Todos nos enojamos de vez en cuando. La ira puede manifestarse ante cualquier provocación, donde es posible atacar verbal o físicamente a quienes nos molestan. El enojo surge de una función básica e instintiva de los seres humanos, que está encaminada a
responder agresivamente ante posibles amenazas, y puede variar desde una leve irritación hasta la violencia descontrolada. Al no manejar correctamente emociones como la ira, no sólo se afectan las relaciones sociales y personales, sino que también se generan consecuencias nocivas para la salud. Además de los males ya conocidos, hay uno que ocasiona mucho más daño también: el sistema inmunológico se desequilibra.
Se trata de una respuesta emocional caracterizada por una activación fisiológica, motora o de tipo cardiovascular, acompañada por sentimientos de enfado y que aparece cuando no se consigue un objetivo o no se cubre una necesidad. Evidentemente está encaminada a mostrar nuestra disconformidad, a quejarnos. Incluye una serie de funciones de adaptación al medio, por un lado, la organización y regulación de procesos internos tanto de nuestro cuerpo como de nuestra mente y por otro, la regulación y construcción de relaciones interpersonales y sociales.
En el mismo sentido, aunque el filósofo cree que
la ira es parte de la naturaleza de algunos temperamentos, no le encuentra
ninguna utilidad: cuando somos atacados, física o verbalmente, dice que podemos
responder “airadamente” pero sin interiorizar el encono, es decir, buscando defendernos,
pero no mostrar mediante un arranque de ira el tamaño de la ofensa. Esto es
porque la búsqueda de la justicia, al menos desde esta perspectiva, no pasa por
las emociones sino por los hechos y se puede buscar justicia a un crimen
cometido contra nosotros lo mismo enojados que serenos: dejar que las pasiones
nos rebasen y tomen control de nuestra mente no cambiará el pasado. En la misma
sazón, mostrarse indignado hace poco por el afán de justicia, pues “tampoco
debe pensarse que la ira confiere algo a la grandeza de espíritu; no es, en
efecto, ella grandeza, sino hinchazón”.
Y bien, ahora que determinamos la enfermedad, ¿Cuál es el remedio propuesto por Séneca? En realidad, son dos y muy sencillos:
“que no caigamos en la cólera y que no delincamos durante el arrebato”.
Puede estar provocada simplemente por un obstáculo
o un ascensor que no funciona, un café mal servido. María Moliner define como
"enfado violento, en que se pierde el dominio sobre sí mismo y se cometen
violencias de palabra o de obra"; entre sus sinónimos están la cólera, la
furia, el furor, el enojo o la rabia. Es la ira, un impulso irracional, un
estallido que surge y que es muy difícil controlar, que hace perder incluso el
dominio sobre uno mismo.
Además, el ataque de ira tiene veces un punto
justiciero, de tomarnos la justicia – de forma un tanto torpe y primitiva- por
nuestra mano o devolver un golpe que la realidad nos ha dado. El estallido
surge porque de golpe (como dice Alain de Botton) perdemos la paciencia, esa
cualidad para sobrellevar los imprevistos y aceptarlos, así como para ponernos
en el lugar del otro. Está muy relacionado con cómo gestionamos nuestra
expectativa de la realidad: esperamos una perfección que no existe. Al final,
nuestra ingenuidad parte de pensar que las cosas van a estar ordenadas, van a
ir bien; que la realidad es perfecta cuando verdaderamente el caos impera.
La intensidad de nuestro enfado es variable y nos
induce a actuar. Puede aumentar si repasamos mentalmente el problema y puede
llevarnos a expresar una queja, un aviso o una advertencia, con el fin de
evitar futuros daños. Se trata de una reacción básica para la supervivencia,
fundamentalmente, ante otros miembros de nuestro grupo social. Puede definirse
como una emoción negativa que conlleva sentimientos de furia, rabia y que va
acompañada de una respuesta fisiológica caracterizada por una activación extra
del sistema nervioso simpático, del sistema endocrino.
Cuando experimentamos esta
emoción hacia otra persona, cuando sentimos que se han violado nuestros
intereses de manera intencionada o injustificada, una de las formas de
contrarresto que solemos elegir es la conducta hostil. Cuando nos enfadamos con
una persona con la que convivimos, lo que pretendemos es que nos tengan en
cuenta y mostrar nuestra desaprobación ante un comportamiento que no nos ha
gustado, de cara a que el otro rectifique y cambie de conducta.
Y en términos filosóficos, los expertos en manejar
expectativas son los estoicos. Marco Aurelio, el filósofo emperador, escribió
durante sus campañas bélicas sus ‘Meditaciones’ en las que da el siguiente
consejo: "Al despuntar la aurora, hazte estas consideraciones previas: me
encontraré con un indiscreto, un insolente, un envidioso, un
insociable..." Lo cual, trasladado al siglo XXI, equivaldría a decirnos
cuando vamos a coger el coche: hoy me voy a encontrar con un torpe que no va a
saber conducir, con un insolente que, encima, cuando le recrimine que conduce
mal, se va a encarar y vamos a acabar en una de esas violentar discusiones de
tráfico.
¿Cómo esgrimir la ira?
Aristóteles en su Ética a Nicómaco desarrolla una
ética de la virtud. Explica que las virtudes son hábitos que uno cultiva y eso,
a la larga, va forjando el carácter y haciéndonos más virtuosos, por tanto, más
éticos. La buena vida, la vida feliz por la que se pregunta el filósofo es la
"buena vida ética". Y siempre se rige por un criterio: el equilibrio
virtuoso.
Debemos encontrar el lugar perfecto y equilibrado.
Dice: “Respecto de la ira, existe también un defecto, un exceso y un término
medio”. Al que peca por exceso lo llama “iracundo” y al que peca por defecto
“incapaz”; mientras que quien encuentra el justo medio es “apacible”. Pero
claro, situarse en este punto es difícil, precisamente porque la ira es un
estallido más fuerte que nosotros, que no podemos controlar. Para controlar ese
estallido y lograr el término medio, el consejo de Aristóteles sería el
siguiente: antes de enfadarte, piensa si ésa es la persona con la que tienes
que enfadarte, si lo estás haciendo en el momento oportuno, y gradúa tu enfado
para que sea proporcional y justo, con la razón debida, y con las formas
debidas.
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