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EVITERNO

 

La cuestión humana es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera. Miguel de Unamuno

La experiencia interna nos atestigua, nítidamente, la existencia en nosotros de un sujeto en el cual se verifican las sensaciones, los sentimientos, las reflexiones y las voliciones. En medio de los cambios y modificaciones, el hombre se encuentra hoy el mismo que era ayer. Sin la identidad del «yo» -uno e idéntico- este hecho no podría darse y explicarse. Ahora bien, a este sustrato o sujeto que soporta las mudanzas, cualidades y propiedades, se le ha llamado, tradicionalmente, sustancia.

El alma es sustancia puesto que es un ser permanente, no inherente a otro a manera de modificación. El que piensa en nosotros es el mismo que quiere. Admitir lo contrario equivaldría a fragmentar al hombre y a romperle la unidad de su conciencia. Pero, sin la sustancialidad del alma, no se explicarían los fenómenos de la unidad y continuidad de la conciencia. Porque, si no hay nada permanente, ¿cómo podría haber memoria, unidad de conciencia y reflexión sobre nuestros actos internos? Más aun, sin sujeto percipiente, ¿cómo podríamos percibirnos como una unidad en medio de los diversos fenómenos? De la unidad de conciencia se sigue la simplicidad del alma. Si el alma 

tuviese partes, resultaría que el pensamiento tendría que residir en una o en otras partes. Si residiese en una, sobrarían las otras y ésta sería el alma. Si en todas, el pensamiento se dividiría en partes, lo cual es absurdo. Consiguientemente, el alma humana es simple. La unidad de conciencia se opone a su división. Y una sustancia simple, independiente de la materia en su existencia, por lo menos, en alguna de sus operaciones, es -necesariamente- una sustancia espiritual.
Que el alma es espiritual se prueba: 
1) Por el objeto de nuestros conocimientos: Dios, la verdad, la bondad, la belleza, la unidad. Ahora bien, las operaciones siguen al ser y le son proporcionadas; por tanto, ya que nuestra alma ejecuta actos que traspasan las meras fuerzas orgánicas, debe admitirse su espiritualidad. Y aun los objetos materiales los conoce por conceptos, esto es, por ideas universales formadas por abstracción que prescinde de las notas individuantes. 
2) Por el acto de reflexión: el alma reflexiona, es decir, piensa sobre su propio pensamiento. El ser material, en cambio, jamás puede actuar sin otra parte y otro ser igualmente material; como el torno no se horada a sí mismo, ni el martillo se golpea a sí mismo. Luego, entonces, el alma es inmaterial. 3) Si el hombre habla, prospera, siente la belleza, se cree responsable de sus actos y tiene remordimientos es porque hace juicios y raciocinios y porque es el único «animal religioso».
Ante el problema de la inmortalidad del alma no se puede permanecer indiferente. Ningún otro problema nos importa tanto y nos toca tan profundamente. «¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene y adónde va lo que me rodea y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo -responde Unamuno-, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido». He venido de la nada por Alguien. Algo hay en mí que vive, siente, piensa, juzga, razona, obra libremente y anima mi cuerpo. Este principio vital es inteligente porque tiene ideas, y es inmaterial porque produce conceptos y los conceptos no son compuestos de partes, ni largos o cortos, gruesos o delgados.
Prueba filosófica
La ideación, el raciocinio y la volición ponen de manifiesto la vida intelectiva del hombre. Ahora bien, «la actividad del entendimiento -como apunta Maritain siguiendo a Santo Tomás- es inmaterial, porque el objeto proporcionado o “connatural” de la inteligencia humana no es, como el objeto de los sentidos, una categoría particular y limitada de cosas, o de cualidades de las cosas; el objeto proporcionado o connatural de la inteligencia humana es la naturaleza de las cosas sensibles cualesquiera que sean, sin limitación de género o categoría... Y este hecho es una prueba de la espiritualidad o completa inmaterialidad de nuestro entendimiento. Porque toda actividad en la que la materia desempeña un papel intrínseco está limitada a una determinada categoría de objetos materiales, como sucede con los sentidos, que no perciben sino las propiedades capaces de obrar sobre el órgano físico de un modo adaptado a éste». Pensar, conocer el bien y el mal moral, inventar, progresar, hablar y obrar libremente son operaciones espirituales. Pero las operaciones siguen al ser y le son proporcionadas. Luego el alma es espiritual y probada la espiritualidad, se sigue, como corolario insoslayable, la inmortalidad del alma. Un órgano material no puede tener por objeto operaciones completamente inmateriales, luego para producir operaciones inmateriales es preciso ser una sustancia espiritual. Y esta sustancia, no teniendo naturaleza corporal, es incorruptible, esto es, inmortal. Porque es simple, indivisible, decimos que nuestra alma no encierra ningún principio de disolución y de muerte. «La muerte -expresa P. A. Hillaire- es la descomposición, la separación de las partes de un ser. Es así que el alma no tiene partes, pues es simple e indivisible; luego no puede descomponerse, disolverse o morir». Consecuentemente, el alma -que ni se disgrega ni se corrompe- posee una duración sin fin. Que el alma sea una sustancia se prueba por los fenómenos de la unidad y continuidad de la conciencia.
Prueba moral
En esta vida no hay ni puede haber sanción completa de los pecados. ¿Quién puede negar que, en este mundo, muchos malos andan gozando y muchos buenos andan atribulados? Pero la sabiduría y la justicia de Dios exigen una sanción de su ley divina. Si esa sanción eficaz no existe en esta vida, es preciso que exista en la vida futura.

Argumento histórico
La historia -esa gran maestra del género humano- nos enseña que todos los pueblos han creído en la inmortalidad del alma. De ahí el culto de los muertos, el respeto religioso de los hombres por las cenizas de sus padres y los monumentos que han erigido sobre sus sepulcros. Ahora bien, este testimonio histórico universal, ya provenga de la razón o ya tenga su origen en una revelación primitiva, no puede ser sino una prueba más -de índole histórica- sobre la existencia de un alma inmortal. Un filósofo de nuestros días observa que «los hombres primitivos no hacían filosofía; mas no por eso dejaban de tener su manera peculiar -instintiva y no conceptual- de creer en la inmortalidad del alma: creencia radicada en una oscura experiencia del yo, y en las naturales aspiraciones de nuestro espíritu a vencer la muerte».
Por esta natural inclinación de nuestro espíritu a triunfar sobre la muerte se explica ese anhelo de sobrevivencia que consiste en vivir en el espíritu y en el corazón de la humanidad. Pero, en rigor, esta perpetuación por la fama no es sino un triste y menguado sustitutivo de la inmortalidad personal para aquéllos que no creen o que no hacen uso del raciocinio filosófico.
El hombre como ser teotrópico
El espíritu del hombre no descansa en la vida propia, ni en la vida social. Tiene conciencia de ser llamado para lo infinito y de sobrepasarse en la experiencia religiosa.
¿Cuál es la esencia de la experiencia religiosa, y en qué se distingue de las otras clases de experiencias? Por lo pronto, digamos que la experiencia religiosa no es sólo pensar teórico en Dios, ni flujo del sentimiento, ni acto ético o ascético de la voluntad. «En la experiencia religiosa -apunta Willwoll- toda el alma espiritual en la plenitud de sus disposiciones, pero en una experiencia total, es llamada ante “lo divino”, como ante el simplemente sumo y realísimo valor, en una unión de los contrarios, es decir, de la conciencia de distancia y de unificación» Trátase de una entrega a Dios, de un «acto de unión o apropiación» (Gruehn), de una experiencia valoral...
El hombre, decía San Agustín, est et non est homo -perpetua tensión de potencia y acto-, porque en él está el anhelo no satisfecho de ser y de vivir en plenitud. El cor inquietum agustiniano no es, en el fondo, más que el impulso vital dinámico que toda creatura humana tiene hacia el Ser perfectísimo. Abrirse a Dios y amar y reverenciar a la fuente primaria de todo ser es connatural a la persona.
Rodolfo Otto consideraba a la experiencia de Dios como el «misterio fascinante y tremendo». Dios, el más oscuro de todos los misterios, se planta delante del hombre, pero «habitando en una luz inaccesible». La proximidad de este misterio fascinante, ante el cual el espíritu humano opera analógicamente, con muchas deficiencias, llena al hombre con el horror de lo impotente, de lo inaudito. Un San Juan de la Cruz o una Santa Teresa hablan también del pavor de la creatura que siente la proximidad del Creador.
Este silencioso estar a solas con Dios es la experiencia más importante del hombre. Una investigación científica seria sobre el misterio religioso divino del alma sólo puede hacerla un investigador que sea, a la vez, un hombre religioso. La unidad y la plenitud del ser humano llegan a su perfección en esa suprema expansión o evolución anímica. Mal se podría conocer, en su integridad, la esencia del hombre sin las vivencias religiosas.
Las felicidades temporales las vivimos como limitadas e insuficientes. Estar en la felicidad es exigir eternidad.
Nuestra vida se desenvuelve en diálogo con los prójimos y con Dios. En ambos casos el sentimiento de coexistencia y de obligación pone de manifiesto la relación entre personas y no entre cosas. Pero mientras a los hombres los siento compañeros de camino y hermanos de tarea, a Dios -supremo acompañante de ruta- lo experimento como una voluntad superior que domina y solicita la mía. En los entresijos del alma sentimos la presencia invisible de Alguien que nos incita y nos atrae. Y ante esta presencia fascinante tenemos la certeza de que nuestra misión es renunciar y consentir. Se torna entonces Dios en un supremo y consciente centro gravitatorio, objeto de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad.
Pero, aunque Dios se instale en lo más recóndito de nuestra intimidad, lo consideramos al mismo tiempo como la realidad suprema, como el principio y el fin de la naturaleza misma. Está en nosotros, pero no se confunde con nosotros. Asiste y guía a la naturaleza, pero no se identifica con ella. Siempre presente a su obra y, sin embargo, invisible. Inmanente, en cierto modo, a nuestro espíritu, y a la vez trascendente.
Llamados y queridos por Dios podemos, en el diálogo de nuestra vida moral, responder afirmativamente, acrecentando nuestro ser, o cerrarnos ante su infinita grandeza, para caer en disminución y en atrofia de nuestro ser espiritual.
Tomando como punto de partida el análisis fenomenológico de la inquietud humana, y dándole sentido teorético mediante las nociones de potencia y acto, Oswaldo Robles ha tratado de integrar, en unidad temática, la óntica existencial de San Agustín y la ontología general de Santo Tomás de Aquino. Esta metafísica ascendente toma base en la experiencia de mi yo «sumergido en el flujo del tiempo y limitado, rodeado de un mundo que pesa sobre mí y que me resiste. Jamás podré liberarme de esta limitación, de esta ontológica soledad, de esta restricción que me sumerge en la irreductible vivencia de mi miseria, de mi insuficiencia y de mi desamparo... En resumen: la inquietud es el carácter fundamental de la existencia. humana. Ella, la inquietud, se hace manifiesta ante la muerte que es el signo de nuestra limitación y de nuestro desamparo. La inquietud apunta a dos contenidos. El primero es la misma carencia ontológica del ser del hombre; el segundo es Dios como amparo ontológico de nuestra carencia. El análisis de Heidegger es incompleto y nihilista. La angustia no apunta a la nada; sino a la limitación potencial de la existencia humana y, primordialmente, al Ser, a Dios, como amparo y sostén de nuestro ser perecedero y gemebundo»
Cuando el hombre intenta romper su radical religación, con el torpe propósito de hacerse autosuficiente, se desvanece, se desencializa, se desvaloriza.
El hombre no es un ser autónomo que se hace sin el concurso del verdadero «Tú» creador, porque su más íntima contextura es, precisamente, la de ser ente teotrópico.











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