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LA MUJER QUE VENCIO A LA MUERTE

 

En Madrás reinaba el buen monarca Ashvapati, padre de una hermosa muchacha, de nombre Sávitri, que, por sus prendas era el orgullo del reino. Llegada la hora de contraer matrimonio, su padre decidió no forzar la voluntad de la princesa, y, para que pudiera elegir adecuadamente marido, la instó a hacer un viaje de placer por varios reinos vecinos. Pero, cuando la princesa volvió a palacio, su elección de esposo apenó a su padre. Le habló del rey Shalv y de su hijo, Satyavat, que habían sido despojados de su reino vivían en un bosque. Ese príncipe en desgracia había sido el preferido por la princesa.

El sabio Narad, mensajero de los dioses y amigo de Ashvapati, intentó por todos los medios disuadir a la joven de su matrimonio con Satyavat. Ningún defecto podía reprocharse al joven. Era honesto, virtuoso y veraz. Sería, pese a su pobreza, un excelente marido, si no fuera por la circunstancia de que, de ese momento en doce meses y por efecto de una maldición, Satyavat se hallaba condenado a morir inexorablemente. Si Sávitri le desposaba, sería viuda en el término de un año.
El rey Ashvapati intentó entonces convencer a su hija para que hiciera otra elección y olvidara a Satyavat, por virtuoso que fuese; pero todo fue inútil.
-No seguiré tu consejo, padre -declaró la joven princesa, firmemente decidida. He aceptado a Satyavat como esposo en mi corazón, y nada podrá hacerme cambiar de opinión. Su vida será larga 
o corta, pero la pasaremos juntos. Viviré con él en los bosques y le serviré como esposa y compañera. Sólo te pido que no me niegues tu bendición.
Su padre quedó tremendamente acongojado por estas palabras, pero respetó la decisión de su hija, le dio su bendición, y permitió que marchara al encuentro de su esposo.
Tras su matrimonio con Satyavat, doce meses moró Sávitri en los bosques. Allí se dedicaba a cuidar de su esposo y del padre de éste -el rey Shalv había quedado ciego-, y mucha era la felicidad de ambos.
Pero, en medio de su alegría, Sávitri sentía cernirse la amenaza de las palabras del sabio Narad, que su esposo desconocía. A medida que se acercaba la fecha fatídica en la que habría de cumplirse la profecía, la princesa sentía desfallecer su ánimo, pues no sabía cómo evitar el terrible fin que se avecinaba. Hizo toda suerte de ofrendas a los dioses, mas no se le ocultaba que la muerte es algo inexorable y que de nada iban a valer sus penitencias y sus ayunos.
Por fin llegó la víspera del día fatídico. Su marido manifestó su intención de internarse a la mañana siguiente en el bosque para recoger leña y Sávitri indicó su deseo de acompañarle. En vano intentó Satyavat disuadirla, ya que era una tarea ingrata y penosa, pues ella insistió en pasar con él esa jornada.
Partieron ambos hacia la espesura del bosque, y Satyavat se dedicó a recoger frutos, mientras su esposa le contemplaba fijamente. Al mediodía se sentaron ambos bajo un gran árbol para descansar, pues Satyavat manifestó hallarse especialmente cansado. Al poco, quedó sumido en lo que parecía un sueño reparador. Pero Sávitri temió lo peor y tocó a su amado esposo, viendo cómo se cumplían sus más terribles miedos. El cuerpo estaba frío y exánime. Satyavat había muerto.
Durante largo tiempo permaneció Sávitri llorando su desgracia, con la cabeza de su esposo apoyada sobre su regazo. En esta postura pasó la tarde, y las sombras del crepúsculo comenzaron a cernirse sobre el bosque.
Entonces, de entre los frondosos árboles, apareció una impresionante figura. Era un hombre de grandes dimensiones, con el cuerpo de color verde y una expresión de irritación en la mirada. Sus vestimentas eras rojas como la sangre y venía montado en un búfalo. Portaba una clava en una mano y un lazo en la otra. La muchacha le reconoció de inmediato: era Yama, el dios de la muerte.
Ante tal visión Sávitri quedó espantada; pero, lejos de huir, lo que quiso fue aferrar con más fuerza el cuerpo inerte de su esposo, como para retenerlo durante unos instantes más junto a sí.
El dios habló de esta manera:
-Apártate de ese cuerpo, mujer. Su vida se ha extinguido. Nada queda en él de lo que tú conocías, sino un mero envoltorio de carne y huesos. Su espíritu está ya apresado en mi lazo y lo he de llevar conmigo, pese al dolor que te cause.
-Él es todo lo que tengo -replicó ella, transida de dolor; y no podré vivir en su ausencia.
-Tendrás que aprender a hacerlo -afirmó el dios. Y, dando media vuelta, inició su marcha, llevando prendida en su lazo la esencia vital de Satyavat. Pronto hubo desaparecido entre la espesura.
Sávitri, tras unos instantes de vacilación, decidió acompañarle, y así lo hizo. La fiel esposa siguió al dios durante lo que se le antojó una eternidad. Su intención era no separarse jamás de su esposo, estuviese éste vivo o muerto.
Después de muchas horas de marcha Yama se detuvo y se encaró con la joven.
-Vuelve con los tuyos -le ordenó. Nada has de conseguir siguiéndome. Ahora tu deber de viuda es llevar a cabo los ritos funerales de tu esposo y honrar su memoria. Además, ningún mortal puede seguirme al lugar al que me dirijo.
-No pienso separarme de él -fue la respuesta de la decidida mujer. No hay ley en ninguno de los tres mundos que impida a una esposa seguir a su marido dondequiera que vaya. Sois un dios y podéis impedírmelo por la fuerza, pero yo pondré todo mi empeño en no abandonar a Satyavat.
Yama quedó en verdad conmovido por esta muestra de fidelidad y de amor, por lo que se propuso compensar de algún modo a la desdichada mujer.
-Comprendo tu dolor, más la muerte es algo irrevocable. Eres un modelo de esposa, y querría bendecirte con un don. Puedes pedirme lo que desees, excepto la vida de tu marido.
-Nada pediré para mí -repuso Sávitri-, pero sí para mi suegro, el rey Shalv. No sólo perdió su reino y ahora a su hijo, sino que además se ve atormentado por la desgracia de la ceguera. Si os place, concededle el don de la vista.
El dios lo pensó durante unos instantes.
-Sea -concedió-. Desde este momento, Shalv se halla curado de su mal. Vuelve ahora con él, y cuídale en su vejez.
Y, entonces, Yama inició de nuevo su marcha.
Al cabo de unas horas de camino, el dios de la muerte miró hacia atrás y vio que Sávitri continuaba siguiéndole.
-Eres tenaz, ¡oh, mujer!, más de nada puede servirte tu obsesión. Te aseguro que no me alegra separar a los hombres de sus seres queridos, pero es una ley que ha de cumplirse en la naturaleza. Comprendo tu dolor, y, para compensarte de tu pérdida, te otorgaré un nuevo don. Pide a tu placer, siempre que no sea la vida de tu esposo.
Sávitri repitió sus palabras de antes.
-Yo no quiero nada, ¡oh, gran Yama! Pero mi suegro fue un gran soberano en un tiempo. Después, sus ene¬migos le despojaron de su reino y sus riquezas. Vos po¬déis devolvérselas.
-No sólo eres un modelo de esposas -afirmó el dios, sino también de hija. Te otorgo el don que me pides. Shalv será de nuevo monarca en su reino. Pero ahora abandona tu empeño y regresa sobre tus pasos, porque ya casi hemos llegado a la entrada del mundo subterrá¬neo, en donde no pueden penetrar los seres vivos. Si in¬tentas seguirme hasta allí, hallarás la muerte y, de todas formas, no lograrás lo que te propones.
Dicho esto, Yama emprendió de nuevo el camino.
Pero la joven viuda continuó siguiéndole.
Al llegar a las puertas del mundo de los muertos, Yama detuvo su búfalo, y habló de nuevo a la mujer:
-Ninguna mujer llegó nunca antes hasta aquí. Ninguna quiso a su esposo como tú has querido al tuyo, lo reco¬nozco. Tus acciones me conmueven, ¡oh, Sávitri! Pero yo no soy quién para trastocar las reglas del mundo. Tu fidelidad es merecedora de recompensa, y te concederé ahora un último don. Aunque ya sabes qué es lo que no puedes pedir.
Sávitri formuló entonces su deseo.
-Habéis devuelto la vista y el trono a mi suegro -manifestó. Lo que os pido ahora es que protejáis su nom¬bre, para que nunca se extinga sobre la tierra, y hagáis que sus descendientes sean reyes justos, que amen a sus súbditos y traigan la prosperidad al reino.
-Sea -concedió Yama, iniciando la marcha.
-Pero, ¿cómo habrá de lograrse esto? -preguntó la jo¬ven, deteniéndole. ¿Cómo tendrá Shalv descendientes si os lleváis la vida de su único hijo? Me habéis concedido un don. Me habéis dado vuestra palabra de dios. Ahora os toca desdeciros de ella o cumplirla.
Yama tuvo que ceder ante la insistencia y la lealtad de la joven.
-Mantendré mi palabra -afirmó-, y tu esposo vivirá de nuevo para engendrar en ti hijos que perpetúen su linaje, porque tu amor, mujer, ha vencido a la misma muerte.









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