¿Qué es la estupidez? “estulticia”
"La estupidez es la cualidad de ser estúpido. Es lo contrario de la inteligencia. Ser estúpido tiene que ver con no entender las cosas, no aprender de las experiencias pasadas, y por lo general no usar el cerebro ni la lógica. Afortunados los hombres que no tienen principios; pueden decir estupideces con solemnidad. El poder está bien, y la estupidez es, por lo general, inofensiva. Pero el poder y la estupidez juntos son peligrosos. Todo el que, violentando su propio ser, pretende cubrirse con apariencias de virtud, no hace más que poner sus defectos al descubierto"… Digámoslo así: todos cometemos estupideces. Todos somos estúpidos en un grado mayor o menor. Una vida sin tonterías sería demasiado aburrida, al fin y al cabo. Quizás, discurrir sobre la estupidez sea también una soberana necesidad. Pero...
Un mundo estúpido
Si la Humanidad se halla en un estado deplorable, repleto de penurias, miseria y desdichas es por causa de la estupidez generalizada, que conspira contra el bienestar y la felicidad. La estupidez es la forma de ser más dañina. Es peor aún que la maldad, porque al menos el malvado obtiene algún beneficio para sí mismo, aunque sea a costa del perjuicio ajeno. Nos lo decía el historiador Carlo Cipolla en la Tercera ley fundamental (ley de oro) de la estupidez:
“Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.
Llorar o reír
Ante la estupidez, podremos lamentarnos como hacía Heráclito respecto a la vana condición humana. Pero resulta sin duda más reconfortante una mirada humorística, como la de Demócrito de Abdera .
El filósofo Séneca precisaba en su tratado De la ira : “Uno reía nada más mover los pies y sacarlos de casa, el otro, por el contrario, lloraba”. Es lo que vemos reflejado en el lienzo del pintor Johannes Paulus Moreelse : Demócrito, el filósofo riente; Heráclito, el plañidero.
El filósofo lloroso (Heráclito), atribuido a Johannes Moreelse.
Michel de Montaigne señaló en sus Ensayos que prefería ese semblante risueño y burlón, “porque es más desdeñoso, y nos condena más que el otro, y me parece que jamás podemos sufrir tanto desprecio como merecemos”.
Ahora bien, ¿qué se puede entender por estupidez?
La estrechez mental
En 1866, el filósofo Johann Erdmann definió la “forma nuclear de la estupidez”. La estupidez se refiere a la estrechez de miras. De ahí la palabra mentecato, privado de mente. Estúpido es el que sólo tiene en cuenta un punto de vista: el suyo. Cuanto más se multipliquen los puntos de vista, menor será la estupidez y mayor la inteligencia.
Es por ello que los griegos inventaron la palabra idiota: el que considera todo desde su óptica personal. Juzga cualquier cosa como si su minúscula visión del mundo fuera universal, la única defendible, e indiscutible válida.
El egoísmo intelectual
El estúpido padece egoísmo intelectual. El estúpido es tosco y aun así fanfarrón. Niega la complejidad y difunde su simplicidad de forma dogmática. Opina sobre todo como si estuviese en posesión de la verdad absoluta. Es un ciego que se cree clarividente.
A través de la filosofía tratamos de valorar otros puntos de vista. Luchamos contra el embrutecimiento. Ampliamos horizontes y ponemos en cuestión nuestro comportamiento y manera de pensar. De esta forma se intenta atenuar la estupidez: al ejercitar la duda y la autocrítica. Al dejar de enfrascarnos en nuestra propia imagen, como ocurría en el mito de Narciso . El estúpido está enamorado de sí mismo e ignora todo lo demás. Incluso lo desprecia con autosuficiencia.
El totalitarismo de la estupidez
En 1937, el poeta Robert Musil retomó la cuestión sobre la estupidez. En pleno auge de corrientes totalitarias, nos recordaba “la barbarización de las naciones, Estados y grupos ideológicos”.
La estupidez se parece al progreso, a la civilización. Brota no sólo de un Yo exacerbado, sino de un Nosotros acrecentado y envanecido. La estulticia es altamente contagiosa y se alimenta de grandes ideales difusos, de lugares comunes, de proclamas simplistas: todo es negro o todo es blanco.
El único punto de vista legítimo es el de un grupo social determinado, el de una facción concreta: la nuestra. La estupidez se emparenta con la intolerancia y la ausencia de diálogo. Es un hermetismo mental y gregario. Se expande mediante consignas engreídas y sin fundamento, coreadas en un clamor colectivo esperpéntico.
La estupidez funcional
Todos en algún momento podemos ser estúpidos ocasionales. Pero lo que distingue al obcecado funcional, según Musil, es la incapacidad permanente para apreciar lo significativo. ¿Qué es importante y qué no?
En su presunción, el estúpido se obstina con tozudez en lo baladí y accesorio. Es inepto a la hora de jerarquizar prioridades. Como sugería Nietzsche, la estupidez más común consiste en olvidar nuestro propósito.
Se trataría de discernir con rigor y exactitud las complejidades de la vida. Pero las majaderías se extienden con la rapidez del pánico. Podría decirse que hoy en día se viralizan como la pólvora.
Uno de los remedios contra la estupidez es la modestia. Así, es inteligente cuestionar lo que uno hace y piensa. Quien vive en el “quizás” en lugar de en las afirmaciones rotundas y contundentes, se aleja de las memeces. Quizás lo que crea inteligente no sea más que una sandez. Era la duda que planteaba Erasmo de Rotterdam.
Y una buena cura de humildad es la risa inteligente. De Aristófanes y Luciano de Samósata a Jonathan Swift, Mark Twain o Groucho Marx, satirizar la estupidez de nuestra vida siempre es un ejercicio de buen entendimiento. Nos hace ver que las convenciones sociales son en muchos casos absurdas y lerdas.
La pregunta fundamental
Quizás usted dirija sus invectivas hacia ciertos grupos sociales o personas. Pero piensa que la estupidez puede afectar sin distinción a cualquier persona.
Hay estúpidos en la misma proporción en todos los estratos económicos y culturales, corrientes políticas y geográficas. O incluso podría usted pensar que yo mismo adolezco de una estupidez envanecida. Y no le faltaría razón.
La cruzada contra la estupidez está perdida de antemano. Decía Albert Camus en La peste que “la estupidez siempre insiste”.
Puede ser que tuviésemos que formular cada cierto tiempo, como hacía el escritor Giovanni Papini , la pregunta fundamental para acabar de una vez con la estupidez (al menos funcional): ¿soy un imbécil?
“¿Y si estuviera equivocado? ¿Si fuera uno de aquellos necios que toman las sugerencias por inspiraciones, los deseos por hechos? Sé que soy un imbécil, advierto que soy un idiota, y esto me diferencia de los idiotas absolutos y satisfechos”.
Estulticia (estupidez) e inteligencia son las dos caras de la misma moneda. La incapacidad y la capacidad humana para ser y hacer, actuando en intervalos, aunque disfrazadas en la mayoría de los casos la una con la otra. Ambas están presentes en toda persona y espacio de interacción social en mayor o menor medida. La estulticia esta desacreditada y hace mucho fue desalojada de su trono platónico de la razón pura.
La naturaleza no es estulta. Las cosas no lo son per sé. La persona no nace estulta. Es la sociedad, es decir, la humanidad entera la que se estupidiza entre sí. La estulticia, es propia de personas “sanas” (no se piense que me refiero a portadores de patologías mentales). Se requiere a la persona para que la estupidez aflore, primero en ella y luego en casi todas sus manifestaciones culturales, como se aprecia a lo largo de la historia (decir “casi todas” temo también sea una estupidez). Así, las decisiones son inteligentes o estúpidas, no hay término medio. Lo cierto es que a nadie le place ser, parecer o sentirse estúpido, aunque todos carguemos estoicamente el bulto y sea más pesado en unos y menos en otros.
No la vemos, pero la intuimos. Es la torpeza notable en comprender las cosas, la falta de inteligencia que toma matiz de rudeza y, por su raíz latina, el aturdimiento o atolondramiento que inspiran los actos sin reflexión. Convive con la inteligencia por lo cual no somos completamente estúpidos (aunque tampoco completamente inteligentes). Podemos crear belleza, amar, dar felicidad, mejorar el mundo y gobernarlo con éxito; pero también podemos promover horror, destruir, odiar, matar, calentar la atmósfera en tal medida que alteramos la naturaleza promoviendo muerte, hambre y tragedias. Los efectos de la estupidez y la inteligencia son notorios. Sin embargo, la estupidez se jacta de influenciar más errores que la inteligencia aciertos.
La inteligencia fracasa cuando se hace habitual la práctica de la estupidez. El campo de acción (escenario) trasciende lo académico. Donde haya interacción humana: en las instituciones o en la vía pública, en la biblioteca o en el hogar, en el congreso, la sede de gobierno, en los conflictos vitales y en cuanto espacio de intervención humana exista, está presente, latente, constante. José Antonio Marina escribió (también sobre la estupidez) hace unos años que mientras los triunfos de la inteligencia generan felicidad, sus fracasos (las estupideces humanas) generan desdicha.
No haré apología de la pretendida ciencia de la estupidología, propuesta por G. Livraghi en su obra “El poder de la estupidez” (2004) y, sin embargo, no puedo subestimar la estulticia. Soy actor y testigo de mi propia estupidez y de otras estupideces. Creo que el mundo puede ser mejor si actuamos con más inteligencia. Las personas pueden ser felices, sentirse promovidas, vivir en mejores condiciones con solo activar la inteligencia. Si es una permanencia en la involución social y cultural ¿Por qué sus efectos han sido poco estudiados? Esa también es una estupidez (no la pregunta, sino la falta de estudio).
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