HISTORIA DEL AJEDREZ
La famosa leyenda sobre el origen del juego
del ajedrez, que Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, narra al Califa de
Bagdad, Al-Motacén Billah, Emir de los Creyentes.
Difícil será descubrir, dada la
incertidumbre de los documentos antiguos, la época precisa en que vivió y reinó
en la India un príncipe llamado ladava, señor de la provincia de Taligana.
Sería, sin embargo, injusto ocultar que el nombre de dicho monarca es señalado
por varios historiadores hindúes como uno de los soberanos más ricos y
generosos de su tiempo.
La guerra, con su cortejo fatal de
calamidades, amargó la existencia del rey ladava, transformando el ocio y gozo
de la realeza en otras más inquietantes tribulaciones. Adscrito al deber que le
imponía la corona, de velar por la tranquilidad de sus súbditos, nuestro buen y
generoso monarca se vio obligado a empuñar la espada para rechazar, al frente
de su pequeño ejército, un ataque insólito y brutal del aventurero Varangul,
que se hacía llamar príncipe de Calián.
El choque violento de las fuerzas rivales
cubrió de cadáveres los campos de Dacsina, y ensangrentó las aguas sagradas del
río Sabdhu. El rey ladava poseía, según lo que de él nos dicen los historiadores,
un talento militar no frecuente. Sereno ante la inminente invasión, elaboró un
plan de batalla, y tan hábil y tan feliz fue al ejecutarlo, que logró vencer y
aniquilar por completo a los pérfidos perturbadores de la paz de su reino.
El triunfo sobre los fanáticos de Varangul
le costó desgraciadamente duros sacrificios. Muchos jóvenes xatrias pagaron con
su vida la seguridad del trono y el prestigio de la dinastía. Entre los
muertos, con el pecho atravesado por una flecha, quedó en el campo de combate
el príncipe Adjamir, hijo del rey ladava, que se sacrificó patrióticamente en
lo más encendido del combate para salvar la posición que dio a los suyos la
victoria.
Terminada la cruenta campaña y asegurada la
nueva línea de fronteras, regresó el rey a su suntuoso palacio de Andra. Impuso
sin embargo la rigurosa prohibición de celebrar el triunfo con las ruidosas
manifestaciones con que los hindúes solían celebrar sus victorias. Encerrado en
sus aposentos, sólo salía de ellos para oír a sus ministros y sabios brahmanes
cuando algún grave problema lo llamaba a tomar decisiones en interés de la
felicidad de sus súbditos.
Con el paso del tiempo, lejos de apagarse
los recuerdos de la penosa campaña, la angustia y la tristeza del rey se fueron
agravando. ¿De qué le servían realmente sus ricos palacios, sus elefantes de
guerra, los tesoros inmensos que poseía, si ya no tenía a su lado a aquél que
había sido siempre la razón de ser de su existencia? ¿Qué valor podrían tener a
los ojos de un padre inconsolable las riquezas materiales que no apagan nunca
la nostalgia del hijo perdido?
El rey no podía olvidar las peripecias de
la batalla en que murió Adjamir. El desgraciado monarca se pasaba horas y horas
trazando en una gran caja de arena las maniobras ejecutadas por sus tropas
durante el asalto. Con un surco indicaba la marcha de la infantería; al otro
lado, paralelamente, otro trazo mostraba el avance de los elefantes de guerra.
Un poco más abajo, representada por perfilados círculos dispuestos con
simetría, aparecía la caballería mandada por un viejo radj, que decía gozar de
la protección de Techandra, diosa de la Luna. Por medio de otras líneas
esbozaba el rey la posición de las columnas enemigas desventajosamente
colocadas, gracias a su estrategia, en el campo en que se libró la batalla
decisiva.
Una vez completado el cuadro de los
combatientes con todas las menudencias que recordaba, el rey borraba todo para
empezar de nuevo, como si sintiera el íntimo gozo de revivir los momentos
pasados en la angustia y la ansiedad. A la hora temprana en que llegaban al
palacio los viejos brahmanes para la lectura de los Vedas, ya el rey había
trazado y borrado en su cajón de arena el plano de la batalla que se reproducía
interminablemente. - ¡Desgraciado monarca!, murmuraban los sacerdotes
afligidos. Obra como un sudra a quien Dios privara de la luz de la razón. Sólo
Dhanoutara, poderosa y clemente, podría salvarlo. Y los brahmanes rezaban por
él, quemaban raíces aromáticas implorando a la eterna celadora de los enfermos que
amparase al soberano de Taligana.
Un día, al fin, el rey fue informado de que
un joven brahmán -pobre y modesto- solicitaba audiencia. Ya antes lo había
intentado varias veces, pero el rey se negaba siempre alegando que no estaba en
disposición de ánimo para recibir a nadie. Pero esta vez accedió a la petición
y mandó que llevaran a su presencia al desconocido. Llegado a la gran sala del
trono, el brahmán fue interpelado, conforme a las exigencias de ritual, por uno
de los visires del rey. -¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué deseas de aquel
que por voluntad de Vichnú es rey y señor de Taligana?
Mi nombre, respondió el joven brahmán, es
Lahur Sessa y procedo de la aldea de Namir que dista treinta días de marcha de
esta hermosa ciudad. Al rincón donde vivía llegó la noticia de que nuestro
bondadoso señor pasaba sus días en medio de una profunda tristeza, amargado por
la ausencia del hijo que le había sido arrebatado por la guerra. Gran mal será
para nuestro país, pensé, si nuestro noble soberano se encierra en sí mismo sin
salir de su palacio, como un brahmán ciego entregado y a su propio dolor.
Pensé, pues, que convenía inventar un juego que pudiera distraerlo y abrir en
su corazón las puertas de nuevas alegrías. Y ese es el humilde presente que
vengo ahora a ofrecer a nuestro rey ladava.
Como todos los grandes príncipes citados en
esta o aquella página de la historia, tenía el soberano hindú el grave defecto
de ser muy curioso. Cuando supo que el joven brahmán le ofrecía como presente
un nuevo juego desconocido, el rey no pudo contener el deseo de verlo y
apreciar sin más demora aquel obsequio. Lo que Sessa traía al rey ladava era un
gran tablero cuadrado dividido en sesenta y cuatro cuadros o casillas iguales.
Sobre este tablero se colocaban, no arbitrariamente, dos series de piezas que
se distinguían una de otra por sus colores blanco y negro. Se repetían
simétricamente las formas ingeniosas de las figuras y había reglas curiosas
para moverlas de diversas maneras.
Sessa explicó pacientemente al rey, a los
visires y a los cortesanos que rodeaban al monarca, en qué consistía el juego y
les explicó las reglas esenciales:
Cada jugador dispone de ocho piezas
pequeñas: los "peones". Representan la infantería que se dispone a
avanzar hacia el enemigo para desbaratarlo. Secundando la acción de los peones,
vienen los "elefantes de guerra", representados por piezas mayores y
más poderosos. La "caballería", indispensable en el combate, aparece
igualmente en el juego simbolizada por dos piezas que pueden saltar como dos
corceles sobre las otras. Y, para intensificar el ataque, se incluyen los dos
"visires" del rey, que son dos guerreros llenos de nobleza y
prestigio. Otra pieza, dotada de amplios movimientos, más eficiente y poderosa
que las demás, representará el espíritu de nacionalidad del pueblo y se llamará
la "reina". Completa la colección una pieza que aislada vale poco
pero que es muy fuerte cuando está amparada por las otras. Es el
"rey".
El rey Iadava, interesado por las reglas
del juego, no se cansaba de interrogar al inventor:
¿Y por qué la reina es más fuerte y más
poderosa que el propio rey?
Es más poderosa, argumentó Sessa, porque la
reina representa en este juego el patriotismo del pueblo. La mayor fuerza del
trono reside principalmente en la exaltación de sus súbditos. ¿Cómo iba a poder
resistir el rey el ataque de sus adversarios si no contase con el espíritu de
abnegación y sacrificio de los que le rodean y velan por la integridad de la
patria?
Comentarios
Publicar un comentario