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LA POCA ILUSIÓN POR LAS EDADES DE LA VIDA

 

La infancia, esa parte de la vida que los ingenuos consideran más dichosa, está llena de amargura. Privaciones, caprichos, decepciones, incapacidad de controlarse a sí mismo, imprudencias y debilidad, son las características de la infancia. Podemos pensar sin temor a equivocarnos que la angustia de un niño es más terrible que la del moribundo, el anciano, el enfermo o el adulto en general. Se siente ofendido con facilidad, de repente se deja llevar por el enfado y rompe a llorar por cualquier bagatela. En la infancia nuestro estado es comparable al de un animal que vive a merced de los demás.
niño está expuesto a infinidad de peligros que le acosan sin cesar con miedos y fantasías irrazonables. Es muy impresionable y se deja influenciar con facilidad por los malvados, por lo que debe estar 
sometido al control de sus padres. ¡La infancia no es otra cosa que un periodo de sometimiento y privación de libertad! 

Aunque parece inocente, la verdad es que en el interior de su mente yacen ocultas toda clase de tendencias neuróticas, como el búho se oculta en los lugares obscuros durante el día. Compadezco verdaderamente a los que creen de buena fe que la infancia es un periodo feliz de nuestra vida. ¿Hay algo peor que una mente inquieta? La mente del niño está siempre intranquila y dispersa. Si no ve algo nuevo todos los días, se siente infeliz. Gritar y llorar son sus ocupaciones predilectas. Y si no consigue lo que quiere, parece que se le rompe el corazón.

Cuando va a la escuela y recibe castigos de sus maestros, casi siempre lo siente como una desgracia. Si coge una rabieta y se pone a gritar, sus padres, para apaciguarlo, le prometen la luna, y así comienza el niño a valorar los objetos del mundo y a desearlos. Los padres le dicen “Te daré la luna para que juegues con ella” y el niño, confiando en sus palabras, cree que puede coger la luna con sus manos. Así nacen en su pequeño corazón las semillas de la ilusión y de la ignorancia.
Si siente calor o frío es incapaz de evitarlo. ¿Acaso es mejor que una planta en ese sentido? Cuando quiere algo, se limita a estirar la mano para cogerlo, como hacen los animales, y siempre tiene miedo de los hermanos mayores que pueden dominarlo.
Dejando atrás el periodo infantil, el ser humano llega a la juventud sin ser capaz de librarse del sufrimiento. En este periodo está sujeto a profundos cambios mentales y va de una situación mala a otra peor, porque abandona la inocencia y abraza el terrible duende de la lujuria que baila sin 
descanso en su corazón. Su vida se llena de ansiedad y de deseos insatisfechos. El que no pierde la sabiduría en su juventud, puede resistir luego cualquier ataque de la ignorancia.
Tampoco me complace esta transitoria juventud en la que efímeros instantes de placer son seguidos por largos periodos de angustia, y en la que el hombre desorientado comienza a creer que este mundo tornadizo es eterno e inmutable. Y lo que es peor aún, durante la juventud solemos realizar acciones que perjudican gravemente a los demás.
Como un árbol arde y se consume en el fuego, el corazón del adolescente se abrasa en el fuego de los celos cuando su amante lo abandona. Por mucho que se esfuerce en conservar su pureza, su corazón siempre está agitado por deseos impuros.
Cuando su amante no está junto a él, queda como distraído y ausente, añorando su belleza. Este estado preñado de deseos no puede ser estimado por los hombres sabios.
La juventud es un periodo de enfermedades y de angustia. Suele compararse a un pájaro cuyas alas son los actos buenos y los malos. O a una tormenta de arena que oculta y dispersa las buenas cualidades de los hombres. La juventud favorece todo tipo de malas tendencias e inhibe las buenas cualidades que pueden anidar en nuestro corazón; por lo tanto, es el origen de todos los males, la causa de la ilusión y del apego. Aunque parece muy saludable desde el punto de vista físico, es muy negativa para la mente. En esta época, el hombre está tentado por el espejismo de la felicidad, y en pos de ella, cae en el infierno del sufrimiento. ¡Por todo ello tampoco me gusta nada la juventud!
Desgraciadamente, cuando la juventud ya está en decadencia, las pasiones despertadas en este periodo nos golpean con más violencia y producen más trastornos que antes. El que disfruta con la juventud no es seguramente un hombre, sino un animal con forma humana.
Pocas y envidiables son las grandes almas que no se dejan vencer por los peligros de la juventud y sobreviven a este periodo de la vida sin sucumbir a la tentación. Más fácil es cruzar un océano que alcanzar la otra orilla de la juventud sin sucumbir a sus amores y odios irrefrenables.
En su juventud, el hombre es esclavo de la atracción sexual. Percibe la belleza y el encanto de los cuerpos, que sólo son masas de carne, sangre y grasa cubiertas de piel y de cabellos. Si esa belleza fuera permanente, su atracción podría tener alguna justificación, pero desgraciadamente no dura mucho tiempo. Por el contrario, la misma carne que parece tan atractiva y deseable en el amante, es deformada por las arrugas de la vejez y acaba consumida por el fuego, los gusanos o los buitres. Por otro lado, mientras dura la atracción sexual, se altera el corazón y el buen juicio del
individuo. Esa atracción sexual mantiene viva la creación; cuando cesa esta atracción, cesa el samsâra. Si el niño no puede sentirse satisfecho de su infancia, menos puede estarlo el hombre de su juventud.
Si el joven está lleno de frustraciones, “Mientras que el corazón tiene deseo, la imaginación conserva ilusiones.”-Francoise René Chateaubriand 
La edad madura las supera con creces. ¡Tan cruel es la vida! La vejez destruye el cuerpo como el viento arrastra la gota de rocío que brilla sobre la hoja de loto. Del mismo modo que una gota de veneno penetra en el cuerpo y se disemina rápidamente por todos sus órganos, la vejez invade todo el cuerpo y lo degrada hasta el ridículo a los ojos de los demás.
El hombre viejo también siente deseos, aunque no pueda satisfacerlos. Comienza a preguntarse ¿Quién soy yo?, ¿Qué debo hacer?, y cosas semejantes, cuando ya es muy tarde para cambiar de vida y adquirir sentido común. En los comienzos de la senectud, se manifiestan todos los síntomas de la decadencia física, como la tos, el pelo blanco, la respiración dificultosa, la mala digestión y cosas por el estilo.
El dios de la muerte contempla la blanca cabeza del anciano como un sabroso melón que se dispone a devorar. La senectud rompe bruscamente las raíces de la vida como un torrente arranca las raíces de los árboles que crecen en los bancales de la ribera. Y a continuación llega la muerte que todo lo arrasa. La senectud es el mayordomo que siempre precede al rey, que es la muerte.
¡Qué misterioso y sorprendente es todo esto! Hasta los que han vencido a todos sus enemigos o se han refugiado en los picos más inaccesibles de las montañas, terminan abatidos por los demonios de la vejez y de la muerte.
Sin ilusiones carecemos de metas y objetivos, tenemos expectativas que no son realistas, sino que son ideales debido a que no tenemos metas firmes; nos aumenta la tristeza, la indefensión y en algunos casos desarrollamos depresión, mal humor y sentimientos de dispersión y vacío.
Juan Rulfo se preguntaba: “¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido”. Tener y cultivar la ilusión es uno de los motores de nuestra existencia. Y la ilusión está estrechamente unida a los sentidos. Es esa capacidad que poseemos las personas para reunir todas nuestras fuerzas y concentrarlas a favor de la conquista de un objetivo.
La ilusión está conectada a emociones positivas. Cuando nos ilusionamos nos sentimos bien, nos sentimos plenos y motivados. Nuestra mirada cambia. Nuestro estado emocional también. Nos sentimos entusiasmados y cargados de energía. Es un sentimiento que nos da fuerza.
Eduardo Punset argumenta que “en el hipotálamo del cerebro está lo que los científicos llaman circuito de la búsqueda. Este circuito, que alerta los resortes de placer y de felicidad, solo se enciende durante la búsqueda y no durante el propio acto. En la búsqueda, en la expectativa, radica la mayor parte de la felicidad”.
La palabra ilusión viene del latín illusio, -ionis, que significa «engaño», del verbo illúdere que quiere decir «burlarse de» y «jugar contra». De ahí que en español tenga que ver con engaño, idea irreal o distorsión de la percepción de los sentidos, que se hace patente en expresiones como «ilusión óptica», «ser iluso» o «hacerse ilusiones», entre otras. Porque así es la ilusión, es ese don que tenemos los seres humanos para creer en aquellas cosas que no vemos, pero que nos ayudan a vivir.
La ilusión forma parte de la vida, del comportamiento. Y el comportamiento incluye conductas, pensamientos, sentimientos y actitudes. Y si la ilusión es una actitud ante la vida, ha mostrado que se puede aprender, cambiar y cultivar. Los conceptos, valores y fortalezas del ser humano se pueden cultivar y potenciar. Y, por ello, puede ser una herramienta útil para vivir mejor e, incluso, como palanca para promover cambios positivos en la persona.













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