Es muy habitual encontrarnos con personas que confunden el significado de la palabra ambición, asociándolo con algo malo o con connotación negativa. Nuestra cultura y sociedad nos han educado desde pequeños a no ser ambiciosos, a que no debemos pretender querer más de lo necesario, focalizándonos en el hecho de ser “humildes” constantemente. El problema reside en que también nos han enseñado a confundir y asociar la humildad con la ausencia de abundancia, escasez o pobreza.
El problema dentro de esta definición y concepto, que la mayoría de las personas hemos integrado alguna vez en nuestras vidas, es que se puede confundir la ambición con la avaricia. “Cuida tu ambición. Puede volar, pero también arrastrarse.”
-Edmund Burke-
¿Qué es la ambición?
La ambición no es el deseo ciego por obtener fines como la riqueza o poder, sin importar los medios para la consecución de estos.
Es muy habitual pensar que una persona ambiciosa pasará por encima de los demás para lograr sus objetivos, pero esto no es real. De hecho, en muchas ocasiones, los deseos, metas y sueños de estas personas estarán orientados al beneficio de otros seres humanos.
“La ambición y el amor son las alas de las grandes acciones.
-Johann W. Goethe-
También es bueno ser conscientes de que la ambición no es el deseo de crecer indiscriminadamente porque sí, o sin sentido. Es bueno dejar de confundir la ambición con defectos que tenemos los seres humanos.
La ambición está hecha del mismo material del que están hechos los grandes sueños. Se trata de una fuerza enorme que lleva a tomar decisiones y a aventurarse por difíciles caminos para conseguir algo que se desea. En ese sentido, se trata de una enorme virtud, porque lleva a las personas a salir de su zona de comodidad y exigirse más a sí mismos. Es la fuente de la que nacen grandes conquistas en la vida.
La versión sana de la ambición implica valentía, entusiasmo y capacidad de liderazgo. Nada que ver con la codicia, propia de quien carece de integridad
"La ambición, a falta de una palabra mejor, es buena, es necesaria y funciona", según Gordon Gekko, el hombre de negocios sin escrúpulos de la película Wall Street interpretado por Michael Douglas. El término que se usó en el doblaje al español fue ambición, pero en su caso se podría haber traducido por codicia -'greed'-, el lado oscuro de esta emoción. No es una cuestión menor, ya que los términos tienen connotaciones culturalmente asociadas. Hay sociedades donde la ambición se fomenta, entendida como el desarrollo del propio potencial puesto en acción para alcanzar metas. Otras favorecen la seguridad, el que las personas dirijan su energía a vivir sin riesgos. El dilema es ¿crecimiento o seguridad?
ambición es un fuerte impulso por algo que va acompañado del establecimiento de metas y de trazar un camino para conseguir el objetivo. Bien entendida nos estimula a progresar y a abordar los cambios necesarios sorteando los obstáculos y manteniendo una actitud proactiva y persistente. El progreso humano se ha desarrollado gracias al tesón de aquellos que transformaron sus sueños en "motivación para el logro", término que acuñó el psicólogo David McClelland para definir esta necesidad humana de poner rumbo hacia sus objetivos. Las personas con una inclinación hacia la motivación de logro son amigas de los desafíos y les gusta enfrentarse a situaciones que les generen cierta dificultad. La satisfacción de resolver los problemas es algo que les hace sentirse vivos. No se asustan por tener que afrontar riesgos y están dispuestas a recibir 'feedback' sobre sus actuaciones, ya que desean mejorar siempre y alcanzar el mayor desarrollo posible.
Dentro de las fortalezas de carácter algunas que se relacionan con una ambición sana como la perseverancia, la valentía, el entusiasmo, la capacidad de liderazgo y la esperanza. Si miramos a la ambición desde esta perspectiva es una valiosa herramienta de progreso para el ser humano. La cuestión es hasta qué punto estamos dispuestos a actuar por conseguir algo, qué precio estamos
dispuestos a pagar o a hacer que paguen otros. La ambición carente de integridad y de respeto se convierte en codicia, un apetito insaciable que implica la sobrevaloración de uno mismo y un deseo de poseer y consumir sin fin. El codicioso se considera merecedor de aquello que desea por tener más méritos, poder o estatus que el prójimo. "El fin justifica los medios" es su ideario.
En el otro extremo encontramos a aquellas personas que no desean cambios ni mejoras en su vida, que no buscan nada nuevo con la suficiente fuerza como para que les motive a establecer una ruta para conseguirlo. Si es una elección libre relacionada con un sentimiento de tranquilidad o plenitud es una opción positiva. Si, por el contrario, se vincula con la dejadez, el derrotismo, el miedo a salir de la zona de confort o la dificultad para identificar qué es lo que realmente nos interesa de la vida deberíamos prestarle atención. No estamos hablando de que dichas metas hayan de ser materiales, de hecho, hay que subrayar que los deseos fuertes que nos mueven están asociados a necesidades que pueden ser conscientes pero que en mayor medida son inconscientes. No identificar estas necesidades o confundirlas conlleva formas poco constructivas de ambición o la ausencia de motivación vital.
Trabajar la ambición saludable
IDENTIFICAR METAS. Se trata de conocer qué es lo que realmente se quiere para luego establecer un plan específico. La mejor forma de identificar esas metas personales es mediante una reflexión de quién es y qué desea en su vida.
ACEPTAR EL RIESGO. Cualquier conquista necesita coraje y asumir la posibilidad de que las cosas no salgan siempre bien. Afrontar problemas e incertidumbres será una parte inevitable del viaje.
OBJETIVOS. Hay que concentrarse en ellos. Una actitud proactiva y ejecutiva le ayudará a "coger el
toro por los cuernos". Enfocarse en qué es lo que tiene que hacer y llevarlo a cabo sin dilación ahorrará tiempo y energía.
COMPETITIVIDAD. Mejor competir consigo mismo en su propio afán de superación. No conviene perder energía ni concentración en demostraciones de cara a la galería.
"Y mientras la ambición personal está considerada por todos los moralistas como indeseable, sólo los más avanzados teocéntricos han percibido lo pernicioso de la ambición vicaria por una secta, nación o persona. A la inmensa mayoría de la humanidad, tal ambición le parece enteramente loable. Entre las ambiciones se encuentra la Sana Ambición que tiene como piso y límite tus propios valores. Lograr resultados a través de tu propia integridad y haciendo honores a tu más elevada historia de virtud personal y familiar. rompe con el paradigma: “por cualquier medio” y/o “a cualquier precio”.
El concepto de “el éxito más allá del éxito” que desarrolla Fred Kofman, refiere a que hayas logrado lo que deseabas o no, el mayor y último éxito es siempre ser coherente con tus ambiciones, valores y ética. Esta filosofía de coherencia interna, asegura que siempre tendrás éxito moral, más allá de haber logrado el objetivo material.
Tiene la ambición, como casi cualquier otro afecto, su lado bueno y sus extremos viciosos (algo que, hablando de las virtudes en general, hace tiempo nos enseñó Aristóteles). Y si no siempre es fácil dar con aquél; y si ella misma ha sido tantas veces vilipendiada, es debido, a que el propio término con el que se la designa apunta ya a uno de tales extremos: el representado por el individuo poseído por un desmesurado anhelo de honores o dignidades, poder o fama, riquezas o prestigio, sin parar mientes en los medios utilizados para tratar de conseguir sus propósitos y objetivos, porque en el camino que supone le conduce a su encumbramiento, nada hay capaz de detenerle, ni el respeto mínimo exigible a unas reglas de juego básicas (sean éticas, morales e incluso jurídicas) ni la menor salvaguarda de los derechos del prójimo. Y, por supuesto, resulta indiscutible que un sujeto tal es despreciable y merecedor de todo vituperio, aunque quizá no tanto por ambicioso como por indecente. Más la ambición, así entendida, no constituye un único y solo defecto o vicio moral, puesto que a un individuo al que tal pasión domina, es casi seguro que, además de por ella, lo hallaremos acompañado por una pléyade de taras morales: la envidia, sin duda alguna, pero también la soberbia y la vanidad; la codicia, probablemente, y, casi con toda certeza, la avaricia. De hecho, ya Adam Smith señalaba que avaro y ambicioso tan sólo difieren por la dimensión de los objetos que codician, de tal manera que, si a éste le caracterizan sus anhelos de grandeza y, por tanto, únicamente a cosas grandiosas y notables aspira, el avaro, en cambio, lo es incluso de la pequeñez, con lo que, finalmente –podríamos añadir–, sobre ser avaro, se convierte, además, en mezquino y ruin. Pero, al cabo, la comparación entre ambos llega hasta donde llega, porque –sin menosprecio de la observación de Smith–avaro y ambicioso, si bien coinciden en el primer movimiento al que su pasión les empuja, y que no es otro que el acaparamiento y el deseo de poseer cada vez más y en mayor cuantía (porque es verdad que, como la avaricia, una ambición desmedida nunca se ve satisfecha), no necesariamente lo hacen en el segundo, puesto que, frente a aquélla, la ambición no se halla reñida con el derroche y aún se pudiera pensar que no pocas veces se ambiciona para derrochar y presumir con ello. La presunción y el afán de notoriedad es, en efecto, otro rasgo clave del ambicioso; el avaro, por el contrario, suele preferir el anonimato y la sola compañía de sus dineros. En consecuencia, podemos admitir que la ambición es una forma de avaricia, mas siempre que tomemos este último concepto en un sentido amplio (ya que no es sólo riqueza lo que se ambiciona), y siempre que reparemos en que la pasión del ambicioso no se satisface con la mera posesión de lo que anhela, sino que exige, como complemento imprescindible, el hacer alarde de ello; es decir, siempre que caigamos en la cuenta de que la ambición es también una forma de vanidad y soberbia.
Pero, al mismo tiempo, no es una de las desgracias menores del ambicioso el que, a los vicios señalados, venga a añadírsele el servilismo y el peloteo (su condición de lameculos, para llamar a las cosas por su nombre). Y es que no escatimará adulaciones ni elogios que tienen como destinatarios a aquéllos que puedan resultar útiles a su empresa, ni retrocederá ante el más vil rebajamiento de su persona si con ello obtiene algún favor, con lo que, al fin, cegado por su ambición y en pos de ella, pierde, al cabo, trocándolo por un supuesto beneficio futuro (que tal vez nunca llegue), el objeto más precisado y valioso que puede poseer hombre alguno: su dignidad y autonomía, para sin contar siquiera con el respeto o aprecio de quien busca servirse (a menos que éste sea tan tonto como él ambicioso, y no advierta su juego), convertirse en su bufón y en su esclavo.
Mas, encumbrado, nada deseará tanto como olvidar la deuda contraída, y como quiera que esto no siempre es cosa fácil ni hacedera, procurará, al menos, engañar a los demás, mediante el intento de borrar u ocultar tal deuda renegando de aquéllos que le beneficiaron, y hasta desearía (si ello le fuera posible) aniquilarlos, cualquiera que sea el sentido que se le quiera dar a este término. En consecuencia, a nadie deberá extrañar que sea en el gremio de los ambiciosos donde se encuentran algunos de los especímenes de traidor más notorios y despreciables.
Sí es cierto, en cambio, que sólo se ambiciona aquello que razonablemente se piensa que puede ser alcanzado, pero esto no es un asunto moral, sino de mero sentido común: quien aspira a algo que se encuentra más allá de sus capacidades o que no tiene posibilidad alguna de conseguir, no es ambicioso, sino necio. Más la necedad no es un vicio, sino un desorden intelectual. Claro que también es verdad que siempre es posible hallar algo que ambicionar, pues, en efecto, no sólo se ambicionan las cosas grandes, sino también las pequeñas, y por eso a nadie le resulta extremadamente difícil dar con algún objeto de ambición a su medida, y así, hasta un tonto, si es ambicioso, puede que aspire a ser más tonto que su rival. Por lo demás, seguramente sólo mediante el ejercicio de la razón podemos ponernos a salvo o curarnos de tal defecto.
Algunos hay a los que su incapacidad o falta de aptitudes ponen barreras infranqueables a sus pretensiones. No careciendo, en verdad, de ellas, sino que, teniéndolas, y hasta incluso pudiera ser que muy altas, sucede que la ineptitud básica que les aqueja, no ya para satisfacerlas, sino para intentarlo siquiera, les pone a salvo de cualquier deseo de ambicionar. Otras veces, es la experiencia repetida del fracaso la que termina por liberarles de ello, porque, contra la ambición, ningún antídoto como él: la más desmedida, que no disminuye, desde luego, con la satisfacción, sino que, antes bien, se acrecienta, se cura, sin duda alguna, con el fracaso
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