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SOBRE LA DIGNIDAD HUMANA

De modo recurrente el tema de la dignidad del hombre ha surgido en el pensamiento de la civilización occidental a partir de los filósofos de la antigüedad clásica. En efecto, el aspecto ontológico fue vislumbrado por los sofistas y el lado moral fue fundamentado por los estoicos.

Aquellos planteamientos iniciales, empero, no lograron generar una teoría de la dignidad humana, si bien la palabra y el concepto adquirieron una temprana consistencia. Por ejemplo, cuando Cicerón, divulgador ecléctico de una vasta terminología filosófica, hablaba del laudare aliquem pro dignitate, se refería a la alabanza merecida por quien exhibe una loable conducta cívica

La meditación sobre la dignidad del hombre, pese al escepticismo existente en la Edad Media acerca de las virtudes de un ser agobiado por el peso del Pecado Original, Santo Tomás de Aquino – “el hombre en cuanto inteligencia es un reflejo de la imagen de Dios” – y cobra altura y expansión con los humanistas y filósofos del Renacimiento.
No obstante, y a manera de antídoto contra el etnocentrismo de Occidente, conviene recordar que en todos los tiempos y culturas muchos pensadores, y no solamente desde el campo de la filosofía, se han referido a este estilo de ser y de comportarse, considerado como propio de la persona humana.
“La gloria, capa del crimen; crimen sin capa, el poder”: así, según la leyenda, Diógenes el Perro increpó a Alejandro el Rey.
La alianza de la desmesura y la corrupción, hambrientas devoradoras de valores y de bienes, ha provocado siglo tras siglo, en progresión casi geométrica, una perversa desigualdad económica y una creciente anomia social en las sociedades infectadas por el síndrome comercial – militar de la civilización de Occidente, colonialista y etnocéntrica.
En estos días, unos mesiánicos gobernantes y grupos de religiosos asesinos, armados hasta los dientes, y a veces apelando al mandato de Dios, vuelven a levantar cadalsos para ahorcar a la razón y a la concordia humanas. De idéntica manera, conformando el coro que celebra la apoteosis de las armas, alegaban los intelectuales belicistas de un cercano ayer, como sucedió con los apotegmas de Nietzsche (“es necesario que la guerra sea sin cuartel y exenta de toda piedad”), o de Jünger “ la guerra es la Epifanía de la verdad” o de Dostoievski (“la guerra es el necesario remedio para acabar con la decrepitud del mundo”).
No obstante, la historia demuestra que, a las guerras, esos reiterados homicidios colectivos que cuestan miles o millones de muertos, puede que las gane alguno de los gobiernos en pugna, pero siempre son perdidas por los pueblos contendientes. Los gobiernos ponen las armas y los pueblos ponen los muertos De ahí aquella famosa frase de Franklin: “There never was a good war or a bad peace”. Mucho antes, pero refiriéndose a los conflictos internos, Cicerón había expresado que cualquier tipo de paz entre los ciudadanos le parecía mejor que una guerra civil. (“Vel iniquissima pacem iustissimo bello anteferrem”).
Tales conceptos fueron luego repetidos, casi el pie de la letra, por Erasmo. Sin embargo, no caben en estos casos, y por ende no pueden ser censuradas, ni las luchas por la liberación del yugo colonialista externo, ni la resistencia armada de un Estado soberano ante el injusto ataque de otro Estado, ni las revoluciones contra los déspotas de entre casa. Dichos conflictos -las guerras justas aprobadas ayer por Grocio y Vitoria – se fundamentan en el restablecimiento de los Derechos Humanos, avasallados por los imperialismos extranjeros y las dictaduras domésticas. No es buena la paz, equivalente a la de los sepulcros, si es impuesta por un tirano de adentro o por un conquistador de afuera. “Solitudinem faciunt, pacem appellant”: “hacen un desierto y lo llama paz”, decía Tácito. Los invasores españoles en nombre de Dios y el Rey “pacificaban”, como rezan antiguos documentos, a los insolentes indígenas. O sea que, hablando sin eufemismos, los borraban de la faz de la tierra.
En consecuencia. no es reprobable la guerra si ella procura sacudir el yugo de los señores de horca y cuchilla recurriendo a las armas. No hay otro modo de restablecer la vigencia plena de los derechos humanos y de la humana dignidad que ellos conllevan. En efecto, como expresaba Salustio, la paz hace crecer las cosas pequeñas mientras que la discordia destruye las grandes. Sin embargo, no son cosas pequeñas la dignidad y la libertad humanas.
A esta altura del discurso resulta por demás oportuno rememorar aquella frase, que brilla como una estrella en la noche de ignominia instaurada por los actuales tecnificados albaceas de la muerte, incluida por Jefferson en la Declaración de Filadelfia del 4 de julio de 1776 : “Tenemos como verdades evidentes por sí mismas que todos los hombres han sido creados iguales ; que a todos les ha concedido el Creador ciertos derechos del que nadie les puede despojar ; que entre estos se hallan la vida, la libertad y la prosecución de la felicidad.
La dignidad se remite al modo de ser de un ente digno, aunque esto parezca una tautológica petición de principios. Dignos son, en sentido general, el ser o la cosa que merecen el atributo que se les otorga.
En caso contrario se emplea la voz indigna: ni un mamarracho artístico ni los ladrones a mano armada o de cuello blanco, cada vez más abundantes, aquí y ahora, son merecedores de encomio.
El sorprendente oráculo de las etimologías revela que los antiguos indoeuropeos llamaron dek a todo recipiente, voz que dio vida al decet latino, esto es, a lo que es de recibo, a lo que se acepta y conviene según la opinio necessitatis y el usus inveteratus consagrados por la costumbre. Luego, a partir de decet, aparecen las voces decus, decencia, decoris, decoro, decorare, decorar, dignus, digno, dignitas, dignidad, y dignare, juzgar algo o alguien como merecedores de lo que se les atribuye. De tal modo un hombre digno es aquel que se hace acreedor del respeto y la estima, tanto de los otros como de sí mismo. Un hombre digno no comete las acciones consideradas degradantes o vergonzosas por el ordenamiento normativo que jerarquiza los valores sociales de su tiempo y lugar, es decir, de su cultura. Dichos valores exigen ser asumidos y encarnados por un sujeto que se piensa y se siente digno, y que como tal obra.
Dueño de un justificado orgullo y una personal auto consideración, el hombre digno no se humilla ni permite ser humillado. De tal modo se dice: fulano es pobre pero digno o mengano mantiene a cualquier precio su dignidad o zutano sobrelleva dignamente una desgracia. Por añadidura, y como variante, la voz dignidad califica a quienes son sensibles a las ofensas, desprecios o desconsideraciones. Eso engendra entonces un tipo de dignidad que se transforma en arrogante quisquillosidad o, de pronto, en un trasnochado rebrote de hidalguía que evoca aquella hispánica receta señorial:” Procure siempre acertarla/ el honrado y principal/, pero si la acierta mal /, defendedla y no enmendadla”
Desde el punto de vista filosófico puede hablarse de una ontología y de una ética de la dignidad. La ontología de la dignidad humana se refiere al supremo privilegio de ser los representantes de una especie que, a nuestro parecer, siempre indulgente con las virtudes que nos hemos atribuido en cuanto autodenominados Reyes de la Creación, ocupa un eslabón egregio en la cadena de los seres. Luis Vives en su Introductio ad Sapientiam (1524), resume aquellos aspectos cuando expresa “Dignidad es, o bien la buena opinión que tienen los hombres granjeada en justicia por la virtud, o cierto decoro que asoma al exterior de la virtud, que vive recatada en la más entrañable intimidad”.
Fueron los humanistas italianos Facio y Manetti quienes se refirieron por vez primera, y de modo expreso en el pensamiento de Occidente, a la dignidad de la criatura humana, destacando, entre otras dotes, su facultad para razonar, su capacidad para los oficios y las artes, su conocimiento de los seres y las cosas del contorno.
Marsilio Ficino retomó el asunto con originales argumentos, pero fue su amigo, el joven y brillante Pico de la Mirándola, denominado el Príncipe de la Concordia, quien en el discurso De hominis dignitate (1486), consideró que los descendientes de la pareja inicial habían sido creados por Dios para pensar el mundo, alabar su hermosura y loar la majestad del Sumo Hacedor. Como los otros dones habían sido asignados a los seres creados antes del Sexto Día, el hombre, según Pico, posee una naturaleza abierta, de algún modo vacía, librada a su propio poder, constructivo o destructivo. Por lo tanto, puede llegar a ser lo que se proponga, bueno o malo, merced al ejercicio de la voluntad.
El gran atributo del hombre es, pues, la libertad para elegir y para actuar. Su dignidad más alta y acabada será posible cuando opte por la mejor de las alternativas. Su poder intelectual y su capacidad afectiva, ventajas que le permiten edificar una vida regida por las normas de la moralidad, son, en definitiva, asunto suyo, y de manera excluyente. 
El águila es siempre idéntica a su condición desde que nace hasta que muere. Está programada para ser un ave de presa. El hombre, en cambio, no se mantiene idéntico a si mismo desde la cuna hasta el sepulcro: va siendo porque se va haciendo. Cambia, se transforma, se engrandece, se degrada. Camina sobre la hojarasca de las distintas personalidades que podría haber asumido. Conciencia significa elección sentenció Bergson. Mucho más radical fue Nietzsche al decir:” oh, voluntad de mi alma, a la que yo llamo destino”.
Hoy se ha desacralizado este acento numinoso, especialmente subrayado por Pico de la Mirándola y Pérez de Oliva, y es al prójimo convertido en la complementación y espejo del Yo que se orienta el sujeto humano para confundirse con el “objeto” humano. De tal manera logra recibir en su vigilante conciencia, albergue del sentimiento y la razón, al bumeran gnoseológico de la persona, luego de haberlo lanzado hacia el blanco de la alteridad.
El aspecto ético del asunto, concerniente a la reflexión filosófica sobre la moral – eso y no otra cosa es lo que significa la ética – se refiere, antes que, a la jerarquía humana en la escala de los seres, a las relaciones codificadas y calificadas del hombre con sus semejantes. En el territorio de los valores determinantes de la condición humana. Pero no a los valores concebidos al estilo de la metafísica platónica, tributaria del realismo absoluto que proclamaba la eternidad y ubicuidad de las Ideas, sino a la acuñada por el nominalismo antropológico, de sesgo relativista. Atento a ello, Montesquieu, en sus Lettres Persanes ( l721) expresó “verité dans un temps, erreur dans un autre “ .
Kant, en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (1786) tradujo dicho imperativo del siguiente modo: “Obra de manera de tratar a la humanidad tanto en tu persona como en la persona de otro siempre como un fin y nunca como un medio.” En ello consiste la dignidad del hombre. Poco después Herder (Carta del 1796), que miraba con pesimismo los agujeros negros existentes en las almas de sus semejantes, si bien creía en la acción de la Bildung en el desarrollo nunca finalizado de la perfectibilidad humana, escribía así: “No es posible hablar de los derechos del hombre sin hablar también de sus deberes; los unos dependen de los otros, y buscamos todavía una palabra que los incluya a ambos. Lo mismo ocurre con la dignidad humana. El género humano, tal como es hoy y será probablemente por mucho tiempo, no posee en su mayor parte dignidad alguna y merece más compasión que veneración.
No obstante, debe ser elevado a la verdadera naturaleza de la especie, a lo que determina su valor y su dignidad. Es la humanidad lo que caracteriza nuestra especie; pero esta cualidad no es en nosotros sino una virtualidad innata que requiere ser adecuadamente cultivada. No la traemos en una forma acabada al venir al mundo; ella debe ser el fin al que tiendan nuestros esfuerzos Este cultivo es una obra que debe proseguir ininterrumpidamente, pues de lo contrario recaeremos todos, grandes y pequeños, en la bestialidad y la brutalidad primitivas” La cuarta guerra mundial, de declararse, será a palos y pedradas, sentenció Einstein.
Derechos y deberes humanos
La dignidad humana, para realizarse como camino y como posada, para consumarse al consumir su propia sustancia, reclama solidaridad con el Otro y respeto por sus sentimientos y sus ideas. Al emprender la defensa e ilustración de los Derechos Humanos, derechos cuyo ejercicio concede sentido a la vida y cuya salvaguarda debe realizarse aún a costa de perderla, conviene recordar una admonitoria frase del Mahatma Gandhi: “La verdadera fuente de los derechos es el deber. Si todos cumplimos nuestros deberes no habrá que ir muy lejos para encontrar los derechos. Si descuidando nuestros deberes corremos tras nuestros derechos, estos se nos escaparán como un fuego fatuo. Cuanto más los persigamos más se alejarán”.
No se pueden sustentar por sí solos. Necesitan los unos de los otros para alcanzar la meta de la dignidad por la senda, a veces espinosa, de la responsabilidad. De no ser así las sociedades humanas no podrían jamás ser favorecidas por los provechos de la Paz, ni engrandecidas por el perfeccionamiento de la Libertad, ni honradas por el progresivo imperio de la Justicia. Pero ¡atención! Estas altisonantes palabras, generalmente huecas por dentro, solo pueden adquirir carnadura y certidumbre mediante una pacífica y honesta convivencia, al margen de toda retórica, en el seno del Nosotros. Y recién ascenderán a las soleadas colinas de la fraternidad universal, aquella meta propuesta por los estoicos al proclamarse ciudadanos del mundo, cuando se comprenda, se respete y aún se logre amar al Otro.
Desde hace milenios, a tanteos, jaqueada por innumerables dudas y favorecida por muy pocas certidumbres, mezclando las alegrías con los pesares y las esperanzas con las frustraciones, la humanidad recorre un camino que se inició a partir de las hogueras del paleolítico. Ojalá que, en algún no muy lejano día, al juntar la topía con la utopía, logremos conciliar los ideales de un mundo para todos con la realidad cotidiana de cada uno de los hombres, los grandes y los pequeños, los afortunados y los tristes. No obstante, la incompletitud y contingencia de nuestra condición, nosotros, los huéspedes culturales de este planeta azul, a la vez creadores y portadores de la dignidad humana, siempre seremos más que la tenue sustancia de nuestros sueños.
La dignidad no es cuestión de orgullo, sino un bien preciado Dignidad es autoestima, respeto por uno mismo y salud. Es también la fuerza que nos levanta del suelo cuando tenemos las alas rotas con la esperanza de llegar a un punto lejano donde nada duela, donde permitirnos mirar el mundo de nuevo con la cabeza alta.
Fue Ernesto Sábato quien dijo no hace mucho que, al parecer, la dignidad del ser humano no estaba prevista en este mundo globalizado. 
Las personas tenemos un precio, un valor indiscutible llamado dignidad personal. Es una dimensión incondicional que nos recuerda cada día que nadie puede ni debe utilizarnos. Somos libres, seres valiosos, responsables de nosotros mismos y merecedores a su vez de un adecuado respeto.










 

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