Ir al contenido principal

EL AJEDREZ (Primera parte)

HISTORIA DEL AJEDREZ

La famosa leyenda sobre el origen del juego del ajedrez, que Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, narra al Califa de Bagdad, Al-Motacén Billah, Emir de los Creyentes.

Difícil será descubrir, dada la incertidumbre de los documentos antiguos, la época precisa en que vivió y reinó en la India un príncipe llamado ladava, señor de la provincia de Taligana. Sería, sin embargo, injusto ocultar que el nombre de dicho monarca es señalado por varios historiadores hindúes como uno de los soberanos más ricos y generosos de su tiempo.

La guerra, con su cortejo fatal de calamidades, amargó la existencia del rey ladava, transformando el ocio y gozo de la realeza en otras más inquietantes tribulaciones. Adscrito al deber que le imponía la corona, de velar por la tranquilidad de sus súbditos, nuestro buen y generoso monarca se vio obligado a empuñar la espada para rechazar, al frente de su pequeño ejército, un ataque insólito y brutal del aventurero Varangul, que se hacía llamar príncipe de Calián.

El choque violento de las fuerzas rivales cubrió de cadáveres los campos de Dacsina, y ensangrentó las aguas sagradas del río Sabdhu. El rey ladava poseía, según lo que de él nos dicen los historiadores, un talento militar no frecuente. Sereno ante la inminente invasión, elaboró un plan de batalla, y tan hábil y tan feliz fue al ejecutarlo, que logró vencer y aniquilar por completo a los pérfidos perturbadores de la paz de su reino.

El triunfo sobre los fanáticos de Varangul le costó desgraciadamente duros sacrificios. Muchos jóvenes xatrias pagaron con su vida la seguridad del trono y el prestigio de la dinastía. Entre los muertos, con el pecho atravesado por una flecha, quedó en el campo de combate el príncipe Adjamir, hijo del rey ladava, que se sacrificó patrióticamente en lo más encendido del combate para salvar la posición que dio a los suyos la victoria.

 Terminada la cruenta campaña y asegurada la nueva línea de fronteras, regresó el rey a su suntuoso palacio de Andra. Impuso sin embargo la rigurosa prohibición de celebrar el triunfo con las ruidosas manifestaciones con que los hindúes solían celebrar sus victorias. Encerrado en sus aposentos, sólo salía de ellos para oír a sus ministros y sabios brahmanes cuando algún grave problema lo llamaba a tomar decisiones en interés de la felicidad de sus súbditos.

Con el paso del tiempo, lejos de apagarse los recuerdos de la penosa campaña, la angustia y la tristeza del rey se fueron agravando. ¿De qué le servían realmente sus ricos palacios, sus elefantes de guerra, los tesoros inmensos que poseía, si ya no tenía a su lado a aquél que había sido siempre la razón de ser de su existencia? ¿Qué valor podrían tener a los ojos de un padre inconsolable las riquezas materiales que no apagan nunca la nostalgia del hijo perdido?

El rey no podía olvidar las peripecias de la batalla en que murió Adjamir. El desgraciado monarca se pasaba horas y horas trazando en una gran caja de arena las maniobras ejecutadas por sus tropas durante el asalto. Con un surco indicaba la marcha de la infantería; al otro lado, paralelamente, otro trazo mostraba el avance de los elefantes de guerra. Un poco más abajo, representada por perfilados círculos dispuestos con simetría, aparecía la caballería mandada por un viejo radj, que decía gozar de la protección de Techandra, diosa de la Luna. Por medio de otras líneas esbozaba el rey la posición de las columnas enemigas desventajosamente colocadas, gracias a su estrategia, en el campo en que se libró la batalla decisiva.

Una vez completado el cuadro de los combatientes con todas las menudencias que recordaba, el rey borraba todo para empezar de nuevo, como si sintiera el íntimo gozo de revivir los momentos pasados en la angustia y la ansiedad. A la hora temprana en que llegaban al palacio los viejos brahmanes para la lectura de los Vedas, ya el rey había trazado y borrado en su cajón de arena el plano de la batalla que se reproducía interminablemente. - ¡Desgraciado monarca!, murmuraban los sacerdotes afligidos. Obra como un sudra a quien Dios privara de la luz de la razón. Sólo Dhanoutara, poderosa y clemente, podría salvarlo. Y los brahmanes rezaban por él, quemaban raíces aromáticas implorando a la eterna celadora de los enfermos que amparase al soberano de Taligana.

Un día, al fin, el rey fue informado de que un joven brahmán -pobre y modesto- solicitaba audiencia. Ya antes lo había intentado varias veces, pero el rey se negaba siempre alegando que no estaba en disposición de ánimo para recibir a nadie. Pero esta vez accedió a la petición y mandó que llevaran a su presencia al desconocido. Llegado a la gran sala del trono, el brahmán fue interpelado, conforme a las exigencias de ritual, por uno de los visires del rey. -¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué deseas de aquel que por voluntad de Vichnú es rey y señor de Taligana?

Mi nombre, respondió el joven brahmán, es Lahur Sessa y procedo de la aldea de Namir que dista treinta días de marcha de esta hermosa ciudad. Al rincón donde vivía llegó la noticia de que nuestro bondadoso señor pasaba sus días en medio de una profunda tristeza, amargado por la ausencia del hijo que le había sido arrebatado por la guerra. Gran mal será para nuestro país, pensé, si nuestro noble soberano se encierra en sí mismo sin salir de su palacio, como un brahmán ciego entregado y a su propio dolor. Pensé, pues, que convenía inventar un juego que pudiera distraerlo y abrir en su corazón las puertas de nuevas alegrías. Y ese es el humilde presente que vengo ahora a ofrecer a nuestro rey ladava.

Como todos los grandes príncipes citados en esta o aquella página de la historia, tenía el soberano hindú el grave defecto de ser muy curioso. Cuando supo que el joven brahmán le ofrecía como presente un nuevo juego desconocido, el rey no pudo contener el deseo de verlo y apreciar sin más demora aquel obsequio. Lo que Sessa traía al rey ladava era un gran tablero cuadrado dividido en sesenta y cuatro cuadros o casillas iguales. Sobre este tablero se colocaban, no arbitrariamente, dos series de piezas que se distinguían una de otra por sus colores blanco y negro. Se repetían simétricamente las formas ingeniosas de las figuras y había reglas curiosas para moverlas de diversas maneras.

Sessa explicó pacientemente al rey, a los visires y a los cortesanos que rodeaban al monarca, en qué consistía el juego y les explicó las reglas esenciales:

Cada jugador dispone de ocho piezas pequeñas: los "peones". Representan la infantería que se dispone a avanzar hacia el enemigo para desbaratarlo. Secundando la acción de los peones, vienen los "elefantes de guerra", representados por piezas mayores y más poderosos. La "caballería", indispensable en el combate, aparece igualmente en el juego simbolizada por dos piezas que pueden saltar como dos corceles sobre las otras. Y, para intensificar el ataque, se incluyen los dos "visires" del rey, que son dos guerreros llenos de nobleza y prestigio. Otra pieza, dotada de amplios movimientos, más eficiente y poderosa que las demás, representará el espíritu de nacionalidad del pueblo y se llamará la "reina". Completa la colección una pieza que aislada vale poco pero que es muy fuerte cuando está amparada por las otras. Es el "rey".

El rey Iadava, interesado por las reglas del juego, no se cansaba de interrogar al inventor:

¿Y por qué la reina es más fuerte y más poderosa que el propio rey?

Es más poderosa, argumentó Sessa, porque la reina representa en este juego el patriotismo del pueblo. La mayor fuerza del trono reside principalmente en la exaltación de sus súbditos. ¿Cómo iba a poder resistir el rey el ataque de sus adversarios si no contase con el espíritu de abnegación y sacrificio de los que le rodean y velan por la integridad de la patria? 


Comentarios

Entradas más populares de este blog

UN SABIO DIJO:

La vida es bella

A pesar de todas las vicisitudes que pasa la humanidad, nos toca seleccionar de nuestro paso en esta; las cosas y acciones que nos dan cierta satisfacción y convierten nuestra vida en momentos de complacencia y posibilidades de continuar y continuar...

EL MÁS FUERTE DEL MUNDO

 En una ocasión le preguntaron a la barra de acero si era la más fuerte del mundo Y ella dijo no, es el fuego porque a mí, me derrite. Le preguntaron al fuego si era el más fuerte del mundo y el fuego dijo no, es el agua Porque a mí me apaga. Le preguntaron al agua si era la más fuerte del mundo y el agua dijo no, es el sol. Porque a mí me evapora. Entonces le preguntaron al sol si era el más fuerte del mundo y el sol dijo no es la nube Porque, cuando se pone delante de mío, opaca mis rayos. Le preguntaron a la nube si era la más fuerte del mundo y la nube dijo no, es el viento. Porque a mí cuando sopla me lleva de un lado hacia otro. Le preguntaron entonces al viento si era el más fuerte del mundo Y el viento dijo no, es la montaña. Porque cuando soplo y me encuentro con ella me parte en dos. Le preguntaron a la montaña entonces si era la más fuerte del mundo Y la montaña dijo no, es el hombre, porque puede escalarme y con sus máquinas Me convierte en una planicie. Entonces le pregunt