uno mismo. Los estoicos vivían en una sociedad en la que el riesgo de perder los derechos civiles y ser vendido como esclavo era eminentemente alto. El derecho a la «propiedad propia» no era de ningún modo evidente. Séneca se quejaba en sus cartas a Lucilio de «los pocos que» logran «poseerse a sí mismos», a pesar de ser un «activo inestimable» para «convertirse en propiedad propia». Casi dos mil años más tarde, el mismo ideal comparte el título del cuarto capítulo del alegato de Jean Améry por la muerte voluntaria: «pertenecerse a uno mismo». Al igual que Séneca, afirma que es un «hecho fundamental que el hombre se pertenece esencialmente a sí mismo.
Cuenta en el libro la historia del filósofo francés nacido en Viena André Gorz, que publicó Carta a D.: historia de un amor, una declaración a su mujer, Dorine, muy enferma, con ochenta y dos años. Los Gorz se suicidaron juntos el 22 de septiembre de 2007 y esa Carta a D. era una carta pública de despedida. En muchas ocasiones el suicidio se ha revestido de romanticismo. Y dice que hoy son sobre todo parejas de ancianos las que, a menudo tras haber estado juntos durante décadas, se quitan la vida por miedo a una vida excesivamente larga con enfermedad, invalidez o dolores, pero sobre todo también por miedo a sobrevivir al ser amado. ¿El amor como motor del suicidio no es una dura contradicción?
La historia de Dorina y André Gorz aún me conmueve profundamente, como lo hace la despedida de Carta a D. En mi libro, cuento algunas historias similares, como la del doble suicidio de Georgette y Bernard Cazes, que murieron juntos en París el 22 de noviembre de 2013, o la de Laura y Paul Lafargue —Laura era la hija de Karl Marx—, quienes decidieron cometer un suicidio doble el 25 de noviembre de 1911.
Comentarios
Publicar un comentario